El mapa de la vida (57 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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—Luego, o puede que mañana —en ese momento, al decir eso, se dio cuenta inmediatamente de su error, una vez puesto el paquete sobre el lavavajillas. Que Lorenzo se lo devolviera ya no parecía tan urgente.

—Creí que tenías mucha prisa por abrirlo. ¿No te fiabas de mí, por eso me lo has pedido ya? —Lorenzo le había seguido hasta la cocina; en realidad, le seguía por donde iba. Ahora, chico listo, se había vuelto suspicaz.

—Sí, claro que me fiaba. Entre espías... Pero no te lo he pedido por eso.

—Entonces, ¿por qué me lo has pedido tan pronto? ¿Es por algo que tienes que hacer?

La curiosidad habitual de Lorenzo llegaba a un punto en que lo arrinconaba contra las cuerdas, estaba a su merced. En esta ocasión Sayyid sabía que tenía que andarse con cuidado. No debía seguir su cadena de preguntas: siempre llevaban a la verdad, a sonsacarle la verdad, como en los interrogatorios.

—Sí, tengo algo que hacer. Algo que me recordó mi madre.

—¿Te ha hablado? ¿Cuándo te ha hablado?

—En cierto modo, sí, lo ha hecho. Hace un rato.

—¿Cuando fui a por tu paquete?

—En efecto, fue entonces.

Se dio cuenta de que aquél era un buen camino que sustituiría en breve su curiosidad por el paquete por la del caballo alado. Pero Lorenzo cambió de rumbo.

—¿Sabes qué me ha contado mi tía Alicia?

—No. Tampoco sabía cómo se llamaba tu tía.

—Me ha contado una adivinanza. Adivina: «¿Qué es mejor, un gato sin sonrisa o una sonrisa sin gato?» ¿Tú que piensas?

—Que no es una adivinanza.

—¿No? —Lorenzo se desilusionó bruscamente, se transformó en más niño aún—. ¿Qué es?

—Es una paradoja.

—¿Y qué es una paradoja?

—Algo lógico pero absurdo a la vez.

Lorenzo no comprendía qué era una paradoja, ni qué era lo lógico ni qué lo absurdo, aquello lo ofuscaba bastante.

—Yo prefiero un gato sin sonrisa. Prefiero acariciar a los gatos, aunque no se rían. Además, los gatos no se ríen nunca.

—Por cierto, ¿dónde está tu gato? —preguntó Sayyid—. Hace mucho que no te veo con él.

—Ya te dije una vez que yo sólo lo cuidaba. No era mío. Se lo llevó su dueño.

—Y yo ya te dije también aquella vez que los gatos no tenían dueño.

—¿Por eso prefieres una sonrisa sin gato?

—Yo no he dicho eso, aunque sí lo prefiero, prefiero una sonrisa sin gato. Los gatos no me gustan demasiado. Pero creo que ya es hora de que te vayas, Lorenzo, tal vez te esperen en casa. Gracias por el secreto.

Lorenzo no quería marcharse de ninguna manera. Se encontraba a gusto en aquella casa, la casa del amigo del que tanto presumía. Se había sentado en el borde de la cama de Sayyid y miraba el paisaje alpino de la cajita de bombones. Pasó un dedo por su relieve.

—¿Te gustan los melocotones? —preguntó el niño inesperadamente.

—Me temo que no mucho.

—A mí tampoco. Tienen la piel áspera.

—Siempre lo de fuera es como áspero y lo de dentro como suave, ¿no te parece?

—No es verdad, mi tía Alicia dice que hay cosas suaves por fuera.

Sayyid se impacientaba cada vez más. Las conversaciones con Lorenzo no tenían un término preciso: era el niño quien decidía cuándo acababan. Miraba hacia la cocina, tenía que abrir el paquete y, maldita sea, él lo estaba reteniendo.

—Otro día me cuentas lo que te dice tu tía Alicia. Me cayó muy bien. Ahora creo que debes irte —lo tomó por el brazo para animarlo a moverse.

—Antes me dolió aquí —se señaló justamente donde ahora volvía a sujetarlo.

—Lo siento, no quise hacerte daño, pero me asustaste.

—Era una broma.

—Bien, colega, tengo cosas que hacer. Buenas noches y otra vez te digo gracias.

Lo puso en el pasillo en dirección a la puerta de la calle.

—Cierra al salir —dijo, mientras se metía en la cocina sin esperar a ver marcharse al niño.

—Adiós.

Oyó la despedida de Lorenzo. Eso le permitió volver a concentrarse en los explosivos.

Asió la bolsa y con cuidado la llevó a su habitación. La colocó sobre la mesa después de retirar los libros hacia uno de los extremos. Quitó el envoltorio. Extrajo la caja de cartón precintada. La abrió despegando con las uñas la cinta adhesiva. Dentro, envuelto en un celofán transparente, había tres bloques rectangulares de un material blando y grisáceo que parecía arcilla blanca. Posó con cuidado una de sus yemas sobre la superficie y se hundió con facilidad. Estaba pegajoso. Su huella había quedado impresa. Tragó saliva.

Había una ficha de cartulina alargada con un listado de frases enumeradas. La caligrafía era árabe. A un lado había nueve cables, tres rojos, tres azules y tres blancos. También contó varios detonadores. El apartado que hacía el número 5 indicaba cómo machihembrar los cables en los detonadores. Éstos se debían conectar a un cable amarillo, que a su vez había que unir al teléfono móvil abierto y casi destripado que iba en el paquete. «ATENCIÓN: hazlo sólo en el último momento», decía el apartado número 9. La ficha daba instrucciones de cómo interpretar el mecanismo interior del móvil y de dónde hacer la unión.

Observó que los detonadores tenían sus percutores ya montados, y los extremos de los cables rojos y azules se habían amartillado a unos fusibles de cobre incrustados en la masilla blanda. Por curiosidad instintiva los sacó de donde estaban clavados y volvió a meterlos en el mismo sitio, apretando un poco más, con un leve giro, para mayor garantía. Comprendió entonces por qué Alí y el instructor insistieron tanto en la precaución de que no abriese el contenido del paquete hasta el día en que fuese a montar la bomba. Se corría el riesgo de que cualquier torpeza o descuido produjese un golpe en los percutores ya montados y éstos hiciesen estallar los explosivos.

El móvil se accionaría manualmente. Para ello había un detonador específico, que tenía que montar siguiendo otra tarjeta de instrucciones parecida. Del pulsador (fijado a su muñeca y a la palma de la mano mediante un esparadrapo para facilitar el simple movimiento del pulgar) salía un cable negro ya debidamente soldado a otro punto de las tripas del móvil abierto. Por tanto, al desplegar todo aquello sobre la mesa encima de la bolsa, reconoció que debía andarse con mucho cuidado. No creyó buena idea haberlo abierto tan pronto. Pero en ese momento se notó observado, giró la cabeza y vio a Lorenzo de pie en el umbral de su habitación

—¿Qué haces ahí? ¿Qué pasa? ¿Qué miras?

No sabía si levantarse precipitadamente y sacar al niño de allí para que dejase de mirar, o actuar con naturalidad, como si aquello se tratase sólo de material propio de su trabajo de médico, algo lejos de su comprensión.

Pero a esas alturas Lorenzo miraba muy fijamente y había fruncido el ceño mientras la lucidez se abría paso por su cabeza.

—¿Es una bomba, verdad? —preguntó.

Sayyid se quedó atónito y le faltaron las palabras. ¿Cuántos años tiene, siete, ocho? ¿Cómo es posible que sepa identificar lo que ve? ¿Demasiadas películas de espías en su corta vida?

—¿Estás montando una bomba? —volvió a preguntar.

Sayyid no estaba preparado para esa situación tan inesperada. La tarde se estaba complicando en exceso. Todo se había espesado.

—Vete, Lorenzo, vete —dijo, asumiendo que ya pensaría luego una justificación convincente.

—Pero antes dime...

—¡Vete te digo, joder, eres un crío!

El niño vaciló. Finalmente abandonó el umbral de la puerta y se adentró por el pasillo. Sayyid sabía que tenía que levantarse de la silla y comprobar si había salido de la casa o, en todo caso, acompañarlo hasta el rellano, evitar allí que hablara. No oyó cerrarse la puerta, como tampoco la había oído la primera vez que despidió a Lorenzo.

—¡Sé que es una bomba! ¿La vas a hacer explotar? —dijo el niño otra vez.

La voz de Lorenzo desde el final del pasillo, con la puerta de la calle abierta, alarmó a Sayyid, ya bastante nervioso por haberse interesado por el paquete antes de tiempo, algo de lo que se arrepentía cada vez más a medida que pasaban los minutos con Lorenzo en la casa.

Intuyó en ese momento que algo marchaba mal y que no podía dejar así las cosas. Se le había ido de las manos toda su prudencia. Se levantó con brusquedad, golpeando accidentalmente con la rodilla el tablero de la mesa. El contenido del paquete estaba desplegado encima de la bolsa de plástico, una de cuyas asas se había quedado sujeta en un extremo saliente del respaldo de la silla por el golpe en el tablero. Al retirar hacia atrás la silla para salir en busca de Lorenzo, la bolsa hizo un giro hasta el límite de la mesa, pero Sayyid no se percató de ello. Sin embargo, fue una torpeza imperdonable.

—¿Todavía sigues ahí? —le recriminó muy enfadado al niño desde la puerta de la habitación.

Había dado sólo tres pasos apoyando con violencia los tacones; al hacerlo, las baldosas vibraron; toda la superficie del cuarto vibró. La mesa también. La bolsa con el material explosivo y los percutores montados se venció contra el suelo. Uno, dos segundos nada más.

—Sí —alcanzó a decir Lorenzo con voz temerosa.

La última gota del cubo de agua.

Entonces tuvo lugar la deflagración.

En todos los noticiarios de la radio y de la televisión lo contaron, fue portada en todos los periódicos. Al fin y al cabo, se esperaba desde hacía tiempo que sucediera algo así. Dijeron que a primera hora de la noche pasada se había producido una explosión en un bloque de viviendas de la calle Sainz de Baranda, de Madrid. Al parecer, según fuentes consultadas de la Policía Nacional, tras las primeras investigaciones se había podido saber que un peligroso terrorista perteneciente a la corriente
tabligh
, una de las más radicales del islamismo salafista, se había autoinmolado en el mismo piso donde se ocultaba. El terrorista había sido identificado como Gamal Ahmed Sayyid, de nacionalidad egipcia y con permiso de trabajo en España.

También se dijo en todos los medios que la policía venía siguiendo su pista desde hacía tiempo, ya que se sospechaba de sus vínculos con el fundamentalismo islámico. La explosión se había debido a un error, al manipular la bomba que iba destinada a un próximo atentado en un lugar de la capital aún por determinar.

Todo el rellano del cuarto piso de la finca había saltado por los aires; sin embargo, pese a su efecto devastador, tan sólo había habido que lamentar una víctima mortal, además del propio terrorista: un niño colombiano de siete años, vecino del inmueble. Asimismo se había rescatado de entre los escombros a nueve heridos de diversa consideración. La prensa destacaba, por otra parte, que Gamal Ahmed Sayyid compartía el piso con un ciudadano norteamericano que no se encontraba en el edificio en el momento de la explosión y a quien se estaba interrogando por si tuviera alguna vinculación con los hechos. Se desconocía qué grado de relación había entre ambos.

«Nuestro Señor es el Señor de los cielos y de la tierra. No invocaremos a otro dios prescindiendo de Él. Esta acción justa contra los enemigos del islam...» Eran las primeras frases con las que había decidido empezar su propia proclama en el vídeo que debía dejar grabado el día del atentado. Sería lo primero que diría, el arranque; luego seguiría con el discurso que le preparó Eddin tiempo atrás.

Sólo escribió eso; lo hizo antes de que Lorenzo se presentase en el piso; la llegada del niño lo interrumpió. El papel donde lo apuntó quedó totalmente calcinado, como él mismo, y por esa razón nadie lo pudo leer.

Adivinanza. Un gato sin sonrisa evitó un atentado; una sonrisa sin gato lo ocasionó.

La familia de Lorenzo jamás vio nada malo en aquel extranjero. Ahora deseaban que no hubiera venido nunca, que no hubiera ni siquiera nacido.

GABRIEL. Crueldad del tiempo. Piensa en ese 2 de diciembre: ¡todo había sido tan rápido! El 30 de noviembre Ada existía, el 2 ya no. Hay un innombrable número en medio, un número borrado, una fecha para alejar de las celebraciones y escupir al suelo y no levantar la cabeza.

Ese día se nota muy cansado de no dormir durante las últimas noches. Se le cierran los ojos pero el cerebro no los sigue, sino que enseguida hace rancho aparte y se deja inundar de imágenes y de ruido y los obliga a abrirse de nuevo. Sólo un somnífero le ayudaría. Le agobia buscarlo, pedirlo; reconoce, además, que ha llegado a serle indiferente ese estado de cabeza a punto de estallar; por otra parte, esa impermeabilidad al sueño hace que se sienta al servicio de algo, útil; le da valor. No dormir es la peor tortura: todo el cuerpo responde dolorido a la vez al estímulo flotante, azuzador, de la vigilia forzada. El hombre del mono naranja de Bahía Guantánamo lo sabe bien. O lo sabía.

Ahora Gabriel está sin ella. Tiene que hacerse a la idea de eso. Tiene que pensar qué hacer, como las personas que se rehabilitan de un estado adictivo: ¿en qué consistirá en adelante su vida?

Va en el Fiat de Ada, casi puede decirse que es lo único que le ha dejado. Lo conduce solo. No tolerará que nadie más se monte en él. Recorre Madrid de arriba abajo, una y otra vez, por sus avenidas, por sus autopistas anulares, por sus plazas (puede dar vueltas a una plaza varias veces, el tic-tac del intermitente lo hipnotiza hasta que un clic interior, más fuerte aún, lo persuade de que ha de salir de esa noria); invierte la mañana entera en ello.

Ha vaciado sobre la cama el contenido de todos los cajones que hay en la casa, los del armario, los de la mesilla, los del mueble del salón. Pocos objetos de Ada, escasos papeles. No se detiene en ninguno de ellos. Los introduce sin reparo en el maletín vacío de su ordenador portátil para luego dárselo todo a Dani.

Durante los preparativos de la incineración, había visto a Santiago en el jardín del tanatorio, con sus hijos. Parecía mucho mayor, le había abandonado el porte atlético de los Bauman. No hablaron. No tenían nada que decirse. Gabriel lo consideró un derrotado, o más bien un intruso, un extraño «entre nosotros». ¿Nosotros? ¿Quiénes eran esos «nosotros»? Tan sólo Ada y él. Sin ella, no hay «nosotros». Es una palabra excluyente, pero puede estar suficientemente llena. Deja de estar cuando se vacía demasiado deprisa, cuando la palabra «nosotros» se adelgaza de uno de los dos.

Por otra parte, para Gabriel todo fue muy penoso en ese tétrico lugar. Ese día era el cumpleaños de Paula, además. Cumplía dieciocho. No encontró valor para decirle nada afectuoso ni para desearle que se le cumplieran los sueños que vendrán. La incineración tuvo lugar mientras esperaban fuera. Los hechos se sucedían a velocidad de vértigo. Después de la cremación no hubo ninguna ceremonia, nadie dijo ningún discurso de consuelo, el momento se cubrió de burocracia, oficinas, firma de documentos. La urna la recogió Dani. En sus brazos, la copa sellada parecía otra cosa, un balón de rugby o un trofeo deportivo. El empleado de pompas fúnebres, un hombre de edad que había conducido el Mercedes funerario para llevar el ataúd hasta el lugar de la incineración, se dirigió a Paula y le preguntó rutinariamente, en voz alta: «¿Claveles rojos o corona? ¿Cinta familiar o de empresa?» «¡Qué estupidez está diciendo, cállese, por favor, o váyase!» En su cumpleaños, desfogó con él su rabia.

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