Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
—Usted no es Dostoievski —dijo la ciudadana, desconcertada, dirigiéndose a Koróviev.
—¿Quién sabe?, ¿quién sabe? —contestó él.
—Dostoievski ha muerto —dijo la ciudadana, pero no muy convencida.
—¡Protesto! —exclamó Popota con calor—. ¡Dostoievski es inmortal!
—Sus carnets, ciudadanos —dijo la ciudadana.
—¡Esto tiene gracia! —no cedía Koróviev—. El escritor no se conoce por su carnet, sino por lo que escribe. ¿Cómo puede saber usted qué ideas artísticas bullen en mi cabeza? ¿O en ésta? —y señaló la cabeza de Popota, que hasta se quitó la gorra para que la ciudadana pudiera verla mejor.
—Dejen pasar, ciudadanos —dijo la mujer nerviosa ya.
Koróviev y Popota se apartaron para dejar paso a un escritor vestido de gris, con camisa blanca, veraniega, sin corbata; con el cuello de la camisa abierto sobre el cuello de la chaqueta. Llevaba un periódico bajo el brazo. El escritor saludó amablemente a la ciudadana; al pasar escribió en el libro, previamente abierto, un garabato y se dirigió a la terraza.
—No, no será para nosotros —habló con tristeza Koróviev— la jarra helada de cerveza, con la que hemos soñado tanto, nosotros, pobres vagabundos. Nuestra situación es triste y difícil y no sé cómo salir de ella.
Popota se limitó a abrir los brazos con amargura y colocó la gorra en su cabeza redonda, cubierta de pelo espeso que recordaba mucho la piel de un gato.
En ese momento una voz muy suave, pero autoritaria, sonó encima de la ciudadana.
—Déjeles pasar, Sofía Pávlovna.
La ciudadana del libro de registro se sorprendió. Entre el verde de la verja surgió el pecho blanco de frac y la barba en forma de puñal del filibustero. Miraba amistosamente a los dos tipos dudosos y harapientos e incluso les hacía gestos de invitación. La autoridad de Archibaldo Archibáldovich era algo muy palpable en el restaurante que él dirigía y Sofía Pávlovna preguntó con docilidad a Koróviev:
—¿Cómo se llama usted?
—Panáyev —respondió él con finura. La ciudadana apuntó el apellido y echó una mirada interrogante a Popota.
—Skabichevski
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—dijo él, señalando el hornillo, Dios sabe por qué. Sofía Pávlovna lo apuntó también y acercó el libro a los visitantes para que firmaran. Koróviev puso «Skabichevski» enfrente del apellido «Panáyev» y Popota escribió «Panáyev» enfrente de «Skabichevski».
Archibaldo Archibáldovich, sorprendiendo a Sofía Pávlovna con una sonrisa seductora, conducía a los huéspedes a la mejor mesa, donde había una sombra tupida y donde el sol jugaba alegremente por uno de los huecos de la verja con trepadora verde. Mientras, Sofía Pávlovna, parpadeando de asombro, estuvo largo rato estudiando las extrañas inscripciones que habían dejado los inesperados visitantes.
Archibaldo Archibáldovich sorprendió más aún a los camareros que a Sofía Pávlovna. Apartó personalmente la silla de la mesa, invitando a Koróviev a que se sentara, guiñó el ojo a uno, susurró algo a otro, y dos camareros empezaron a correr alrededor de los visitantes; uno de ellos puso el hornillo en el suelo, junto a las botas descoloridas de Popota.
Inmediatamente desapareció de la mesa el viejo mantel con manchas amarillas y en el aire voló un mantel blanco como un albornoz de beduino, crujiente de tanto almidón que tenía. Archibaldo Archibáldovich murmuraba al oído a Koróviev en voz baja pero muy expresiva:
—¿A qué les invito? Tengo lomo de esturión especial... lo conseguí del congreso de arquitectos...
—Bueno... mmm... un aperitivo... mmm... —pronunció Koróviev con benevolencia, instalado en la silla cómodamente.
—Ya comprendo —contestó Archibaldo Archibáldovich con aire de complicidad, cerrando los ojos.
Al ver cómo el jefe del restaurante trataba a los visitantes bastante sospechosos, los camareros dejaron sus dudas y se tomaron el trabajo en serio. Uno de ellos acercó una cerilla a Popota que había sacado del bolsillo una colilla y se la había metido en la boca, se acercó corriendo otro, colocando junto a los cubiertos, piezas de finísimo cristal color verde. Copas de licor, de vino y de agua, en las que sabe tan bien el agua mineral, estando bajo el toldo... diremos, adelantándonos, que esta vez también se bebió agua mineral bajo el toldo de la inolvidable terraza de Griboyédov.
—Puedo invitarles a filetes de perdices —murmuraba Archibaldo Archibáldovich con voz musical. El huésped de los impertinentes rotos aprobaba enteramente todas las propuestas del comandante del bergantín y le miraba con benevolencia a través del inútil cristal.
El literato Petrakov Sujovéi, que comía con su esposa en la mesa de al lado, y se terminaba un escalope de cerdo, era observador, nota característica de todos los escritores, se dio cuenta de los especiales cuidados de Archibaldo Archibáldovich hacia los visitantes y se sorprendió mucho. Su esposa, señora muy respetable, llegó a tener celos de Koróviev y dio unos golpecitos con la cucharilla para indicar que se estaban retrasando. ¿No era el momento de servir el helado? ¿Qué pasaba?
Pero Archibaldo Archibáldovich, dirigiéndole una sonrisa encantadora, mandó a un camarero, mientras él mismo no abandonaba a sus queridos huéspedes. ¡Ah, qué inteligente era Archibaldo Archibáldovich! ¡Y seguro que no era menos observador que los mismos escritores! Sabía lo de la sesión del Varietés y los sucesos de aquellos días; había oído las palabras «el de cuadros» y «el gato» y se las grabó en la memoria, no como otros. Archibaldo Archibáldovich supo en seguida quiénes eran sus visitantes. Y al comprenderlo, decidió no quedar mal con ellos. ¡Pero Sofía Pávlovna! ¡Qué ocurrencia, cerrarles el paso a la terraza! Por otra parte, ¡qué se podía esperar de ella!
La señora de Petrakov, hincando con arrogancia la cucharilla en el helado derretido, miraba con ojos enfadados cómo la mesa de los dos payasos desarrapados se cubría de manjares por arte de magia. Hojas de lechuga lavadas hasta sacarle brillo salían de una fuente con caviar fresco... un instante y apareció una mesa especial con un cubo plateado empañado de frío...
Sólo en el momento que se hubo convencido de que todo se estaba haciendo como era debido y que en las manos del camarero apareció una sartén cubierta, en la que algo chirriaba, Archibaldo Archibáldovich se permitió abandonar a los misteriosos visitantes, susurrándoles previamente:
—¡Con permiso! ¡Un minutito! ¡Voy a ver los filetes! Se apartó de la mesa y desapareció por una puerta interior del restaurante. Si algún observador hubiera podido vigilar a Archibaldo Archibáldovich, lo que hizo a continuación le hubiera parecido algo extraño.
El jefe del restaurante no se dirigió a la cocina para vigilar los filetes, sino al almacén del restaurante. Lo abrió con su llave, cerró la puerta al entrar, sacó de una nevera con hielo dos pesados lomos de esturión, con mucho cuidado de no mancharse los puños los envolvió en un papel de periódico, ató el paquete cuidadosamente con una cuerda y lo puso a un lado. Luego fue a la habitación contigua para comprobar si estaba su sombrero y su abrigo de entretiempo forrado de seda, y solamente entonces se encaminó a la cocina, donde el cocinero estaba preparando con esmero los filetes prometidos por el pirata.
Tenemos que aclarar que no había nada de extraño e incomprensible en las operaciones de Archibaldo Archibáldovich, y que las podría encontrar raras sólo un observador superficial. Su actitud era el resultado lógico de todo lo anterior. Conociendo los últimos acontecimientos y, sobre todo, con el olfato tan fenomenal que tenía, Archibaldo Archibáldovich, el jefe del restaurante de Griboyédov, pensó que la comida de los dos visitantes sería, aunque abundante y lujosa, muy breve. Y su olfato, que nunca le había fallado, tampoco lo hizo esta vez.
Cuando Koróviev y Popota brindaban por segunda vez con copas de un vodka espléndido, de doble purificación, apareció en la terraza el cronista Boba Kandalupski, sudoroso y excitado; era conocido en Moscú por su asombrosa omnisciencia. Se sentó en seguida con los Petrakov. Dejando en la mesa su cartera repleta, Boba metió sus labios en la oreja de Petrakov y empezó a susurrarle algo sugestivo.
Madame
Petrakova, muerta de curiosidad, acercó su oído a los labios grasientos y gruesos de Boba. Éste de vez en cuando miraba furtivamente alrededor, pero seguía hablando sin parar y se podían oír algunas cosas sueltas, como:
—¡Palabra de honor! ¡En la Sadóvaya, en la Sadóvaya!... —Boba bajó la voz todavía más—. ¡No les cogen las balas!... balas... balas... gasolina... incendio... balas...
—¡Habría que aclarar quiénes son los mentirosos que difunden estos rumores repugnantes! —decía
madame
Petrakova indignada, con voz algo más fuerte de lo que hubiera preferido Boba—. ¡Nada, nada, así sucederá, ya les meterán en cintura! ¡Qué mentiras más peligrosas!
—¡Pero, por qué mentiras, Antonida Porfírievna! —exclamó Boba, disgustado por la duda de la esposa del escritor, y siguió murmurando—: ¡Les digo que no les cogen las balas!... Y ahora el incendio... ellos por el aire... ¡por el aire! —Boba cuchicheaba sin sospechar que los protagonistas de su historia estaban sentados a su lado, regocijándose con su cuchicheo.
Aunque pronto el regocijo se terminó. Salieron a la terraza de la puerta interior del restaurante tres hombres con las cinturas muy ceñidas por cinturones de cuero, con polainas y pistolas en mano. El primero gritó con voz sonora y terrible:
—¡Quietos! —y los tres abrieron fuego, disparando sobre las cabezas de Koróviev y Popota. Estos dos se disiparon inmediatamente y en el hornillo explotó un fuego que fue a dar directamente en el toldo. El fuego, saliendo de allí, subió hasta el mismo tejado de la casa de Griboyédov. Las carpetas con papeles, que estaban en la ventana del segundo piso, ardieron en seguida, luego se prendió la cortina, y el fuego, haciendo ruido, como si alguien estuviera soplando para que creciera, entró en la casa de la tía de Griboyédov.
Por los caminos asfaltados que llevaban a la reja de hierro fundido del jardín, la misma por la que entrara Ivánushka el miércoles por la noche como primer mensajero incomprendido de la desgracia, unos segundos después corrían escritores que habían dejado su comida a medias, Sofía Pávlovna, Petrakova y Petrakov.
Archibaldo Archibáldovich, que había salido a tiempo por la puerta lateral, sin correr y sin muestras de impaciencia, como un capitán que es el último en abandonar su bergantín en llamas, estaba de pie, muy tranquilo, vestido con su abrigo de entretiempo forrado de seda y con dos lomos de esturión bajo el brazo.
Se ponía el sol. En la terraza de piedra de uno de los edificios más bonitos de Moscú, construido hace unos ciento cincuenta años, en lo alto, dominando toda la ciudad, estaban Voland y Asaselo. No se veían desde la calle, porque permanecían ocultos a las miradas innecesarias por unos jarrones de yeso con flores, también de yeso. Pero ellos veían la ciudad casi hasta sus límites.
Voland se sentaba en un taburete plegable, iba vestido con su hábito negro. Su espada, ancha y larga, estaba clavada verticalmente entre dos losas de la terraza, haciendo de reloj de sol. La sombra de la espada se alargaba lenta pero firme, acercándose a los zapatos negros de Satanás. Con su barbilla azulada apoyada en el puño, encorvado en el taburete, sentado sobre su pierna, Voland miraba, sin desviar la vista del enorme conjunto de palacios, edificios gigantescos y pequeñas casuchas destinadas al derribo.
Asaselo había abandonado su atuendo moderno: chaqueta, sombrero hongo, zapatos de charol y, como Voland, vestía de negro; estaba inmóvil junto a su señor y al igual que él, no apartaba la vista de la ciudad.
Voland habló:
—Qué ciudad más interesante, ¿verdad?
Asaselo se movió y contestó con respeto:
—
Messere
, me gusta más Roma.
—Bueno, eso es cuestión de gustos —dijo Voland.
Al poco rato se oyó de nuevo su voz:
—¿Y ese fuego en el bulevar?
—Está ardiendo Griboyédov —contestó Asaselo.
—Es de suponer que la pareja inseparable de Koróviev y Popota haya estado allí.
—No cabe la menor duda,
messere
.
De nuevo reinó el silencio y los dos que estaban en la terraza vieron cómo en las ventanas que daban al occidente, en los pisos altos de las casas, se encendía un sol cegador. El ojo de Voland despedía el mismo fuego que aquellas ventanas, aunque él estuviera de espaldas al poniente.
De pronto algo llamó la atención de Voland en la torre redonda del tejado, a sus espaldas. Un hombre de barba negra, sombrío, vestido con túnica y sandalias hechas por él, harapiento y manchado de arcilla, surgió de la pared.
—¡Vaya! —exclamó Voland mirándole con cierta burla—. ¡Lo que menos me esperaba es verte aquí! ¿Qué te trae, huésped inesperado?
—He venido a verte, espíritu del mal y dueño de las sombras —contestó el recién llegado, mirando a Voland de reojo, con aire hostil.
—Si has venido a verme, ¿por qué, entonces, no me saludas, ex recaudador de contribuciones? —habló Voland con severidad.
—Porque no quiero que sigas con salud —contestó insolente el recién llegado.
—Pues tendrás que conformarte con ello —repuso Voland y una sonrisa desfiguró su boca—, casi no has tenido tiempo de aparecer en el tejado y ya has dicho una necedad, y te diré en qué consiste: en tu tono. Has pronunciado las palabras como si no reconocieras la existencia del mal y de las sombras. Porqué no eres un poco amable y te detienes a pensar en lo siguiente: ¿qué haría tu bien si no existiera el mal y qué aspecto tendría la tierra si desaparecieran las sombras? Los hombres y los objetos producen sombras. Ésta es la sombra de mi espada. También hay sombras de árboles y seres vivos. ¿No querrás raspar toda la tierra, arrancar los árboles y todo lo vivo para gozar de la luz desnuda? Eres un necio.
—No quiero discutir contigo, viejo sofista —respondió Leví Mateo.
—Es que no puedes discutir conmigo por la razón que ya he mencionado: eres necio —dijo Voland, y preguntó—: Bueno, dime rápido, no me canses, ¿para qué has venido?
—Él me ha mandado.
—¿Y qué recado traes, esclavo?
—No soy esclavo —contestó Leví Mateo, cada vez más enfurecido—, soy su discípulo.
—Como siempre, hablamos en idiomas distintos —respondió Voland—, pero las cosas de que hablamos no cambian por eso. ¿Bueno?