Dicho esto calló por breves instantes y en sus labios se dibujó un gesto apenas perceptible que parecía ser un intento de sonrisa; luego, hablando en voz más elevada, continuó así:
—Como bien sabe usted, nuestros teólogos afirman que, en lo referente a las religiones, el paso del politeísmo al monoteísmo es un progreso admirable.
»Pero los teólogos de los «principios inmortales» consideran que un paso similar, en política, constituye un error y una vergüenza.
»Si tuviera que revelar el fondo de mi pensamiento político, diría que para mí el régimen ideal seria la libertad perfecta de todos, o sea la anarquía. Mas para que la anarquía fuera posible se precisaría una transformación radical de la naturaleza humana. La sociedad ideal debería estar formada por un pueblo de gentilhombres, de caballeros inteligentes, guiados por algún santo genial. Pero bien sabe usted que la honradez, la bondad y la inteligencia son muy raras y muy frágiles en todos los pueblos y en todos los tiempos. Sabe usted también que los santos escasean, y que aun cuando los hubiera, difícilmente se dedicarían al gobierno de los pueblos; siempre prefirieron practicar el renunciamiento en la tierra a fin de lograr la felicidad en el cielo.
»Si el género humano hubiera sido transformado profundamente, no habría necesidad de gobernantes y mucho menos de amos de mi especie. Pero la sabiduría y la virtud de los sabios antiguos no logró cambiar a los hombres y al cabo de casi dos milenios tampoco pudo hacerlo el Cristianismo. Si los filósofos, sabios, educadores, apóstoles y sacerdotes, hubieran hecho de los brutos seres humanos otros tantos seres amables o por lo menos razonables, no habría necesidad de monarcas, presidentes, magistrados, y mucho menos de tiranos.
»Los hombres han continuado siendo egoístas y feroces. Para domar a fieras tales se precisa la magia verbal del encantador y, más que nada, el látigo del domador. Las tribus humanas no se rigen con razonamientos ni afectos. Se precisa excitar la fantasía e inspirar temor, como lo enseña tanto la historia antigua como la moderna. El animal-hombre únicamente transige si se apela a su pasión de ser rapaz y se le amenaza con privarle de la libertad y la vida. No es culpa mía que la materia prima esencial de la política sea de tan baja calidad. El triunfo de los dictadores es consecuencia de tres fracasos: de la filosofía, de la religión, del capitalismo democrático, con sus ficciones, sus espejismos, sus envidias. Los filósofos, sacerdotes y parlamentarios condenan con gestos de horror a la dictadura, pero no se dan cuenta de que ellos precisamente son los principales responsables de lo que llaman tiranía. Si hubieran sido más capaces, más poderosos y más afortunados, yo no ocuparía este lugar.
»Y ya que le hablo en confianza y puedo decir a un extranjero lo que no diría a ninguno de mis compatriotas, le haré saber que me sentiría feliz si no me viera obligado a ejercer el durísimo arte de la dictadura. Como todo lo que deseamos, el poder parece ser mucho más hermoso cuando todavía no lo poseemos. Le aseguro a usted que pensar, querer, decidir, hablar con tantos millones de servidores mudos, es un horrible y fatigoso trabajo. Esto sin contar la ambición de los compañeros de antaño, la imbecilidad de los ejecutores, la hipocresía de los amigos, la malicia de los enemigos y todos los demás peligros que trae consigo la concentración del poder en los autócratas. Le aseguro que estoy cansado, disgustado y hasta arrepentido. Hay en mi vida horas de tan insoportable angustia, que he sentido, cosa que me avergüenza, la vil tentación del suicidio. Los que me juzgan se equivocan, los que me odian son injustos, pero los que me envidian son los más insensatos de todos los idiotas. Mi infelicidad es tan grande que un día u otro provocaré una guerra, más terrible que la anterior, a fin de salir de la caverna de mi secreta miseria. Si venzo en esa guerra seré emperador de la tierra, o sea, algo mejor que un simple dictador local; si la pierdo, seré muerto, es decir, me veré liberado del angustioso peso del mando.
»Para corresponder a mi franqueza le ruego que no repita ni una sílaba de lo que le he dicho, antes de mi muerte. Si me traiciona, mi venganza sabrá alcanzarle en cualquier rincón del mundo. Puede irse. No le digo hasta que nos volvamos a ver, porque cuento con que mañana abandonará usted Berlín para siempre.
Me quedé estupefacto y atontado con todo lo que me había dicho aquel hombre y apenas tuve fuerzas para levantarme y saludar. En la antecámara me aguardaba un oficial, quien quiso acompañarme hasta la puerta de mi cuarto en el hotel.
(DE GOETHE)
Weimar, 6 de abril.
Pagando una suma enorme logré fotografiar en el archivo secreto de la casa de Goethe las hojas de apuntes de una obra incompleta escrita por el poeta del
Fausto,
obra a la que los herederos, ignoro por qué razón, han querido tener oculta y que jamás fue impresa.
Hice transcribir y traducir para mí esas desconocidas cuartillas, tituladas
La sublevación de los Dioses
, y que datan del año 1810. El viejo pagano, que comprendió poco o nada el Cristianismo, imagina que los caídos dioses de las religiones antiguas no están muertos, sino que viven en una especie de Olimpo que dista igualmente del infierno y del cielo. Númenes derribados, lo han perdido todo: honores y culto, pero no han perdido la existencia. Viven en una especie de melancólico apartamiento, algo similar a los Ades de los griegos, piensan y discurren entre sí recordando con resignada nostalgia las glorias y gestos de los tiempos idos.
El venerable Zeus sostiene aún en su cansada mano los rayos apagados; Juno se ha convertido en una harpía enfermiza; la belleza de Venus se ha marchitado; Apolo ya perdió su nimbo solar; Minerva, triste y llena de achaques, se parece más y más a su mochuelo; Marte se muestra flojo y lento como un guerrero veterano reblandecido por la vida sedentaria; Neptuno, expulsado ya del océano, se parece a un monstruo marino abandonado e inerte en la playa.
«Los esplendorosos dioses de Grecia —escribe Goethe— parecen ser una tropa de sórdidos mendigos a los que se ha desprovisto hasta la de la esperanza de obtener limosnas. Incluso las nueve Musas parecen decrépitas y trasquiladas ovejas que se apretujan para atenuar la frialdad de la vejez».
Solamente Dionisio, dios de la ebriedad y de la resurrección, conserva algún reflejo de las antiguas fuerzas. ¿No será acaso similar al nuevo Dios victorioso, que amó como él el fruto de la vid y resucitó de la muerte? Y un buen día Dionisio se apresta a sacudir del torpor a sus compañeros, los reúne en asamblea y con verbo alado les reprocha y anima:
«¿Fue en verdad justa nuestra condena? Han pasado ya dieciséis siglos desde que se abatieron nuestros santuarios y se echaron por tierra nuestras estatuas, pero ¿acaso los hombres llegaron a ser más virtuosos y felices? ¿No éramos nosotros más benignos para con la mísera vida de los mortales? Zeus, el padre supremo, era llamado también Soter, el liberador; Heracles redimía a los hombres del terror de los monstruos; Prometeo les proporcionó los inestimables bienes de la civilización; Orfeo dominaba a las fieras y consolaba a la tierra con su canto. Después de nuestra derrota y abatimiento, ¿cuál ha sido la suerte de los hombres? Han llorado y orado ante la imagen de un Dios ensangrentado y traspasado por la lanza, han invocado a su llorosa Madre sufriente, han martirizado sus carnes y se han cubierto la cabeza de cenizas. Pero a pesar de todo no son menos malvados que antes y según parece son aún más infelices. El pálido Galileo, a pesar de su amor y de su sacrificio, no logró hacer que los hombres fueran más perfectos. Todavía hoy, al cabo de tantos siglos, los hombres odian y sufren, se traicionan y matan, se dejan vencer por las tentaciones y pasiones.
»¿No será llegada ya la hora de liberarlos otra vez?, ¿no es deber nuestro sublevarnos con la injusta condena que nos envilece en la impotencia? Si aún queda en vuestra alma algún tenue resplandor de vuestra divinidad, ¡os llamo a la sublevación y a la redención!
El discurso del dios ebrio causó efectos varios: los Semidioses, los Héroes, los Sátiros y los Faunos, rodearon a Dionisio gritando que lo seguirían, que estaban dispuestos a la lucha. Pero los Dioses mayores permanecieron indiferentes y silenciosos. Dionisio, airado ante esa actitud, los apostrofó con palabras punzantes. Entonces la sabia Atena se puso de pie, y habló diciendo:
—Al cabo de tantos siglos aún tu cabeza está ofuscada por los vapores del vino. Si los hombres nos abandonaron y renegaron de nosotros, ello fue señal clara de que no estaban satisfechos de nosotros. Y en caso de que su traición para con nosotros hubiera sido, de su parte, error y culpa, entonces es perfectamente justo que purguen esa culpa con el acrecentamiento de su angustia. He dicho.
Después de Minerva habló el venerable Zeus, padre de los dioses y de los hombres, diciendo así:
—Tus palabras, Dionisio, son las propias de un tonto que jamás supo aprender nada del dolor. Si recordaras los ejemplos que brindamos a los hombres, no te sentirías agitado ahora por alocados pensamientos de hallar otra oportunidad para vencer. No siento ningún rencor contra el Dios crucificado. Supo Él ser puro para enseñar la pureza, supo ser amante para enseñar el amor, supo sufrir para enseñar la resurrección. Los hombres precisaban un Dios que en realidad estuviera por encima de la humanidad, y nosotros fuimos humanos, demasiado humanos y hasta celosos de la felicidad humana. Así, pues, sabe que…
Ahí concluye el texto inédito de Goethe, y nadie podrá adivinar jamás cuál fue el final de la singular Sublevación de los Dioses.
(DE KIERKEGAARD)
Copenhague, 6 de enero.
Entre los manuscritos inéditos de la colección Everett hallé una libreta con apuntes desordenados, escritos en lengua dinamarquesa; lo traje aquí a Copenhague a fin de que me los tradujeran.
El joven profesor Olaf Rasmussen, después de examinar el cuadernillo me dijo que se trata de pensamientos inéditos de un valor inestimable, pues ha reconocido la escritura del famoso Sóren Kierkegaard, primer patriarca del existencialismo.
Según parece, Kierkegaard tenía la intención de escribir, antes de morir, una obra nueva, y tal vez esos apuntes en mi poder son la prueba última de su pensamiento. El profesor Rasmussen fotografió una a una todas las páginas de la libreta e hizo para mí una diligente traducción del contenido.
El libro del malhadado filósofo hubiera tenido por título
Vida igual a muerte,
y su comienzo era el siguiente:
Platón escribió que la filosofía es una preparación para la muerte. Pero debió haber dicho que la vida misma, en su conjunto, no es otra cosa que la preparación y actuación progresiva de la muerte. Lo que llamamos vida es la agonía, más o menos prolongada, entre la salida de la Nada y el regreso a la Nada. Entiendo la Nada en el sentido material y humano. En verdad, la fe nos asegura que su verdadero nombre es Dios, pero no se cambia la sustancia de las cosas, porque la existencia en el abismo divino, antes y después de nuestra fugaz aparición terrena, continúa siendo para la mente humana un misterio, o sea, en definitiva, similar a la Nada».
Al nacer se comienza a morir. Según los físicos y los médicos, cada día se anula alguna partecita de nosotros. Por lo tanto, la vida no es resistencia contra la muerte, como alguno podría pensarlo, sino una cotidiana aceptación de la misma, o sea, no otra cosa que una forma de la muerte…».
Cuando el místico dice que es necesario morir al mundo no hace más que repetir lo que en realidad nos sucede a todos y todos los días. El vivir no es más que un continuo renunciar, una pérdida perpetua, una anulación jamás interrumpida».
El asceta, el místico y el santo no hacen más que esforzarse por abreviar los tiempos, por acelerar esa disolución universal de los vivientes».
* * *
Dios condenó al hombre a una sepultura diaria en el sueño, para recordarle esta verdad saludable y fundamental: no hay diversidad sustancial entre la vida y la muerte.
* * *
Quizá Dios creó a Eva durante el sueño, facsímil de la muerte de Adán, para enseñarnos que la vida no puede proceder sino de la muerte.
* * *
En el Breviario Romano hay un texto que dice así:
Media vita in morte sumos.
La diferencia profunda entre los hombres es solamente ésta: que los muertos se burlan de estar vivos, mientras que algunos vivos saben con certeza que están muertos en cuanto están
nel mezzo del cammin di nostra vita.* * *
Lo que muchos consideran ser propiedades de la vida, amor, creación, felicidad, para los ojos del filósofo y del cristiano se demuestra ser completamente imposible. El amor, que debería ser ensimismamiento, no es más que el sueño de dos egoísmos solitarios; la creación, incluso en los genios más poderosos, es tan sólo una final confesión de impotencia; la felicidad no existe sino como ilusión relativa del pasado o como ilusión que se ubica en el futuro. Por lo tanto, la vida no existe en realidad, por esto existe solamente su opuesto: la muerte.
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Mi agonía a la que, víctima también yo del error común, frecuentemente denominé vida, está por concluir. Pero, si en la vida no hallamos otra cosa que muerte, lícito es suponer que el estado denominado por nosotros muerte, por retorsión o devolución dialéctica será la vida, aquella vida verdadera, que anhelamos inútilmente en la prolongada agonía de la tierra.
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Cristo fue condenado a muerte ya desde su nacimiento (la matanza de los inocentes en Belén) para significar el fin último y supremo de su venida al mundo: ser muerto. Entre esas dos condenas a muerte, la de Herodes y la de Caifás, adquiere consistencia y significado la «vida» de Jesús. Es el Muerto por excelencia, y por esto es el Único que tiene poder para resucitar a los demás y a Sí mismo.
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Las palabras de Cristo: «Dejad que los muertos entierren a sus muertos», son incomprensibles si no se acepta la identidad entre la Vida y la Muerte. ¿Cómo podrían los muertos, en el sentido vulgar de la palabra, cavar fosas y depositar los cadáveres? Simplemente, Cristo quiere significar que tanto los sepultureros como los difuntos pueden ser denominados con un mismo nombre, dado que están en una misma condición: muertos.
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Los muertos están todavía vivos, tal fue el gran descubrimiento de los primitivos. Los vivos están muertos; tal fue el descubrimiento de la moderna filosofía existencialista.
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En este lecho en el que me hallo tendido, ¡oh Señor!, no concluyo de vivir, sino que concluyo de morir. La Resurrección no tendría sentido….