Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
Intentaba entrar en la tienda.
Algo le desagradó al portero misántropo en la pareja de visitantes.
—Aquí se compra sólo con divisas —articuló con voz ronca. Miraba irritado por debajo de las cejas pobladas y pardas, como carcomidas por la polilla.
—Querido —dijo el larguirucho, bollándole un ojo detrás de los impertinentes rotos—, ¿y cómo sabe usted que yo no las tengo? ¿Juzga por mi traje? ¡No lo haga nunca, queridísimo guarda! Puede meter la pata a base de bien. Lea otra vez la historia del famoso califa Harún al Rashid. Pero ahora, dejando la historia para mejor ocasión, quiero advertirle que voy a dar una queja de usted al director: Le contaré unas cuantas cosas y me temo que usted tendrá que abandonar su puesto entre las relucientes lunas.
—Si yo tuviera el hornillo lleno de divisas, ¿qué? —intervino acalorado el felino regordete, metiéndose en la tienda de mala manera.
Detrás la gente empezaba a impacientarse. El portero, dirigiendo una mirada de odio y desconfianza a la extraña pareja, se apartó, y nuestros amigos se encontraron en la tienda. Después de echar una ojeada, Koróviev anunció con voz tan fuerte que se oyó hasta en el último rincón.
—¡Vaya tienda estupenda! ¡Una tienda pero que muy buena!
El público se volvió sorprendido, pero Koróviev tenía toda la razón:
En los estantes se veían montones de piezas de percal con estampados muy variados. Detrás se amontonaban muselinas, calicós y paños para frac. Se perdían en el infinito verdaderas pilas de cajas de zapatos y había varias ciudadanas sentadas en pequeños banquitos, con un pie en un zapato viejo y gastado y pisoteando la alfombra con el otro, dentro de un zapato nuevo y brillante. Del interior salían canciones y música de gramófono.
Pero Koróviev y Popota dejaron atrás todas estas maravillas y se encaminaron directamente a aquella parte de la tienda donde se unían las secciones gastronómica y de confitería. Allí había sitio de sobra.
Las ciudadanas con boinas y pañuelos no se amontonaban, como en la sección de percales.
Junto al mostrador, hablando con aire imperativo, había un hombre pequeño, completamente cuadrado, con la cara afeitada hasta parecer azul, con gafas de concha, sombrero nuevo sin arrugar y sin manchas de agua en la cinta, con un abrigo color lila y guantes naranja de cabritilla. Atendía al cliente un dependiente con bata blanca, limpia y gorrito azul.
Con un cuchillo muy afilado, que recordaba al que robara Leví Mateo, el dependiente limpiaba un salmón rosa, grasiento y lloroso, con la piel plateada, parecida a la de una serpiente.
—Este departamento es soberbio también —reconoció solemnemente Koróviev—, y el extranjero parece simpático —y señaló con aire benevolente la espalda color lila.
—No, Fagot, no —respondió Popota pensativo—, te equivocas, amigo mío: me parece que le falta algo en la cara a este
gentleman
lila.
La espalda color lila se estremeció, pero debió de ser una casualidad, porque ¿cómo podía entender el extranjero lo que decían en ruso Koróviev y su acompañante?
—¿Es... bien? —preguntaba severamente el comprador.
—¡Fenomenal! —contestaba el dependiente, hurgando con el cuchillo en la piel del salmón, con aire coqueto.
—Bueno gusta, malo no gusta —decía el extranjero exigente.
—¡Cómo no! —exclamaba el dependiente con entusiasmo
Nuestros amigos se alejaron del extranjero, del salmón y se acercaron al mostrador de la confitería.
—Hace calor —se dirigió Koróviev a una vendedora jovencita con los carrillos rojos, pero no obtuvo respuesta—. ¿A cuánto están las mandarinas? —le preguntó.
—A treinta kopeks el kilo —contestó la dependienta.
—Pobre bolsillo —dijo Koróviev suspirando—, ¡ay, ay! —se quedó pensativo, y luego invitó a su amigo—: come, Popota.
El gordo se colocó el hornillo bajo el brazo, agarró una mandarina, la de la cúspide de la pirámide, la devoró con la piel y todo y cogió otra.
Un pánico de muerte se apoderó de la vendedora.
—¡Está loco! —exclamó, perdiendo el color—. ¡Déme el cheque! ¡El cheque! —y dejó caer las pinzas de los caramelos.
—Guapa, cielo, cariño —decía Koróviev, recostándose sobre el mostrador y guiñando un ojo a la vendedora—, no llevamos divisas encima, ¿qué se le va a hacer? ¡Le juro que la próxima vez, no más tarde del lunes, le devolveremos todo con dinero limpio! Somos de aquí cerca, de la Sadóvaya, donde el incendio...
Popota iba ya por la tercera mandarina cuando metió la pata en la complicada construcción de barras de chocolate, sacó una de abajo, lo que hizo que todo se derrumbara, y se la tragó con la envoltura dorada.
Los dependientes de la sección de pescado se habían quedado de piedra, con los cuchillos en la mano. El extranjero vestido de color lila se volvió hacia los dos sujetos. Popota estaba equivocado: no es que le faltara algo en la cara, más bien al contrario, le colgaban los carrillos y tenía la mirada evasiva.
Con la cara completamente amarilla la vendedora gritó en plena congoja, y su voz se oyó en toda la tienda:
—¡Palósich! ¡Palósich!
Acudió en masa la gente del departamento de percales. Popota abandonó la tentadora confitería y metió la mano en un barril en el que se leía: «Arenques escogidos de Kerch»; sacó un par de arenques, se los tragó y escupió las colas.
—¡Palósich! —se repitió el grito desesperado. De la sección de pescado llegó el rugido de un vendedor con perilla:
—¡Parásito! ¿Qué estás haciendo?
Pável Iósifovich se apresuraba al campo de batalla. Era un hombre de buena presencia, con bata blanca de cirujano y un lápiz que le asomaba en un bolsillo. Seguramente Pável Iósifovich era un hombre de experiencia. Cuando vio a Popota con el tercer arenque en la boca hizo una rápida valoración, se hizo cargo de la situación en seguida y, sin entablar discusión alguna con los sinvergüenzas, ordenó, alargando los brazos hacia la calle:
—¡Silba!
Atravesando las puertas de luna, el portero salió corriendo hacia la esquina del mercado Smolenski e inició un silbido siniestro. La gente empezó a rodear a los bandidos. Entonces intervino Koróviev:
—¡Ciudadanos! —gritó con voz fina y temblorosa—. ¿Pero qué es esto? ¿Eh? ¡Permítanme que haga esta pregunta! Este pobre hombre —Koróviev aumentó el temblor de su voz y señaló a Popota, que inmediatamente puso una cara llorosa—, este pobre hombre está todo el día arreglando hornillos. Tiene hambre... ¿y de dónde quieren que saque divisas?
Pável Iósifovich, que solía ser tranquilo y sereno, al oír aquello, gritó con severidad:
—¡Oye tú, haz el favor de callarte! —y de nuevo estiró la mano hacia afuera, impaciente. Los trinos junto a la puerta sonaron con más alegría.
Pero Koróviev, sin dejarse cohibir lo más mínimo por la intervención del Pável Iósifovich, prosiguió:
—¿De dónde? —preguntó a todos los presentes—. ¡Está extenuado, tiene hambre y sed, tiene calor! Y el pobrecito prueba una mandarina. ¡Si no vale más de tres kopeks! Y ésos ya están silbando como ruiseñores de los bosques en primavera, molestando a las milicias, distrayéndoles de su trabajo. Pero éste ¡sí que puede! —y Koróviev señaló hacia el gordo color lila, que en seguida expresó inquietud en su rostro—. ¿Quién es? ¿Eh? ¿De dónde ha venido? ¿Para qué? Qué, ¿le echábamos de menos? ¿Acaso le hemos invitado? Claro —decía el ex chantre a grito pelado con sonrisa sarcástica—, como ven, lleva un traje lila muy elegante, está todo hinchado de salmón, está repleto de divisas. ¿Y uno de los nuestros, eh? ¡Qué amargura, qué amargura! —aulló Koróviev, como si estuviera en una boda a la antigua
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Este discurso estúpido, falto de tacto y, por lo visto, pernicioso políticamente, hizo que Pável Iósifovich se estremeciera de indignación; pero, aunque parezca extraño, a juzgar por los ojos del público, había encontrado el apoyo de mucha gente. Cuando Popota, llevándose a los ojos una manga sucia, exclamó con aire trágico:
—¡Gracias, fiel amigo, has defendido a la víctima! —ocurrió un milagro.
Un viejecito silencioso y de lo más decente, vestido con modestia, pero limpio; un viejecito que estaba comprando tres pasteles de almendra en la confitería, se transformó repentinamente. Sus ojos despedían un fuego de lucha; se puso rojo, tiró el paquete del pastel al suelo y gritó con voz fina e infantil:
—¡Es verdad! —agarró la bandeja, tirando los restos de la torre Eiffel de chocolate, destruida por Popota, y la agitó en el aire; con la mano izquierda quitó el sombrero del extranjero y con la derecha le atizó un golpe en la cabeza medio calva. Se oyó un ruido semejante al que hace una lámina de hierro al caer de un camión. El gordo se puso pálido, cayó de espaldas y se sentó en el barril de los arenques de Kerch, levantando un verdadero surtidor de salmuera. Entonces sucedió otro milagro. El tipo color lila gritó en ruso, al caerse en el barril, sin el menor asomo de acento extranjero:
—¡Me están matando! ¡Milicias! ¡Me están matando los bandidos! —aprendió, por lo visto, el idioma hasta entonces desconocido, como resultado de la conmoción.
Se cortó el silbido del portero y entre el tumulto de emocionados compradores aparecieron, aproximándose, los cascos de dos milicianos. Pero el pérfido Popota, igual que se echa agua en el banco de un baño público, roció el mostrador de la confitería con la gasolina de su hornillo y ésta se encendió en seguida. El fuego se alzó y se extendió a lo largo del mostrador, comiéndose las bonitas cintas de papel en las cestas de fruta. Las dependientas corrieron pegando gritos, y en seguida se incendiaron las cortinas de lino de las ventanas y en el suelo ardió la gasolina.
El público, con locos alaridos, se echó hacia atrás en la confitería, aplastando a Pável Iósifovich, innecesario ya. De detrás del mostrador de la sección de pescados los vendedores salieron en fila india, con los afilados cuchillos en la mano, y se dirigieron corriendo hacia la salida de servicio.
Una vez que se hubo liberado del barril, el ciudadano color lila, cubierto por completo de grasa de arenque, pasó por encima del salmón del mostrador y siguió a los vendedores. Sonaron y cayeron los cristales de la puerta; la gente los rompía para salvarse. Los dos sinvergüenzas, Koróviev y el glotón de Popota, desaparecieron. ¿Por dónde? Nadie lo sabe. Más tarde, los testigos presenciales del incendio en el Torgsin contaban que los dos bandidos volaron hacia el techo y allí explotaron, como dos globos de niño. Claro, que fuera precisamente así, se puede poner en duda, pero como no lo sabemos seguro, no decimos nada.
Lo que sí sabemos es que un minuto después de lo sucedido en el mercado Smolenski, Popota y Koróviev estaban en la acera del bulevar, en frente de la casa de la tía de Griboyédov. Koróviev, pasando ante la reja, dijo:
—¡Bah! ¡Si es la casa de los escritores! Sabes qué te digo, que he oído muchas cosas buenas y favorables sobre esta casa. Fíjate en ella, amigo mío. Es agradable pensar que bajo este tejado se ocultan y están madurando infinidad de talentos.
—Como las piñas en los invernaderos —dijo Popota, subiéndose sobre la base de hormigón de la reja, para ver mejor la casa color crema con columnas.
—Eso es —asintió Koróviev, compartiendo la idea de su amigo inseparable—. Y qué emoción tan dulce envuelve el corazón cuando piensas que en esta casa madura el futuro autor de
Don Quijote
o del
Fausto
, o ¿quién sabe?, de
Almas muertas
. ¿Eh?
—Da miedo pensarlo.
—Pues sí —seguía Koróviev—, se pueden esperar cosas sorprendentes de los invernaderos de esta casa, que ha reunido bajo su techo a varios ascetas, decididos a consagrar su vida al servicio de Melpómenes, Polihimnia y Talía. ¿Te imaginas el jaleo que se va a organizar cuando uno de ellos ofrezca al público de lectores
El revisor
o, en último caso,
Eugenio Oneguin
?
—Pues podía pasar —asintió de nuevo Popota.
—Sí —continuaba Koróviev, levantando un dedo con aire preocupado—. ¡Pero!... ¡Pero, digo yo y repito el «pero»!... ¡Si a estas delicadas plantas de invernadero no les ataca algún microbio, no les pica las raíces, si no se pudren! ¡Porque esto ocurre con las piñas! ¡Y tanto que ocurre!
—Por cierto —se interesó Popota, metiendo su cabeza redonda entre las rejas—, ¿qué están haciendo en esa terraza?
—Están comiendo —replicó Koróviev—. Además, mi querido amigo, en esta casa hay un restaurante que no está mal y es bastante barato. Y a propósito, como todo turista que se prepara a emprender un viaje largo, siento deseos de tomar algo y beberme una gran jarra de cerveza helada.
—Yo también —contestó Popota, y los dos sinvergüenzas se dirigieron por el caminito asfaltado bajo los tilos hacia la terraza del restaurante, que no presentía la desgracia.
Una ciudadana pálida y aburrida, con calcetines blancos y boina del mismo color con un rabito, se sentaba en una silla vienesa a la entrada en la terraza, en una esquina donde había un hueco en el verde de la reja cubierta de plantas trepadoras. Delante de ella, en una simple mesa de cocina, había un libro gordo, parecido a un libro de cuentas, en el que la ciudadana apuntaba con objetivo desconocido a todos los que entraban.
Y precisamente esa ciudadana paró a Koróviev y a Popota.
—Los carnets, por favor —dijo ella mirando sorprendida los impertinentes de Koróviev y el hornillo de Popota y su codo roto.
—Mil perdones, pero, ¿qué carnets? —pregunto Koróviev, extrañado.
—¿Son ustedes escritores? —preguntó a su vez la ciudadana.
—Naturalmente —contestó Koróviev con dignidad.
—¡Sus carnets! —repitió la ciudadana.
—Mi encanto... —empezó dulcemente Koróviev.
—No soy ningún encanto —le interrumpió la ciudadana.
—¡Ah! ¡Qué pena! —dijo Koróviev con desilusión y continuó—: Bien, si usted no desea ser encanto, lo que hubiera sido muy agradable, puede no serlo. Dígame, ¿es que para convencerse de que Dostoievski es un escritor, es necesario pedirle su carnet? Coja cinco páginas cualesquiera de alguna de sus novelas y se convencerá sin necesidad de carnet de que es escritor. ¡Y me sospecho que nunca tuvo carnet! ¿Qué crees? —Koróviev se dirigió a Popota.
—Apuesto a que no lo tenía —contestó Popota, dejando el hornillo en la mesa junto al libro y secándose con la mano el sudor de su frente, manchada de hollín.