Read El Loro en el Limonero Online
Authors: Chris Stewart
Tras cruzar el hilillo de agua del río Seco, descendí a grandes zancadas hacia la vega —los campos de olivos, naranjos y hortalizas que rodean el pueblo— y tomé la carretera hacia Tíjola. La carretera entraba y salía serpenteando de los barrancos para luego ir subiendo y bajando por los cerros, y sus bordes estaban revestidos de una suave hierba recién salida y matas de oxalis de un amarillo deslumbrante. Entre el oscuro follaje de los naranjos y limoneros colgaban multitud de frutos de vivos colores, algunos de los cuales rodaban por la carretera aquí y allá. Al aparecer las primeras casas, los perros del pueblo, que yacían acostados en el asfalto caliente, se pusieron de pie para ladrarme.
«Adiós», decían las mujeres del pueblo asomándose entre las nubes de geranios y margaritas que crecían en sus patios plantadas en latas viejas de pintura. «Adiós», les replicaba saludándolas con el brazo. En España es así como se saluda normalmente a alguien al pasar1. Puede que parezca algo raro decirle adiós a una persona que se te acerca, pero si pasas de largo la cosa tiene una cierta lógica.
Dejé atrás Tíjola y tomé el camino que asciende entre rocas y matorrales hasta la cresta situada al extremo de nuestro valle. Cuando llegué a lo alto me descolgué la bolsa del hombro y me senté en una roca caliente para mirar la vega que acababa de atravesar. A mis pies se extendía un mosaico de campos bien cuidados de diferentes colores y texturas. Un penacho de humo azulado se elevaba por la atmósfera serena, y el sol arrancaba destellos a las plateadas cintas de agua que serpenteaban entre los campos. Pensé en los oscuros bosques de pinos de Suecia aguantando a duras penas su pesada carga de hielo y me permití esbozar una amplia sonrisa de satisfacción. Entonces volví a echarme al hombro la bolsa y comencé a subir la última parte de la cuesta.
Aparte del ruido que hacían mis pies al avanzar pesadamente por el polvo de la carretera, lo único que se oía era el fragor del río allá abajo precipitándose por la garganta. Tras unos minutos más de marcha alcancé la hendidura de la roca que es el primer lugar desde el que puede divisarse nuestra casa, El Valero, pequeña y distante al otro lado del río. Un enorme eucalipto oculta la vista de la casa desde la carretera, pero distinguía los campos del lado del río con su cosecha de alfalfa, así como el verde más intenso de los bancales de riego por debajo de la acequia (uno de los canales ele riego árabes que conduce el agua por la ladera desde el río hasta el cortijo). Más arriba, veía las ovejas moviéndose entre los matorrales, mientras que cerca de ellas Lola, mi yegua, atada en el cauce del río, se espantaba las moscas con la cola.
«Casi estoy en casa», pensé al doblar la curva del camino y alcanzar el almendro seco, el lugar en que los visitantes anuncian su llegada tocando el claxon del coche o con un grito. Así pues, formando bocina con las manos, lancé un grito. No es un sonido fuerte, pero a lo largo de los años Ana y yo lo hemos perfeccionado hasta conseguir el tono adecuado que nos permite oírnos el uno al otro desde los rincones más apartados del valle. Incluso si no oímos el grito, nunca falla en conseguir que los perros se pongan a ladrar y, efectivamente, pude distinguir el ladrido agudo de Big, el terrier, el de bajo profundo de nuestra perra pastor Bumble y un sonoro graznido de Bonka, su madre. No es fácil explicar por qué un perro tiene que graznar como un pato, pero Bonka siempre lo ha hecho así y me apenaría que alguna vez cambiara.
Vislumbré una esbelta figura que saludaba con el brazo desde el bancal de los mandarinos. Se trataba de Ana. Apretando los ojos, intenté fijarme en los detalles —se había cortado el pelo, no, era un gorro— pero estaba demasiado lejos para distinguirlo bien. Entonces un árbol empezó a moverse frenéticamente y de repente apareció bajo una de sus ramas, moviendo los brazos con entusiasmo, una pequeña figura con una mata de pelo rizado rubio: Chloë, mi hija de cinco años. Grité un poco más, di voces y saltos moviendo frenéticamente los brazos, y entonces me adentré a grandes zancadas en el valle. Es una sensación rara el poder ver tu casa desde lo alto durante un tiempo antes de llegar a ella, como si se te estuviera ofreciendo un avance en exclusiva. Aún me quedaban más de veinte minutos para alcanzarla.
Caminé otro kilómetro más a lo largo de la carretera, que por aquí estaba espectacularmente cortada en la roca por encima del río, y después bajé deslizándome y resbalando por el empinado sendero que conduce a la acequia. A medida que iba avanzando por su orilla a la sombra de los eucaliptos, el aire se iba haciendo más fresco gracias al rápido discurrir de las aguas.
Por fin tomé la pista que descendía hasta el lecho del río y comencé a avanzar aguas arriba hacia el puente. En el banco de guijarros junto al río descubrí la figura de un hombre fornido de baja estatura con sombrero de paja y la camisa rota. Estaba en cuclillas, medio escondido entre los matorrales, absorto al parecer en algo que había en el suelo. Se trataba de Domingo, mi vecino.
Domingo me vio en el mismo momento en que yo le descubrí, y me hizo señas para que me acercara. Se encontraba inclinado pensativamente sobre una oveja de aspecto enfermo, hurgándole aquí y allá. Le separó uno de los párpados y escudriñó el interior del ojo.
—Es lo de siempre —dijo sin mirar hacia arriba—, los ojos como papas. Mira, no tienen ningún color.
Domingo no tiene ninguna dote para los saludos.
La oveja yacía en el suelo con los flancos palpitantes y ese aire resignado que suelen tener las ovejas.
—No tiene demasiado buen aspecto —observé, pensando en realidad que estaba en las últimas.
—No, no lo tiene —respondió sonriéndome—. Pensaba que podía ser el hígado. He notao cómo les han salio algunos quistes en el hígado a un par de ovejas que han muerto hace poco. Pero también tenían el estómago lleno de albaida, con lo que es difícil saber de qué murieron. (La albaida es la Anthyllis cytisoides, un arbusto de flor amarilla que tapiza los montes, y que en esta época del año está lleno de flores y semillas —un sabroso aperitivo de alto contenido en proteínas si se mordisquea con moderación, pero que a menudo resulta mortal si se consume de manera desaforada).
—¿Cómo demonios sabes eso, Domingo? —exclamé—. Normalmente es necesaria una autopsia para descubrir esas cosas.
Domingo se encogió de hombros.
—Bueno, no le sirven pa' ná a nadie cuando están muertas, ¿no? Qué más da abrirlas y echarles una ojea por dentro. —Dicho esto, dio una palmada en el costado de la oveja y le dio la vuelta para que se enderezara—. Pero ésta se recuperará, aún no está demasiao mal.
Poniéndose de pie, se estiró y se secó el sudor de la frente con el brazo, mientras yo miraba a la oveja alejarse tambaleándose para luego dejarse caer a la sombra de un tamarisco. Creo que a mí no se me da mal diagnosticar las enfermedades ovinas, pero al parecer Domingo estaba en una clase más avanzada que yo.
—Entonces —dijo alargando la mano con una amplia sonrisa—, ¿cómo te ha ío en Suecia?
—No me ha ido mal —respondí y, espoleado por este comienzo inusitadamente expansivo, le conté lo de mi contrato para escribir un libro mientras él me escuchaba en silencio.
—¡Um!, no está mal si te gustan esas cosas —comentó, comenzando acto seguido a hablarme de una disputa sobre pastizales. Me sentí curiosamente decepcionado por su falta de interés.
—¿Y tú, Domingo, cómo van las cosas en tu lado del río? ¿Y cómo está Antonia?
—'Tamos bien —respondió—. También he estao haciendo otras cosas. Tendrías que venir a verlas. ¿Por qué no vienes... —dijo bajando los ojos mientras empujaba una piedra con la punta del zapato—... o venís tós a cenar mañana por la noche?
Y eso fue todo, una simple invitación, hecha con una cierta dosis de embarazo. Pero creo que los dos la reconocimos como algo diferente. En los trece años que llevaba viviendo en el valle, nunca antes me había invitado Domingo formalmente a cenar a su casa. Era evidente que la vida de cada uno de nosotros se había desviado levemente de su eje: yo me encontraba de pronto con un contrato en la mano para escribir un libro, y Domingo se dedicaba a extender invitaciones para cenar.
Le miré socarronamente durante unos momentos.
—Bueno... sí, por supuesto que iremos —le dije.
Seguimos de pie un rato más mientras Domingo me explicaba los problemas que estaba teniendo con unos cazadores y unos propietarios del cerro que había a nuestras espaldas. Después, desatando su burra de los carrizos donde la había amarrado, mi vecino se montó en ella y echó a andar al trote camino arriba, mientras yo seguía andando hacia el puente absorto en mis pensamientos y preguntándome qué capricho del destino había querido que Domingo hubiera formado pareja con una escultora holandesa.
Durante casi cuarenta años Domingo había llevado una vida tranquila y más bien solitaria en el cortijo de su familia. Parecía bastante satisfecho, pero su vida y su trabajo apenas se beneficiaban de su aguda inteligencia y su sed de nuevas ideas y conocimientos. Una breve temporada trabajando en Barcelona en una fábrica había puesto fin a las ansias de conocer mundo que hubiera podido sentir, pero a cambio se puso a aprender todo lo posible acerca de las ideas y costumbres noreuropeas de sus vecinos extranjeros, Joop yMarijke, una pareja holandesa que vivía valle abajo, en La Cenicera, y nosotros.
Y entonces un verano llegó una holandesa pecosa de pelo castaño llamada Antonia. Se dedicaba a hacer esculturas de los distintos animales que había en nuestro valle y decidió quedarse, haciendo un improvisado hogar del cortijo abandonado de La Herradura. Las ovejas de Domingo pacían de vez en cuando en La Herradura, pero el verano en que Antonia empezó a vivir allí se convirtieron en parte de la decoración, pastando en la finca hasta dejarla como una mesa de billar. Para cuando empezaron las lluvias de octubre, Domingo había convencido a Antonia para que se fuera a vivir con él a su cortijo, e inmediatamente después comenzó a reconstruir la casa para alojar a su primer y único amor |unto con su taller de artesanía.
Antonia regresó a Holanda, en donde pasó gran parte del invierno obteniendo encargos y ocupándose del fundido en bronce de sus modelos, pero a principios de primavera regresó al valle. Ana me había escrito diciendo que se habían hecho inseparables y que en aquellos momentos estaban trabajando juntos arreglando el viejo y destartalado cortijo de Domingo. Yo estaba intrigado por ver qué es lo que estaba sucediendo.
Atravesé nuestro desvencijado puente de madera hasta alcanzar los verdes campos a orillas del río. Allí, los penachos gigantes del bosque de eucaliptos se elevan por encima de los olivos que bordean el campo de alfalfa. La propia alfalfa, salpicada de florecillas azules, tiene el más profundo color verde que uno pueda imaginar, y en verano con solo mirarla sientes una sensación de frescor. En este lugar el camino atraviesa lo que es prácticamente un túnel de gigantescas zarzamoras, tamariscos y retama, y a partir de ahí comienza la cuesta que asciende hasta la casa.
Éste es el momento en que siempre suelen empezar a asaltarme preocupaciones acerca de mi vuelta a casa. ¿Estarían Ana y Chloë tan contentas de verme como me habría gustado pensar que lo estaban, o se mostrarían frías y un tanto molestas de que hubiera vuelto a introducirme en sus vidas justo cuando se habían acostumbrado a estar sin mí? ¿Les decepcionaría que después de tantas semanas de separación siguiera siendo el mismo tipo normal y corriente de antes? A medida que subía penosamente la cuesta iba dándole vueltas a estos pensamientos, hasta que de pronto, bajando a toda velocidad, llegaron los perros meneando el rabo locos de alegría, saltando y cubriéndome de polvo y de babas. Ellos sí sabían quién era yo y les importaba un bledo que fuera del montón. Eso me dio ánimos.
Entonces, antes de que me diera tiempo a extender los brazos, Chloë se lanzó de golpe contra mi pecho. Cuando miré hacia arriba entre aquel amasijo de brazos, piernas y patas vi a Ana sonriendo en la terraza. Chloë miró al mismo tiempo y los tres nos sonreímos tímidamente.
A la tarde siguiente, con una botella de vino bajo un brazo y balanceando a Chloë entre Ana y yo con el otro, atravesamos el valle y nos encaminamos a paso lento a la casa de Domingo y Antonia. Por detrás se oía el aullido lejano de los perros, que veían con malos ojos que les dejáramos atados en la terraza. El aire era mucho más fresco en el fondo del valle, y una casi imperceptible brisa nos traía el olor embriagador de la retama en flor, junto con alguna que otra esporádica vaharada a estiércol de oveja.
El tinao de Domingo (el pequeño patio cubierto que constituye la principal zona de estar de todas las casas alpujarreñas) tenía muchas más flores y plantas de las que yo recordaba, y la oscura cocina de antes contaba ahora con una claraboya, una reciente innovación que consistía en un agujero abierto en el tejado y cubierto por el parabrisas de la vieja furgoneta Mercedes que, desde que yo recordaba, había permanecido arrumbada entre los matorrales junto al gallinero. Esto había mejorado las cosas de tal manera que ahora uno podía ver lo que estaba haciendo en la cocina. Antes la madre de Domingo había tenido que efectuar sus tareas más bien al tacto y por instinto.
Acercamos nuestras sillas a la mesa, en el centro de la cual había un tarro de mermelada con una de esas hermosas etiquetas adhesivas para conservas caseras pegada en su exterior. Lo cogí y le di la vuelta distraídamente. En la etiqueta se leían las palabras «Mermelada de membrillo y nueces», escritas con una cuidadosa letra.
—Es buena, pero me parece que le puse demasiao membrillo —dijo Domingo—. Ésta es mejor, llévatela a tu casa —y me entregó otro tarro que había en un estante, esta vez con una etiqueta donde ponía «Níspero y jengibre».
—¿Quién ha hecho las etiquetas? —pregunté.
—Yo —dijo Domingo.
—Domingo tiene unas ideas extrañas sobre la mermelada —comentó Antonia, como si el experimentar con mermeladas fuera la ocupación más natural de un pastor alpujarreño—. Pero a veces dan un resultado muy bueno. Esa de ahí es deliciosa.
Ana me miró con intención y me dio un puntapié por debajo de la mesa para que no me quedara con la boca abierta, mientras Antonia nos servía a todos un misterioso mejunje que había preparado, sazonado con jengibre y cilantro recién cortado. A medida que sus sabores orientales inundaban mis sentidos, me puse a pensar que algo extraño estaba sucediendo en nuestro pequeño valle.