El lobo de mar (35 page)

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Authors: Jack London

BOOK: El lobo de mar
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Maud estaba a mi lado acariciándome dulcemente, y decía:

—Bueno, bueno; todo se arreglará. La razón está de nuestra parte, y todo saldrá bien.

Me acordé de las frases de Michelet, recliné la cabeza en el regazo de Maud, y realmente volví a sentirme fuerte. Aquella bendita mujer era para mí un infalible manantial de fuerza y energía. ¿Qué importaba aquel retraso, aquella tardanza? La marea no podría haber arrastrado muy lejos los mástiles. Únicamente habría que buscarlos y remolcarlos hasta allí. Y además, aquello me serviría de lección. Pudo haber esperado a que nuestro trabajo hubiese estado más adelantado para destruirlo más eficazmente.

—Ahí viene —murmuró Maud.

Levanté los ojos. Wolf Larsen paseaba lentamente por el lado de babor de la toldilla.

—Haga como que no le ve —dije en voz baja—. Viene a gozarse en su obra. No demostremos que nos hemos enterado. Le podemos negar esta satisfacción. Quítese los zapatos, eso es, y llévelos en la mano.

Entonces nos pusimos a jugar al escondite con el ciego. Cuando pasaba a babor, nosotros nos deslizábamos a estribor; y desde la toldilla le vimos volverse y dirigirse a popa en nuestro seguimiento.

El debió conocer por algún indicio que nos hallábamos a bordo, porque dijo: "Buenos días" con mucha seguridad, y esperó que le fuera devuelto el saludo. Después pasó a popa, y nosotros huimos a proa.

—¡Oh! Sé que estás a bordo —gritó, y vi cómo luego de hablar escuchaba atentamente.

Me trajo a la memoria el búho, que cuando acaba de lanzar su grito lúgubre se queda acechando los movimientos de su presa asustada. Pero nosotros no nos movimos y sólo andábamos cuando andaba él. Y así, cogidos de la mano, nos esquivamos por la cubierta como un par de chiquillos perseguidos por un ogro, hasta que Wolf Larsen, evidentemente disgustado, dejó la cubierta y bajó a la cabina. En nuestros ojos brillaba la alegría y sonreíamos contentos cuando nos pusimos los zapatos, y trepando por la barandilla saltamos al bote. Y cuando miré a los ojos claros de Maud, olvidé todo el daño que Wolf Larsen me había hecho, y únicamente supe que la amaba y que ella me comunicaba la energía para abrirme el camino que debía conducirnos al mundo.

CAPITULO XXXVI

Durante dos días Maud y yo recorrimos el mar y exploramos las playas, en busca de los mástiles perdidos, pero hasta el tercero no los encontramos. Los hallamos todos, las cizallas incluidas, aunque en el lugar más peligroso, al pie del promontorio sudoeste, batido por las olas. ¡Y cómo trabajamos! Regresamos a nuestra pequeña ensenada, cerrada ya la noche, para proseguir en los días sucesivos nuestro desesperado esfuerzo.

Hubo un momento en que, completamente extenuados de fatiga, quise abandonarlo todo; pero Maud se opuso, significándome que era el único medio de libertarnos. De no poder navegar en el Ghost, habríamos de permanecer hasta la muerte en aquella isla desconocida, a la que no abordarla nadie.

—Se olvida del bote que hallamos en la playa —le recordé.

—Era un bote de cazadores —replicó—, y demasiado sabe usted que si los hombres se hubieran salvado, hubiesen vuelto para hacerse ricos en este criadero.

No hubo más remedio sino seguir hasta lograr reunir los mástiles, después de esfuerzos inauditos. Regresábamos a nuestra isla, a través de un mar agitado. A las tres y media de la tarde doblamos el promontorio sudeste. No solamente estábamos hambrientos, sino que además sufríamos el tormento de la sed; teníamos los labios secos y agrietados y ya ni siquiera podíamos humedecerlos con la lengua. Entonces el viento fue amainando gradualmente hasta el anochecer, en que calmó del todo y yo volví a remar, pero débil, muy débilmente. A las dos de la madrugada la proa del bote tocó la playa de nuestra ensenada interior, y dando traspiés lo amarré. Maud no podía tenerse de pie y yo no tenía fuerza suficiente para llevarla. Me dejé caer en la arena a su lado y cuando me hube recobrado la cogí por debajo de los brazos y la arrastré hasta la cabaña.

Al día siguiente no trabajamos; dormimos hasta las tres de la tarde, al menos yo, pues al despertar hallé que Maud estaba ya guisando la comida. Era admirable lo pronto que se reponía; en aquel cuerpo frágil como un lirio había tal tenacidad y tal actividad de las fuerzas vitales, que difícilmente podían conciliar con su debilidad aparente.

—Ya sabe usted que mi viaje al Japón tenía por motivo mi salud —dijo, cuando después de comer nos quedamos junto al fuego, deleitándonos con aquella inacción—. En realidad, nunca he sido muy fuerte, y como los médicos me recomendaron un viaje por mar, elegí el más largo.

—¡Qué poco sabía usted lo que elegía! —dije riendo.

—Pero esta experiencia me convertirá en una mujer distinta y más fuerte —repuso ella, y hasta creo que mejor. Cuando menos, me habrá servido para la perfecta comprensión de la vida.

Al día siguiente, no bien amaneció, desayunamos y nos pusimos al trabajo.

Tres días necesitamos aún para disponerlo todo y tener al fin un molinete rudimentario, que no daba el rendimiento del anterior, pero que hacia posible mí trabajo.

Al otro día subí a bordo los dos masteleros, y pronto funcionaron las cizallas lo mismo que antes. Aquella noche dormí sobre cubierta junto a mi trabajo, y Maud, que se negó a quedarse sola en tierra, se acostó en el castillo de proa. Wolf Larsen había estado dando vueltas por allí y escuchando cómo reparaba el molinete, pero no había hablado sino de cosas indiferentes. Ninguno de los tres aludimos para nada a la destrucción de las cizallas y él tampoco volvió a decirme que de— jara el barco. Sin embargo, seguía temiéndole, pues aunque ciego e impotente, siempre estaba al acecho, y yo, por si acaso, procuraba estar fuera del alcance de sus brazos mientras trabajaba.

Esta noche, estando dormido debajo de mis cizallas, me despertó el ruido de sus pasos sobre cubierta. A la luz de las estrellas pude distinguir la sombra de su cuerpo andar de un lado a otro; salí de bajo las mantas y le seguí descalzo para que no me oyera. Había cogido un cuchillo del cajón de las herramientas y se disponía a cortar las drizas del foque mayor que había yo atado de nuevo. Las tanteó con la mano y descubrió que no estaban bastante tirantes, de forma que le era imposible utilizar el cuchillo, por lo que tiró de los extremos de las cuerdas, las puso en tensión, las ató, y entonces se preparó a cortar.

—Convendría que dejase eso —le dije en voz baja.

Oyó cómo amartillaba la pistola y se echó a reír.

—¡Hola, Hump! —dijo—, ya sabía que estabas ahí; tú no puedes engañar a mis oídos.

—No es verdad, Wolf Larsen —le contesté en el mismo tono de antes—. Pero como estoy aguardando impacientemente la ocasión de matarle, empiece a cortar cuando quiera.

—La ocasión la tienes siempre —repuso con desdén.

—Empiece a cortar.

—Prefiero no darte ese gusto —dijo riendo, y desapareció de la cubierta.

—Hay que hacer algo, Humphrey —advirtió Maud a la mañana siguiente cuando le hube contado lo ocurrido—. Si ese hombre sigue en libertad, nos hará alguna trastada. Es capaz de hundir el barco o prenderle fuego. Habremos de amarrarle.

—Pero, ¿cómo? Yo no me atrevo a ponerme al alcance de sus brazos, y además, él sabe que mientras su resistencia sea pasiva no puedo matarle.

—Urge buscar una solución.

—Ya la tengo —dijo al fin.

Cogí una maza de les que servían para la caza de focas.

—Esto no le matará —continué—, y antes de que vuelva en si le habré atado fuertemente.

Maud volvió la cabeza con un estremecimiento.

—No, eso no... Debemos emplear otro medio menos brutal; esperemos.

Pero no hubimos de esperar mucho; el problema se resolvió por si solo. Después de varias tentativas hallé el punto de equilibrio del palo de trinquete, sujeté el aparejo elevador unos cuantos pies más arriba y nos dedicamos a nuestro trabajo.

Mientras tanto, Wolf Larsen había subido a cubierta. En seguida notamos en él algo extraño. La indecisión de sus movimientos era más pronunciada. Junto a la escalera de la toldilla titubeó, se pasó una mano por los ojos con aquel gesto suyo tan peculiar, descendió los peldaños dando traspiés y cruzó la cubierta con el mismo paso inseguro, tendiendo los brazos en busca de apoyo. Al llegar cerca de la bodega, recobró el equilibrio y allí permaneció un buen rato como si fuera presa de vértigos, pero de pronto se le doblaron las piernas y se desplomó sobre el entarimado.

—Le ha dado un ataque —dije al oído de Maud.

Ella sacudió la cabeza, y sus ojos reflejaron profunda compasión.

Nos acercamos a él; respiraba convulsivamente. Maud le levantó la cabeza a fin de que la sangre no le congestionara y me envió a la cabina por una almohada. Traje también mantas y le instalamos lo mejor que pudimos. Le tomé el pulso, que latía con fuerza y casi era normal. Esto me extrañó y me hizo sospechar.

—¿Y si fuese una superchería? —dije sin abandonarle la muñeca.

Maud movió la cabeza y me dirigió una mirada de reproche; pero en aquel mismo instante la muñeca se me escapó de entre los dedos y aquella mano se cerró sobre la mía como un cepo de acero. Lancé un grito horrible e inarticulado, y cuando me rodeó el cuerpo con el otro brazo y me atrajo hacia él con un abrazo terrible, vi en su rostro una expresión de triunfo.

Me soltó la mano, pero me pasó el brazo por detrás de la espalda y me sujetó los míos de forma que me era imposible moverme. Con la mano libre me apretó la garganta, y en aquel momento tuve el amargo presentimiento de una muerte muy merecida por mi imbecilidad. ¿Por qué me habría puesto al alcance de aquellos brazos formidables? Sentí en el cuello el roce de otras manos, las de Maud, que se esforzaban en vano por soltar la garra que me estrangulaba. Viendo la inutilidad de su empeño, dio un alarido que me llegó al alma. Era el mismo que había oído al hundirse el Martínez.

Yo tenía la cara contra el pecho de Wolf Larsen y no podía ver nada, pero sentía que Maud daba vueltas por allí y finalmente corría por la cubierta. Esto ocurrió rápidamente. Aún no habla perdido yo el conocimiento, y sin embargo, el tiempo que transcurrió hasta que de nuevo oí acercarse sus pasos, me pareció interminable. En aquel preciso instante, sentí caer el cuerpo del hombre; cesó de respirar y su pecho se hundió bajo mi peso. Su garganta vibró con un profundo gemido. La mano que me oprimía la garganta aflojó la presión, dejándome respirar, mas se movió y otra vez volvió a apretar; pero con toda su voluntad, no pudo vencer la debilidad que le invadía. Aquella voluntad se quebró, se había desmayado.

Rodé hasta quedar de espaldas sobre la cubierta, jadeante y parpadeando a la luz del sol. Inmediatamente mis ojos se dirigieron al semblante de Maud, que estaba pálida, pero tranquila. Sorprendí en su mano una pesada maza.

Al cruzarse nuestras miradas soltó la maza como si de pronto la hubiese pinchado, y al mismo tiempo agitó mi corazón una gran alegría. Ahora sí que era verdaderamente mi mujer, mi compañera, que luchaba conmigo y por mí como lo hubiese hecho la compañera de un hombre de las cavernas. Despertaba todo lo que había en ella de primitivo, haciéndola olvidar su cultura y endureciéndola a despecho de la civilización en que había vivido.

—¡Mujer adorable! —exclamé poniéndome de pie.

Un momento después la estrechaba entre mis brazos, mientras ella lloraba convulsivamente, apoyada la cabeza en mi hombro. Vi la gloria de sus cabellos castaños brillando a la luz del sol como un tesoro. Y entonces incliné la cabeza y le besé el cabello dulcemente, tan dulcemente, que ella no se enteró.

Luego acudieron a mi mente pensamientos más razonables. Al fin y al cabo, no era sino una mujer que lloraba, una vez pasado el peligro, en los brazos de su protector o del que ella había salvado. La situación no hubiese sido otra de haberse hallado en mi lugar su padre o su hermano. Además, el sitio y la ocasión no eran los más apropiados para una declaración amorosa y yo quería también ganarme mejores derechos a ello, por lo que volví a besarle el cabello dulcemente al sentir que se apartaba de mis brazos.

—Esta vez fue un ataque de verdad —dijo—, un golpe como el que le dejó ciego. Al principio fingió, pero luego lo sufrió realmente.

Le cogí por los sobacos y le arrastré hasta la escalera. Yo sólo no podía meterle en una litera, pero con la ayuda de Maud le coloqué en el borde y le hice rodar dentro de una litera baja.

Sin embargo, esto no era todo; me acordé de las es posas que había en su camarote, y que usaba con los marineros. Fui por ellas; y cuando le dejamos estaba esposado de pies y manos. Por primera vez, en muchos días, respiré con entera libertad. Al subir a cubierta sentía como si me hubiesen quitado un peso de encima de los hombros. Al propio tiempo, viendo que Maud se me aproximaba, me pregunté si ella también notaría lo mismo, mientras nos dirigíamos hacia donde el palo de trinquete se hallaba pendiente de las cizallas.

CAPITULO XXXVII

En seguida nos trasladamos al Ghost, ocupando nuestros antiguos camarotes y guisando desde aquel día en la cocina. Nos hallábamos muy a gusto, y el palo de trinquete, suspendido de las improvisadas cizallas, daba a la goleta una apariencia en actividad que parecía la promesa de una próxima partida.

El ataque sufrido por Wolf Larsen, fue seguido de una notable pérdida de sus facultades. Maud lo descubrió por la tarde, al tratar de darle alimento. Ella le habló, pero no obtuvo respuesta. Estaba acostado sobre el lado izquierdo y era evidente que sentía grandes dolores. Su desasosiego le hizo volver la cabeza, quedando así la oreja izquierda libre de la presión de la almohada. Al instante oyó, y Maud vino corriendo a advertirme lo que sucedía.

Oprimiéndole la almohada sobre la oreja izquierda, pregunté a Wolf Larsen si me oía, pero no contesté; luego la quité, repitiendo la pregunta, y respondió afirmativamente.

—¿Sabe que está sordo de la oreja derecha? —le dije.

—Sí —repuso en voz baja pero enérgica—, y más aún, tengo afectado todo el costado. Parece como dormido. No puedo mover el brazo ni la pierna.

—¿Fingimos otra vez? —le interrogué, enojado.

Sacudió la cabeza, y en su boca inflexible se dibujó una sonrisa extraña y torcida Digo torcida porque sólo apareció en el lado izquierdo, mientras los músculos de la parte derecha de la cara permanecían inmóviles.

—Esta es la última hazaña del Lobo —dijo—. Tengo una parálisis y nunca más volveré a caminar. ¡Oh, únicamente dispongo del otro costado! —añadió, como si advirtiera la mirada de sospecha que dirigía a su pierna izquierda—. Es una lástima —continuó—. Hubiese preferido terminar contigo antes, Hump, y si desistí, fue porque te creí aniquilado.

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