El libro negro (11 page)

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Authors: Giovanni Papini

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BOOK: El libro negro
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Y Francisco de Azevedo concluyó diciendo:

—A pesar de la colección de las Venus mi vida continúa siendo triste y desconsolada. Me veo obligado a aturdirme en los negocios así como otros se aturden en el juego o en la guerra.

Desde aquella velada no he vuelto a ver al negociante portugués, y no tengo deseo ninguno de verlo nuevamente.

Conversación 26
EL ELOGIO DEL FANGO

El Cairo, 2 de febrero.

El profesor Denis Poissard, el más original de los egiptólogos vivientes, me invitó a escuchar una conferencia que pronunciaría en el Liceo Francés de El Cairo. Más que el orador mismo, quien por lo demás es un hombre de múltiples recursos, me atraía el tema de su conferencia:
Les gloires de la boue.

Comenzó el conferenciante con una vigorosa protesta contra el sentido despectivo que se atribuye generalmente a la palabra «barro», «fango». Tirar fango, quiere decir acusar a un pueblo o a un hombre; «el fango que sube» significa en la jerga de los catones puritanos la denuncia de los progresos de la corrupción en la vida pública, en el modo de vestir o en las costumbres.

Declaró Poissard con acentos conmovidos que esas expresiones son un insulto a la verdad. Según él, también las formas de la materia inerte tienen derecho al respeto y a la justicia. Manifestó que el fango no puede ser sinónimo de fealdad o de vergüenza, porque la civilización humana no habría sido posible sin él.

En todos los sitios del mundo, gran parte de los edificios está hecha con ladrillos, y éstos no son más que porciones de barro endurecido y enrojecido por el fuego. Las hermosas casitas de Holanda y los protervos rascacielos de Nueva York no son más que conjuntos de barro cocinado en los hornos. En la antigua Babilonia los ladrillos adquirieron aún mayor dignidad, puesto que sirvieron como pergamino y papel para transmitir los poemas de los dioses y las gestas de los reyes mediante caracteres cuneiformes grabados en los mismos.

Una de las artes más nobles y útiles, la escultura, ni siquiera sería concebible sin la creta, o sea, sin el barro. Las terracotas, como su nombre lo indica, no son más que fango plasmado armoniosamente por las manos de los artistas o artesanos, y no sólo esto sino que, además, la mayoría de las estatuas de bronce y de mármol fueron modeladas con barro antes de ser traducidas a materiales más duraderos. El mismo Miguel Ángel, que ha quedado en la imaginación de la gente como el titán capaz de lograr sus estatuas en mármol con la violencia de su cincel, siempre comenzaba recurriendo al limo de los ríos Arno o Tíber para hacer previamente los modelos de sus creaciones. Y acaso, ¿no dice expresamente el Génesis, que el primero y máximo estatuario, Jahveh, modeló a Adán con «el limo de la tierra»?

El país de los lotófagos, descrito por Homero, nos hace recordar que para algunos pueblos primitivos, el barro fue un alimento. Y por lo demás, muchos de nuestros alimentos, ¿qué otra cosa son sino barro transformado y sublimado por el calor del sol? La fertilidad fabulosa del antiguo Egipto se debía, como ya lo escribía Heródoto, al fango del Nilo. Si algunas veces el lodo dejado por el río era escaso, los súbditos de los faraones se veían condenados al hambre.

El barro siempre ha estado en relación necesaria con las bebidas y los comestibles. Toda la cerámica y vajilla de la antigüedad, muchas veces agraciada con la pintura, y también en gran parte la alfarería moderna, tesoro de la gente pobre, no son más que trozos de barro que han pasado por el torno y por los hornos. Las ánforas griegas y etruscas, los búcaros españoles, los huacos peruanos, la vajilla del Renacimiento, todas son cosas que llenan los armarios y vitrinas de todos los museos del mundo.

Pero tiene el barro una gloria, la más singular y significativa, que hasta ahora no ha sido captada por la sutileza de los historiadores:

—He descubierto —exclamó el profesor Poissard con aire triunfal—, que las grandes civilizaciones de la tierra han nacido y han florecido en el barro. Los emigrantes africanos que fundaron el Imperio Faraónico eligieron como sede el valle del Nilo inundado por el fango de ese río; Asiria y Babilonia crearon sus ciudades en medio de las regiones palustres formadas por los ríos de la Mesopotamia; China tuvo su primer foco de vida civilizada en los aguazales fangosos del Hwang-Ho; una gran parte de los actuales Países Bajos no es más que cieno arenoso conquistado al mar».

»Las más famosas ciudades de Europa son hijas del barro. El valle donde nació Florencia era un inmenso pantano situado entre el río Arno y el monte de Fiésole; París nació en las barrosas orillas del Sena; su nombre antiguo, Lutecia, significa precisamente lodosa, fangosa; Venecia surgió en las islitas barrosas de la laguna; Berlín, entre las aguas estancadas y fangosas del Spree; San Petersburgo, en el fangoso estuario del Neva.

»La historia universal —concluyó diciendo el profesor Poissard—, podría ser compendiada en esta breve fórmula: Las civilizaciones comienzan en el fango y concluyen en la sangre.

Cuando el conferenciante cesó de hablar fueron poquísimos los aplausos que se oyeron. Yo me había divertido mucho oyéndole, y fui el único que tuvo el valor necesario para aproximarse a la cátedra y estrechar la mano del ingenioso reivindicador de las
Gloires de la boue.

Conversación 27
LA INTERROGANTE DEL MONJE

Monasterio de Zografo (Monte Athos), 9 de julio.

Desde hace algún tiempo me siento atraído por los santuarios, y no sé con claridad cuál es la causa. He querido visitar ahora estos celebradísimos monasterios, en los que, según se me ha dicho, viven aún cenobitas contemplativos similares a los que durante la Edad Media se hallaban por todas partes. Acompañado de un pintoresco intérprete, con ribetes de teólogo, he pasado varios días en estas fortalezas sagradas que se aferran a la montaña, pero nada vi que saliese de lo común. Hombres encapuchados, casi todos ancianos y con barbas grises o blancas, absortos y taciturnos, pero con poca luz en sus rostros.

Esta noche me acaba de suceder una aventura extraña. Soy huésped en una hostería del monasterio en la que me asignaron una pequeña celda de paredes cubiertas con mediocres iconos de fondo dorado. Era ya medianoche y no había podido dormir, quizás a causa de las muchísimas tazas de café que había bebido durante el día. En un momento dado sentí que se abría cautelosamente la puerta de la celda y noté una escasa claridad. Me senté en el lecho, algo asustado, y vi entrar a un monje de elevada estatura, un viejo barbudo que llevaba un farol en la mano. Con lentos pasos se aproximó a mi lecho y clavó en mi rostro dos ojos ardientes, pero sin decir palabra. Confieso que me quedé en suspenso y temblando, porque aquel rostro me recordaba a otros vistos años antes en una casa de salud para enfermos mentales.

El monje posó el farol sobre una mesita adosada al muro y siempre de pie y sin quitarme los ojos, me interrogó así en buen inglés:

—¿Será verdad? ¿Será todo verdad? ¿Está usted seguro de ello?

No comprendí de qué verdades me hablaba y nada respondí, me sentía cada vez más turbado por aquella extraña visita.

—Usted viene desde lejos —continuó diciendo el monje—, ha viajado por muchas regiones del mundo, ha conversado con personas de todas las razas, religiones y, según parece, se siente atraído por las cosas de la religión. Y por todo esto yo le pregunto si cree que todo lo que enseña y profesa nuestra religión es verdadero, absolutamente verdadero.

Le respondí que yo no era ni teólogo ni santo, y que no me sentía capaz de resolver de buenas a primeras un problema semejante. Añadí que a una pregunta tal cada uno responde por su lado, de acuerdo a sus conocimientos y a sus experiencias espirituales. Como si no hubiese comprendido mis palabras, el monje continuó hablando con mayor vehemencia:

—Quizá no entiende usted por qué le planteo con tanta ansiedad mi interrogante. Todo el sentido y el valor de mi vida dependen de su sí o de su no. Cuando era niño, creí, creí todo, y por anhelo de una vida de perfección que me acercara con mayor seguridad a Dios, me hice monje. Piense en que hace ya sesenta años que practico esta vida, una vida de soledad, de renunciamiento, de sacrificio, de oración y mortificación. A pesar de la constancia de mi vocación monástica me veo asaltado, desde hace algún tiempo, por una duda atroz. Si mi fe no correspondiese a la verdad, si la otra vida fuera un invento de la esperanza, si no lograse como recompensa la bienaventuranza eterna…, ¿se da usted cuenta?, entonces yo habría hecho la permuta más absurda que se puede imaginar, habría rechazado los únicos bienes reales de la única vida que me ha sido acordada; habría trocado el todo por la nada. No he conocido ninguna de las alegrías y goces que consuelan los esfuerzos de los mortales. Hubiera podido gozar del amor de las mujeres, del orgullo de la paternidad, del descubrimiento de las naciones y del arte, quizás hasta de los triunfos que brinda el poder y de las dulzuras de la gloria. No he vivido como hombre viviente sino como un autómata al servicio de Dios. Pero ¿si no hubiera Dios? ¿Si no se cumpliese ninguna de las promesas? En el decurso de sesenta años he hecho una vida monótona, encerrada, pobre, melancólica, con la única garantía de una fe que vacila en mi corazón y a veces se apaga por completo precipitándome hacia la desesperación. No querría haberme equivocado, no querría haber entregado doradas manzanas a cambio de un puñado de áridas cenizas, no querría haber fundado sobre la nada toda una existencia de recluso soñador. Por todas estas razones a todos los que vienen desde lejos, desde el mundo de los hombres, les pregunto en la noche si eso es verdad, si es absolutamente cierto lo que he creído y esperado. ¡Respóndame en nombre de Dios o en nombre de Satanás!

Finalmente comprendí que me las tenía que ver con un frenético perseguido por ideas obsesionantes. Con la esperanza de lograr calmarlo le dije que, en cualquiera de los casos, su elección había sido la mejor, que la vida del mundo hace pagar a precio durísimo los pocos momentos de placer imaginario que les tocan en suerte a los hombres, que una vida solitaria y tranquila, libre de las desilusiones y de las traiciones, es ya de por sí un premio grande, aun cuando no existiera una recompensa después de la muerte.

El monje me escuchó de mal talante, sacudiendo su cándida cabezota. Me pareció que su rostro se pasmaba y se contraía más que nunca, como el de un condenado al oír su sentencia. Luego, sin decir palabra tomó el farol y se alejó sin saludarme. ¿Quizá pretendía que yo, con pocas palabras, más geométrico, le demostrara en breves fórmulas la existencia de Dios y la eficacia de la Redención? Eso no podía ser más que el deseo de un psicasténico.

Huelga decir que no pude recuperarme de la sacudida causada por tan extraña visita, y que durante la noche no pude cerrar los ojos. Hoy mismo me alejaré del Monte Athos.

Conversación 28
EL MUSEO DE LOS DESPOJOS

Estambul, 8 de marzo.

Un estimado sacerdote maronita al que conocí pocos días antes y que me demuestra sincero aprecio, me dijo hoy por la mañana:

—Ya ha visto todas las maravillas que es obligatorio ver en Constantinopla, desde Santa Sofía hasta el Gran Bazar. Pero no ha visto aún la curiosidad más curiosa de esta sorprendente Bizancio: el Museo de los Despojos.

—Jamás oí hablar de él.

—¿Está libre? Podemos ir en seguida. El propietario del museo, Muzafer, es amigo mío.

—Vayamos.

Ya en una de las más viejas y tortuosas calles del sector imperial, el buen maronita me hizo entrar por una puertecita que conducía a un hermoso patio, en el que una fuente cantarina ponía una nota de alegría. Pocos momentos después bajó el dueño de la casa, un turco venerable, vestido al estilo antiguo, corpulento y obsequioso, que en seguida nos acompañó para visitar su pequeño pero singular museo.

—El amigo Muzafer —dijo el buen sacerdote— ha querido reunir aquí aquellos complementos de la vida que los hombres, habitualmente, descartan o desdeñan.

En la primera sala se veían expuestos en cajas o estuches de buen gusto lentes de todas formas y colores, viejos espejuelos con aros de hierro o de cuerno, algunos empañados, polvorientos, estriados de trizaduras.

Junto a las lentes se veían ojos de vidrio, celestes y castaños, que mostraban una mirada inmóvil y siniestra.

Luego se veía una rica colección de dentaduras y dientes, con agarraderas de oro viejo y paladares de gutapercha que parecían arrancados a calaveras de mandíbulas rechinantes.

Venían luego las pelucas, de hombre y de mujer, negras como cepillos de lustrar zapatos, rubias como sobrantes de panojas, blancas con una blancura sucia y amarillenta, semejantes a colas recortadas de caballos decrépitos, casi todas carcomidas y excoriadas, míseros trofeos de difuntas coqueterías.

En otra sala, se exhibían hileras de senos de goma, de ventreras elásticas, de cintos para herniados, untuosos y descortezados. En una vitrina grande estaban alineadas muletas de todas las formas y tamaños, manos artificiales, brazos mecánicos, piernas ortopédicas, costillas de cuero y de metal para paralíticos.

En una tercera salita vimos un casquete de plata que había formado parte de un cráneo, también un riñón postizo, un canuto que había servido de tráquea, narices de cera y un
phallos
muy bien imitado. Muzafer nos acompañaba, pero sin decir palabra. Se contentaba con extender su carnosa mano hacia los objetos que le parecían más notables. Pero todos aquellos despojos me parecían más repugnantes que curiosos.

Finalmente salimos de allí. El sacerdote maronita había notado mi desilusión, y me habló así:

—Si el Museo de los Despojos no le ha satisfecho, la culpa es suya. Usted no está acostumbrado a la meditación cristiana acerca de la caducidad de la vida y la victoria de la muerte. Esos pobres restos, testimonios de imperfecciones y desventuras humanas, pueden inspirar pensamientos saludables parecidos a los que los antiguos eremitas lograban en la contemplación de una calavera, y tal vez hasta más profundos, puesto que más dolorosos, dado que la calavera es siempre obra arquitectónica y divina, mientras que los adminículos recién vistos son sucedáneos desmañados y tristes que fabrica el ser humano para atenuar u ocultar sus miserias corporales, y sin lograr siempre ese objetivo. Por mi parte, voy frecuentemente al Museo de mi amigo Muzafer, y me sirve como escenario de ejercicios espirituales, me enseña humildad y resignación, me recuerda lo que mentaba un poeta italiano: «La infinita vanidad de todo».

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