El maestro iluminador (25 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: El maestro iluminador
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—Parecen correctas. —Las puso en la mesa que la separaba de su hijo y Simpson—. Lo has hecho muy bien, Alfred. Tu vigilancia parece haber obrado un efecto beneficioso en las cifras de Simpson. Esta vez no hay déficit.

En ese momento la sonrisa del administrador desapareció.

—Simpson, podéis iros. Ahora quiero hablar con mi hijo en privado.

Su reverencia fue tan brusca como el golpe de la tapa de un ataúd al cerrarse.

Una vez a solas, Alfred mantuvo su postura formal, reacio, pensó Kathryn, a despojarse de su manto de adulto.

—Ya estamos solos, Alfred. No pongas esa cara. Ven a darle un beso a tu madre para hacer las paces.

Alfred no hizo el menor ademán de dar el beso solicitado. Si acaso, se puso más rígido. Metió la mano en el jubón y sacó un pergamino atado con una cuerda de seda.

—Tengo una petición para mi señora madre.

Advirtió en él una cautela nueva. Pensó en Colin postrado ante el altar de la capilla de Santa Margarita y contuvo un suspiro. Sus niños pronto serían hombres, se le escurrían entre las manos. No obstante, asintió con serenidad, no queriendo socavar su dignidad recién descubierta.

—Puedes presentar tu petición.

Él le entregó el pergamino. Kathryn reconoció el sello: sir Guy de Fontaigne. Sintió una mezcla de curiosidad e inquietud.

—Esto lleva el sello del sheriff —dijo— Creía que era una petición tuya.

—La petición es mía. En ausencia de mi padre, sir Guy es quien presenta mi petición.

—Ya veo —contestó Kathryn, rompiendo el lacre del sello—. Tienes una buena alianza.

—Una alianza creada por mi padre y de acuerdo con sus deseos, como veréis.

Kathryn examinó el contenido, leyendo con incredulidad. El horror la paralizó en su silla. Quiso acercarse a él, abrazarlo, estrecharlo contra su pecho, pero temió no poder levantarse.

—Alfred, ¿estás seguro de que esto es lo que quieres? —fue lo único que pudo decir.

—Es lo que quería mi padre para mí. Es lo que yo habría hecho si él viviese.

—Pero ¿es lo que tú quieres?

—Es lo que quiero. Al servicio de sir Guy aprenderé a ser un caballero como mi padre. Ya me he probado la cota de malla de mi padre y me cabe. Me la llevaré y sir Guy me proporcionará una montura —y añadió con frialdad—: Con vuestro permiso, claro está.

De pronto Kathryn se sintió vieja. Alrededor, el gran salón parecía más grande que nunca. A la elevada altura de las vigas un cuervo pasó volando por debajo del alero y picoteó el nido de un carrizo. Kathryn volvió a examinar el pergamino, la firma de sir Guy, afilada y angulosa como él mismo, encima del sello oficial del sheriff. Sabía que no podía negarse. Sir Guy recurriría al niño rey y a su regente Juan de Gante. Podían conseguir que su hijo se enemistara con ella, tal vez declarar que Blackingham, incluso la parte que le correspondía por la dote, pasaba a manos de Alfred. A ella la enviarían a una abadía solitaria para acabar su vida bajo la «protección» del rey. Con sólo Colin para defenderla.

Christe eleison.

No, no podía permitir que sir Guy de Fontaigne se enemistara con ella.

—Te echaré de menos —dijo con un hilo de voz.

—Estoy seguro de que encontraréis otras compañías que ocupen mi lugar. Ya os habéis alegrado antes de mi ausencia.

—No es lo mismo. Sabía que estabas cerca, podía verte cuando quisiera. —Señaló el tosco libro de contabilidad— Tu ausencia fue un sacrificio necesario para Blackingham.

A modo de respuesta, Alfred tensó el músculo de la mandíbula, una mandíbula firme y prominente, la mandíbula de Roderick.

—¿Vendrás para el banquete de Navidad? Celebraremos tu cumpleaños y el de tu hermano.

—Si sir Guy me da permiso.

Alfred permanecía firme ante ella, rígido, inflexible. Kathryn sabía que si lo abrazaba, seguiría igual. No permitiría semejante rechazo.

—Ve con la bendición de tu madre, pues —dijo, su voz poco más que un susurro.

El hizo una pequeña reverencia y se volvió para marcharse.

—¿Ni un beso, Alfred?

Él se inclinó por encima de la mesa que los separaba y tan sólo le rozó la mejilla con sus carnosos labios. Ella tuvo una visión de esa misma boca, de su boca de bebé en forma de arco pegada a su pecho, mamando con glotonería. Con lo renuente que era entonces a desprenderse, qué deseoso estaba ahora de marcharse.

Al verlo dirigirse hacia la puerta contuvo el deseo de llamarlo. No tenía poder para darle órdenes. Él se había ido al mundo y forjado otras alianzas.

—Llévate a un mozo para que te atienda. No permitiré que vayas a la casa del sheriff como un pobre, irás como un hombre. Pide que pulan la armadura de tu padre .

El se volvió hacia ella y por un momento Kathryn creyó ver en sus ojos al niño que había escondido las lágrimas entre sus faldas cuando su padre pegaba a sus hijos «para que sean más fuertes». Pero debió de imaginarlo, porque la arrogancia de su porte al andar no se prestaba a confusión cuando se despidió de ella con un gesto de la mano desde la puerta.

Kathryn no le había hecho la otra pregunta que la inquietaba desde hacía tiempo: dónde estaba el día en que asesinaron al sacerdote. Habían pasado meses. Seguramente ya no importaba a nadie, salvo a ella. Ya estaba llorando la pérdida de su hijo cuando de pronto sonó una campana de alarma en su mente. Al pasar a servir al sheriff, Alfred lo introducía en el círculo de los asuntos de la familia. Y aunque nunca había ido a cazar con un halcón encaramado en la muñeca, Kathryn sabía reconocer a un depredador cuando lo veía.

Se quedó largo rato sentada en el silencio del gran salón, reflexionando sobre su doble pérdida. En siete días, dos de los tres hombres más importantes de su vida se habían ido. Y el tercero empezaba a alejarse. Christe eleison. Señor, ten piedad.

El cuervo también estaba quieto, posado en las vigas del techo, junto al nido, como si esperara el regreso de los carrizos. El declinante sol de la tarde atravesaba las estrechas ventanas, originando sombras alargadas que se cernían sobre Kathryn, pequeña y sola en su gran silla de roble.

XII

Arrodillóse ella a su lado y desenfundó el puñal de hoja ancha y brillante para vengar a su hijo, su único descendiente.

BEOWULF
(Poema épico anglosajón del siglo VIII)

Al levantarse de la cama, unas cuantas pieles apiladas en el suelo de troncos de álamo (un suelo de tierra no se endurecería en el pantano), el enano atizó las compactas brasas para avivar el fuego y luego salió a orinar. El alba: el olor de la esperanza naciente, el mundo que se despereza, todavía no del todo despierto. Aquí y allá, un canto vacilante prorrumpía en el silencio de las criaturas nocturnas que bostezaban antes de conciliar el sueño diurno. Respiró hondo en la bruma que flotaba sobre el pantano. El joven espectro del sol forcejeaba por abrirse paso a través de la niebla. Medio Tom había visto más que suficientes amaneceres como ése para saber que el sol vencería. Al final haría buen día, un raro obsequio para mediados de noviembre: el día de San Martín. Pero Medio Tom no celebraba los días de los santos. Tampoco iba a la iglesia, ni siquiera a la espléndida y nueva San Pedro de Mancroft, la iglesia del mercado de Norwich, con sus estridentes campanas. Seguía el calendario de los cambios en las fases de la luna.

Con marcas en la rama de un sauce llevaba la cuenta de los días de mercado, no de los santos. Al echar un vistazo a la rama marcada vio que era el segundo jueves de noviembre, día de mercado en Norwich. Si salía ya, llegaría a mediodía, justo antes de que el mercado cerrara. Parecía que se avecinaba un invierno duro, y ésa podía ser su última oportunidad hasta la primavera. Se podría obsequiar con una o dos pintas. Incluso a lo mejor le daba tiempo de ver a la mujer santa. El camino de regreso a casa por la noche sería largo, pero podía cobijarse en el carromato de heno de algún campesino hasta que saliera la luna creciente y luego atravesar las tierras pantanosas.

Entró a coger una torta y un pescado seco para el trayecto.

Había construido su choza de una sola habitación a partir de un álamo doblado por el viento y la había techado con juncos del río Vare. La choza era sorprendentemente compacta y lo resguardaba de los vientos invernales que soplaban del este. Además, era un refugio. Sus torturadores no se atrevían a seguirlo hasta el corazón del pantano, la garganta lodosa de la ciénaga podía engullir a un caballo y su jinete en cuestión de segundos, succionando a sus suplicantes víctimas bajo la arena.

El fuego de turba, humeante sobre la piedra de la chimenea en el centro de la habitación, con su cómoda silla situada justo enfrente, lo invitaba a quedarse. La silla, que coincidía con su talla infantil, había sido construida ingeniosamente en una curva donde el tronco torcido por el viento se replegaba sobre sí mismo. Pero tendría tiempo de sobra en las largas noches de invierno para sentarse ante el fuego, tiempo de sobra para tejer sus cestos —para colmenas, anguilas, redes de pesca, bastones con las ramas de sauce que había cortado en primavera y pelado en verano. También tendría tiempo de sobra para soñar, para cantarse las canciones que había oído a los trovadores errantes que iban al monasterio donde había pasado su infancia, canciones sobre las hazañas heroicas del poderoso Beowulf.

En esos sueños de invierno, el alma de Medio Tom habitaba en el gran guerrero. Tras comer su trozo de pescado seco y beber su caldo de nabo, el enano se ponía a dar brincos por la habitación retando a las sombras parpadeantes con su espada de madera de sauce. En su imaginación, Medio Tom era Beowulf. Era él quien juraba fidelidad al señor Hrothgar, quien empuñaba la brillante espada contra el monstruo Grendel y suspiraba de satisfacción cuando su hoja se hundía en la blanda garganta de la enorme bestia marina. Casi sentía el chorro de sangre caliente. ¿Olía igual que la sangre de cerdo? Era Medio Tom, un hombre alto, un gigante valiente —los trovadores loaban su fama—, quien seguía a la vengativa madre de Grendel hasta su guarida en el pantano. Era Medio Tom quien «clavó la espada en la garganta y partió los aros de hueso» de la madre de Grendel. Era Medio Tom quien veía cómo se derretía el acero de su espada en el veneno de la sangre del monstruo.

En momentos más reflexivos —pues cuando no soñaba con las maravillosas y alocadas hazañas de esa otra vida, tenía tiempo para pensar— se permitía preocuparse, mostrar un poco de comprensión humana, por el monstruo. ¿Acaso la mano caprichosa de Wyrd no había despertado en Grendel el apetito por la carne humana? ¿No significaba eso, pues, que el monstruo era inocente? ¿Acaso el destino no los convertía a todos ellos en monstruos? Los monstruos no se hacían solos. y luego estaba la madre, feroz en su venganza, feroz en su amor. Medio Tom envidiaba a Grendel por tener semejante madre.

«Hijo del diablo», lo llamaban algunos. «Engendro de duende.» Se le había corroído el alma por semejantes palabras hasta convertirse en una piedra pulida, dura y resplandeciente. Si Dios, no el diablo —eso lo sabía porque la mujer santa le había asegurado que el diablo no podía crear—, si Dios no lo había terminado al crearlo, tenía que haber una razón.

«Dios creó todo lo creado y Dios ama todo lo que creó», había dicho la anacoreta. Sus palabras habían sido tan tranquilizadoras y ella le había prodigado un cariño tan maternal que también él había acabado por creérselo.

Cogió su arpón de anguilas en forma de tridente y se dirigió a donde el Yare vertía sus aguas poco profundas en un lago situado en un meandro. Con un movimiento de su musculoso brazo, ensartó un gran lucio en el fondo del río y luego lo levantó, con la cola sacudiéndose y salpicando, para meterlo en el cesto de mimbre. Un buen pescado para su amiga. Un buen regalo para la mujer santa.

Al final del día de mercado, tras su segunda pinta de cerveza de tercera calidad —no era tan rico como para permitirse la de primera— y tras su visita a Julián de Norwich, en lugar de ir hacia el oeste y su casa en el pantano, Medio Tom enfiló hacia el norte y Aylsham. Tenía un mensaje para el iluminador, su Hrothgar particular. Esta vez no entregaría el mensaje a un criado. Había prometido a la mujer santa que entregaría en mano los papeles que llevaba debajo de su túnica.

No le cogía de camino, y estaba más lejos de lo que estaba Norwich de su casa: había doce millas hasta Aylsham y luego otras dos para llegar a Blackingham, en dirección contraria, y empezaba a oscurecer. Pero era lo mínimo que podía hacer. Había contraído una gran deuda con el iluminador.

Pensó en lo buena que la madre Julián había sido con él.

Entendía sus necesidades como nadie. Conocía su dolorosa soledad, más aún, celebraba su pequeñez. La primera vez que fue a verla, él había vertido su amargura contra un Dios que había hecho de él medio hombre en un mundo que exigía gigantes. Ella lo había mirado con compasión, un sentimiento al que él estaba tan poco acostumbrado que al principio no lo reconoció. Ella cogió una avellana de un cuenco colocado en el alféizar, se inclinó hacia delante y la sostuvo ante sus ojos. «¿Ves esto, Tom? —porque casi nunca lo llamaba por el insulto que era su nombre y que le pusieron los monjes que lo encontraron ante su puerta— Es una avellana. Nuestro Señor me enseñó una cosa muy pequeña, no más grande que esto, que parecía estar en la palma de mi mano, y era tan redonda como una pelota. La miré con el ojo de mi comprensión y pensé: ¿Qué es esto...

Le abrió la mano callosa, le puso en la palma la avellana y luego siguió. «Entendí lo siguiente: "Es todo lo creado". Algo tan pequeño, toda la creación. Un mundo no mayor que una avellana, a salvo en la mano protectora de Cristo. Me pregunté cuánto duraría. Parecía como si de pronto se fuera a desintegrar de lo pequeño que era. Y mi comprensión recibió una respuesta: "Dura, y durará siempre, porque Dios lo ama. Y lo mismo ocurre con todos los seres: por el amor de Dios".»

Eso había ocurrido hacía tres años, y la avellana que Medio Tom llevaba en una bolsa de piel de zorro colgada alrededor del cuello se mantenía tan sólida, dura y redonda como cuando Julián la había depositado en la palma de su mano. Para él eso era suficiente milagro. Los abades ya podían atesorar sus huesos de santos en relicarios de oro batido con piedras preciosas incrustadas, él no necesitaba más reliquia sagrada que esa.

El sol, aunque frío, brillaba en el cielo mientras Medio Tom avanzaba hacia el norte por la carretera en que ya casi no se veía a ningún peregrino. La mayoría había concluido el viaje en Norwich y los otros habían buscado cobijo para reanudar su peregrinaje al día siguiente. Había que ser muy valiente, o tonto, para estar en la carretera tras ponerse el sol, cuando bandidos y forajidos salían a reclamar sus derechos con puñales y garrotes. Medio Tom sintió un profundo alivio cuando vio los últimos rayos del agonizante sol reflejados en la fachada de mampostería de Blackingham.

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