Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
—Es Lapshénnikova, la secretaria de redacción —se sonrió Iván, que conocía muy bien el mundo que con tanta indignación describía su huésped.
—Puede ser —replicó el otro—. Me devolvió mi novela, bastante mugrienta y destrozada ya, y, tratando de no encontrarse con mi mirada, me comunicó que la redacción tenía material suficiente para los dos años siguientes, por lo que quedaba descartada la posibilidad de publicar mi novela. ¿De qué más me acuerdo? —decía el maestro frotándose las sienes—. Sí, los pétalos de rosa caídos sobre la primera página y los ojos de mi amada. Me acuerdo de sus ojos.
El relato se iba embrollando cada vez más. Decía algo de la lluvia que caía oblicua y de la desesperación en el refugio del sótano. Y había ido a otro sitio. Murmuraba que a ella, que le había empujado a luchar, no la culpaba, ¡oh, no!, no la culpaba.
Después, Iván se enteró de algo inesperado y extraño. Un día nuestro héroe abrió un periódico y se encontró con un artículo del crítico Arimán en el que advertía a quien le concerniese que él, es decir, nuestro héroe, había intentado introducir una apología de Jesucristo.
—Sí, sí, lo recuerdo —exclamó Iván—, pero de lo que no me acuerdo es de su apellido.
—Deje mi apellido, se lo repito, ya no existe —respondió el visitante—. No tiene importancia. A los dos días apareció en otro periódico un artículo firmado por Mstislav Lavróvich en el que el autor proponía darle un palo al «pilatismo» y a ese «pintor de iconos de brocha gorda» que trataba de introducirlo (¡Otra vez esa maldita palabra!).
»Sorprendido por esta palabra inaudita, “pilatismo”, abrí un tercer periódico.
»Traía dos artículos, uno de Latunski y otro firmado “N. E”. Le aseguro que las creaciones de Arimán y Lavróvich parecían un inocente juego de niños al lado de la de Latunski. Es suficiente que le diga el título del artículo: “El sectario militante”. Estaba tan absorto en los artículos relacionados con mi persona, que no advertí su llegada (había olvidado cerrar la puerta), apareció ante mí con un paraguas mojado en las manos y los periódicos también mojados. Los ojos le echaban fuego y las manos, muy frías, le temblaban. Primero se echó sobre mí para abrazarme y luego dijo con voz muy ronca, dando golpes en la mesa, que envenenaría a Latunski.
Iván se removió azorado, pero no dijo nada.
—Los días que siguieron fueros tristes, de otoño —hablaba el maestro—; el monstruoso fracaso de mi novela parecía haberme arrebatado la mitad del alma. En realidad, ya no tenía nada que hacer y vivía de las reuniones con ella. Entonces me sucedió algo. No sé qué fue, creo que Stravinski ya lo habrá averiguado. Me dominaba la tristeza y empecé a tener extraños presentimientos. A todo esto, los artículos seguían apareciendo. Los primeros me hicieron reír. Pero a medida que salían más, iba cambiando mi actitud hacia ellos. La segunda etapa fue de sorpresa. Algo terriblemente falso e inseguro se adivinaba en cada línea de aquellos artículos, a pesar de su tono autosuficiente y amenazador. Me parecía —y no era capaz de desecharlo— que los autores de los artículos no decían lo que querían decir y que su indignación provenía de eso precisamente. Después empezó la tercera etapa: la del miedo. Pero no, no era miedo a los artículos, entiéndame, era miedo ante otras cosas que no tenían relación alguna con la novela. Por ejemplo, tenía miedo a la oscuridad. En una palabra, comenzaba una fase de enfermedad psíquica. Me parecía, sobre todo cuando me estaba durmiendo, que un pulpo ágil y frío se me acercaba al corazón con sus tentáculos. Tenía que dormir con la luz encendida.
»Mi amada había cambiado mucho (claro está que no le dije nada de lo del pulpo, pero ella se daba cuenta de que me pasaba algo raro), estaba más pálida y delgada, ya no se reía y me pedía que la perdonara por haberme aconsejado que publicara un trozo de la novela. Me decía que lo dejara todo y me fuera al mar Negro, que gastara el resto de los cien mil rublos.
»Ella insistía mucho y yo, por no discutir (aunque algo me decía que no iría al mar Negro), le prometí hacerlo en cuanto pudiera. Me dijo que ella sacaría el billete. Saqué todo mi dinero, cerca de diez mil rublos y se lo di.
»—¿Por qué me das tanto? —se sorprendió ella.
»Le dije que tenía miedo de los ladrones y le pedí que lo guardara hasta el día de mi partida. Cogió el dinero, lo guardó en su bolso y me dijo, abrazándome, que le parecía más fácil morirse que abandonarme en aquel estado; pero que la estaban esperando y que no tenía más remedio que marcharse. Prometió venir al día siguiente. Me pidió que no tuviera miedo de nada.
»Eso ocurrió al anochecer, a mediados de octubre. Se fue. Me acosté en el sofá y dormí, sin encender la luz. Me despertó la sensación de que el pulpo estaba allí. A duras penas pude dar la luz. Mi reloj de bolsillo marcaba las dos de la mañana. Me acosté sintiéndome ya mal y desperté enfermo del todo. De pronto me pareció que la oscuridad del otoño iba a romper los cristales, a entrar en la habitación y que yo me moriría como ahogado en tinta. Cuando me levanté era ya un hombre incapaz de dominarse. Di un grito y sentí el deseo de correr para estar con alguien, aunque fuera con el dueño de mi casa. Luchaba conmigo mismo como un demente. Tuve fuerzas para llegar hasta la estufa y encender fuego. Cuando los leños empezaron a crujir y la puertecilla dio varios golpes, me pareció que me sentía algo mejor. Corrí al vestíbulo, encendí la luz, encontré una botella de vino blanco, la abrí y bebí directamente de la botella. Esto aminoró tanto mi sensación de miedo que no fui a ver al dueño y me volví junto a la estufa. Abrí la portezuela y el calor empezó a quemarme la cara y las manos. Clamé:
»—Adivina que me ha ocurrido una desgracia... ¡Ven, ven, ven!
»Pero no vino nadie. El fuego aullaba en la lumbre y la lluvia azotaba las ventanas. Entonces sucedió lo último. Saqué del cajón el pesado manuscrito de mi novela, los borradores, y empecé a quemarlos. Fue un trabajo pesadísimo, porque el papel escrito se resiste a arder. Deshacía los cuadernos, rompiéndome las uñas, metía las hojas entre la leña y las movía con un atizador. De vez en cuando me vencía la ceniza, ahogaba el fuego, pero yo luchaba con ella y con la novela, que, aunque se resistía desesperadamente, iba pereciendo poco a poco. Bailaban ante mis ojos palabras conocidas, el amarillo iba subiendo por las páginas inexorablemente, pero las palabras se dibujaban a pesar de todo. No se borraban hasta que el papel estaba negro; entonces las destruía definitivamente a golpes feroces del atizador.
»En ese momento alguien empezó a arañar suavemente el cristal. El corazón me dio un vuelco, eché al fuego el último cuaderno y corrí a abrir la puerta. Había unos peldaños de ladrillo entre el sótano y la puerta que daba al jardín. Llegué tropezando y pregunté en voz baja:
»—¿Quién es?
»Una voz, su voz, me contestó:
»—Soy yo...
»No sé cómo pude dominar la cadena y la llave. En cuanto entró se apretó contra mí, chorreando agua, con las mejillas mojadas, el pelo lacio y temblando. Sólo pude pronunciar una palabra.
»—Tú... ¿tú? —se me cortó la voz. Bajamos corriendo.
»En el vestíbulo se quitó el abrigo y entramos presurosos en la habitación pequeña. Dio un grito y sacó con las manos lo que quedaba, el último montón que empezaba a arder. El humo llenó la habitación. Apagué el fuego con los pies y ella se echó en el sofá, llorando desesperada, sin poder contenerse.
»Cuando se tranquilizó, le dije:
»—Odio la novela y tengo miedo. Estoy enfermo. Tengo miedo.
»Ella se levantó y habló:
»—Dios mío, qué mal estás. ¿Pero, por qué? ¿Por qué todo esto? Yo te salvaré, te voy a salvar. ¿Qué tienes?
»Veía sus ojos hinchados por el humo y las lágrimas y sentía sus manos frías acariciándome la frente.
»—Te voy a curar —murmuraba ella, cogiéndome por los hombros—. La vas a reconstruir. ¿Por qué?, ¿por qué no me habré quedado con otro ejemplar?
»Apretó los dientes indignada, diciendo algo ininteligible. Luego empezó a recoger y ordenar las hojas medio quemadas. Era un capítulo central, no recuerdo cuál. Reunió las hojas cuidadosamente, las envolvió en un papel y las ató con una cinta. Su actitud revelaba gran decisión y dominio de sí misma. Me pidió vino y, después de beberlo, habló con más serenidad:
»—Así se paga la mentira. No quiero mentir más. Me quedaría contigo ahora mismo, pero no quiero hacerlo de esta manera. No quiero que le quede para toda la vida el recuerdo de que le abandoné por la noche. No me ha hecho nada malo... Le llamaron de repente, había un incendio en su fábrica. Pero pronto volverá. Se lo explicaré mañana, le diré que quiero a otro y volveré contigo para siempre. Dime, ¿acaso tú no lo deseas?
»—Pobrecita mía —le dije—, no permitiré que lo hagas. No estarás bien a mi lado y no quiero que mueras conmigo.
»—¿Es la única razón? —preguntó ella, acercando sus ojos a los míos.
»—La única.
»Se animó muchísimo, me abrazó, rodeándome el cuello con sus brazos y dijo:
»—Voy a morir contigo. Por la mañana estaré aquí.
»Lo último que recuerdo de mi vida es una franja de luz del vestíbulo, y en la franja, un mechón desrizado, su boina y sus ojos llenos de decisión. También recuerdo una silueta negra en el umbral de la puerta de la calle y un paquete blanco.
»—Te acompañaría, pero no tengo fuerzas para volver solo. Tengo miedo.
»—No tengas miedo. Espera unas horas. Por la mañana estaré contigo.
»—Ésas fueron sus últimas palabras en mi vida. ¡Chist! —se interrumpió el enfermo levantando un dedo—. ¡Qué noche de luna tan intranquila!
Desapareció en el balcón. Iván oyó ruido de ruedas en el pasillo y un sollozo o un grito débil.
Cuando todo se hubo calmado volvió el visitante. Le dijo a Iván que en la habitación 120 había ingresado un nuevo enfermo. Era uno que pedía que le devolvieran su cabeza.
Los dos interlocutores estuvieron un rato en silencio, angustiados, pero se tranquilizaron y volvieron a su conversación. El visitante abrió la boca, pero la nochecita era realmente agitada. Se oía ruido de voces en el pasillo. El huésped hablaba a Iván al oído, pero con voz tan baja que Iván sólo pudo entender la primera frase:
—Al cuarto de hora de marcharse ella llamaron a mi ventana...
Al parecer, el enfermo se había emocionado con su propio relato. Una convulsión le desfiguraba la cara a cada instante. En sus ojos flotaban y bailaban el miedo y la indignación. Señalaba con la mano a la luna, que hacía tiempo que se había ido. Y sólo entonces, cuando los ruidos exteriores cesaron, el huésped se apartó de Iván y habló más fuerte.
—Sí, fue una noche a mediados de enero. Estaba yo en el patio, muerto de frío, con el abrigo, el mismo pero sin botones. Detrás de mí tenía unos montones de nieve que cubrían los lilos y delante, en la parte baja del muro de la casa, mis ventanas. Estaban iluminadas débilmente, con las cortinas echadas. Me acerqué a una, dentro sonaba un gramófono. Es todo lo que pude oír, pero no vi nada. Permanecí allí, inmóvil, durante un buen rato y después salí a la calle. Soplaba fuerte el viento. Un perro se me echó a los pies, me asusté y corrí al otro lado de la calle. El frío y el miedo, que ya eran mis inseparables compañeros, me ponían frenético. No tenía dónde ir. Lo más sencillo hubiera sido arrojarme a las ruedas del tranvía que pasaba por la calle en la que desembocaba mi callecita. Veía de lejos los vagones iluminados por dentro, envueltos por el hielo, y escuchaba su odioso rechinar cuando pasaban por las vías heladas. Pero, querido vecino, el miedo se había adueñado de mí, se había apoderado de cada célula de mi cuerpo, ése era el problema. Lo mismo me asustaban los perros que me atemorizaba un tranvía. ¡Le juro que no hay en esta casa otra enfermedad peor que la mía!
—Pero podía haberla avisado —dijo Iván, compadeciendo al pobre enfermo—. Además ella tenía su dinero, ¿no? Seguramente lo habrá guardado.
—No lo dude. Claro que lo tiene guardado. Pero, me parece que no entiende, o mejor dicho, yo he perdido la facultad de expresarme. Y no, no me da mucha pena de ella, ya no podría ayudarme. ¡Imagínese —el huésped miraba con piedad en la oscuridad de la noche—, se habría encontrado con una carta del manicomio! ¡Cómo se puede enviar una carta con este remite!... ¿Enfermo mental?... ¡Usted bromea! ¿Hacerla desgraciada? No, eso no lo puedo hacer.
Iván no encontró nada que decirle, pero, a pesar de su silencio, le daba mucha lástima. El otro, angustiado por los recuerdos, movía la cabeza con el gorro negro. Siguió hablando:
—Pobre mujer... Aunque tengo la esperanza de que me haya olvidado.
—¡Usted se podrá curar algún día...! —interrumpió Iván tímidamente.
—Soy incurable —contestó tranquilo—. Cuando Stravinski habla de volverme a la normalidad no le creo. Es muy humano y procura calmarme. Y no tengo por qué negar que ahora me encuentro mucho mejor. ¡Sí! ¿Qué estaba diciendo? El frío, los tranvías volando... Sabía que existía este sanatorio y traté de llegar aquí, a pie, atravesando toda la ciudad.
»¡Qué locura! Estoy convencido de que al salir de la ciudad me habría helado, pero me salvé por una casualidad. Algo se había estropeado en el camión. Me acerqué al conductor —estaba a unos cuatro kilómetros de la ciudad— y me llevé la sorpresa de que se apiadara de mí. El camión venía al sanatorio y me trajo. Fue una suerte. Tenía congelados los dedos del pie izquierdo. Me los curaron. Y hace ya cuatro meses que estoy aquí. La verdad, encuentro que no se está nada mal. ¡Nunca se deben hacer planes a largo plazo, querido vecino! Yo mismo quería haber recorrido el mundo entero; pero Dios no lo ha querido así. Sólo veo una ínfima parte de esta tierra. Supongo que no es la mejor, pero no se está mal del todo. Se acerca el verano, Praskovia Fédorovna ha prometido que los balcones se cubrirán de hiedra. Sus llaves me han servido para ampliar posibilidades. Habrá luna por las noches. ¡Oh! ¡Se ha ido! ¡Qué fresco hace! Es más de medianoche. Tengo que irme.
—Dígame, por favor, ¿qué pasó con Joshuá y Pilatos? —le pidió Iván—. Quiero saberlo.
—¡Oh, no! —respondió el huésped estremeciéndose de dolor—, no puedo recordar mi novela sin ponerme a temblar. Su amigo, el de «Los Estanques del Patriarca», lo sabe mucho mejor que yo. Gracias por su compañía. Adiós.
Y antes de que Iván tuviera tiempo de reaccionar, la reja se cerró con suave ruido y el huésped desapareció.