—No lo sé. Señora Montoya, me temo que estoy esperando una importantísima…
—Lo he intentado en todas partes: hoteles, albergues, alquileres de barcos, incluso su barbero. Localicé a su esposa en Torquay, y me dijo que no le había comentado adonde iba. Espero que eso no signifique que estará por ahí con una mujer en vez de en Escocia.
—No creo que el señor Basingame…
—Sí, bueno, ¿entonces por qué nadie sabe dónde está? ¿Y por qué no ha llamado ahora que la epidemia aparece en todos los periódicos y vids?
—Señora Montoya, yo…
—Supongo que tendré que llamar a los guías del salmón y también a los de la trucha. Si le encuentro, se lo haré saber.
Colgó por fin, y Dunworthy soltó el receptor y se quedó mirándolo, convencido de que Andrews había intentado llamar mientras estaba hablando con Montoya.
—¿No dijo que hubo un montón de epidemias en la Edad Media? —preguntó Colin. Estaba sentado junto a la ventana con el libro en las rodillas, comiendo panecillos.
—Sí.
—Bueno, pues no las encuentro. ¿Cómo se escribe?
—Prueba con Peste Negra.
Dunworthy esperó un ansioso cuarto de hora y luego trató de llamar a Andrews otra vez. Las líneas seguían colapsadas.
—¿Sabía que hubo Peste Negra en Oxford? —le dijo Colin. Se había ventilado los panecillos y había vuelto a las pastillas de jabón—. En Navidad. Igual que nosotros.
—La infección no puede compararse con la peste —respondió él mirando el teléfono como si pudiera hacerlo sonar con la fuerza de su voluntad—. La Peste Negra mató entre un tercio y la mitad de la población europea.
—Lo sé. Y la peste era mucho más interesante. La transmitían las ratas, y te salían esos enormes bobos…
—Bubas.
—¡Bubas bajo los brazos, y se volvían negras y se hinchaban hasta que eran enormes y entonces te morías! La infección no hace nada de todo eso —se lamentó. Parecía decepcionado.
—No.
—Y la gripe es sólo una enfermedad. Había tres tipos de peste. La bubónica, que es la de las bubas, la neumónica, que se te metía en los pulmones y tosías sangre, y la septiescénica…
—Septicemia.
—La septicemia que se te metía en la sangre y te mataba en tres horas y el cuerpo se te ponía todo negro. ¿No es apocalíptico?
—Sí.
El teléfono sonó justo después de las once, y Dunworthy lo cogió de nuevo, pero era Mary, diciendo que no podría ir a cenar.
—Hemos tenido cinco nuevos casos esta mañana.
—Iremos al hospital en cuanto reciba mi llamada —prometió Dunworthy—. Estoy esperando que telefonee uno de mis técnicos. Voy a hacer que venga y lea el ajuste.
Mary parecía cansada.
—¿Lo has aclarado con Gilchrist?
—¡Gilchrist! ¡Está muy ocupado planeando enviar a Kivrin a la Peste Negra!
—De todos modos, creo que deberías decírselo. Es el decano en funciones, y sería absurdo enfrentarte con él. Si algo ha salido mal, y Andrews tiene que abortar el lanzamiento, necesitarás su cooperación. —Le sonrió—. Lo discutiremos cuando vengas. Y cuando estés aquí, quiero que te vacunes.
—Creía que estabais esperando el análogo.
—Sí, pero no me acaba de convencer cómo responden los casos primarios al tratamiento recomendado por Atlanta. Unos pocos muestran una leve mejoría, pero Badri está peor. Quiero que la gente de alto riesgo reciba potenciación de leucocitos-T.
A mediodía, Andrews no había llamado todavía. Dunworthy envió a Colín al hospital para que se vacunara. Regresó con aspecto dolorido.
—¿Tan malo fue? —preguntó Dunworthy.
—Peor —dijo Colin, aupándose al asiento de la ventana—. La señora Gaddson me pilló al entrar. Me estaba frotando el brazo, y exigió saber dónde había estado y por qué me vacunaban a mí en vez de a William. —Miró a Dunworthy con aire de reproche—. ¡Bueno, pues duele! Ella dijo que si alguien era alto riesgo era el pobre Willy y que era absoluta necrofilia que me inyectaran a mí en vez de a él.
—Nepotismo.
—Nepotismo. Espero que el cura le encuentre un trabajo absolutamente cadavérico.
—¿Cómo estaba tu tía Mary?
—No la vi. Estaban muy ocupados, con camas en los pasillos y todo el follón.
Colin y Dunworthy fueron por turnos a la cena de Navidad. Colin volvió al cabo de un cuarto de hora escaso.
—Las campaneras empezaron a tocar. El señor Finch me pidió que le dijera que se ha terminado el azúcar y la mantequilla, y casi no queda nata. —Sacó un pastelito del bolsillo de su chaqueta—. ¿Por qué nunca se quedan sin coles de Bruselas?
Dunworthy le dijo que lo avisara enseguida si llamaba Andrews y que anotara cualquier otro mensaje, y se fue a cenar. Las campaneras estaban en plena euforia, destrozando un canon de Mozart.
Finch le tendió un plato que parecía consistir casi exclusivamente en coles de Bruselas.
—Me temo que casi nos hemos quedado sin pavo, señor. Me alegro de que haya venido. Casi es la hora del mensaje de la Reina.
Las campaneras terminaron el Mozart entre aplausos entusiastas, y la señora Taylor se acercó, todavía con los guantes blancos puestos.
—Por fin le encuentro, señor Dunworthy —dijo—. No le vi en el desayuno, y el señor Finch dijo que tenía que hablar con usted. Necesitamos una sala de prácticas.
Dunworthy estuvo tentado de decir «No sabía que practicaban ustedes». Comió una col de Bruselas.
—¿Una sala de prácticas?
—Sí. Para que podamos practicar nuestro
Chicago Surprise Minor
. He acordado con el capellán de Christ Church que tocaremos nuestro repique allí el día de Año Nuevo, pero tenemos que ensayar en algún sitio. Le dije al señor Finch que la sala grande de Beard sería perfecta…
—La sala común sénior.
—Pero el señor Finch dijo que la estaban utilizando como almacén de suministros.
¿Qué suministros?, pensó él. Según Finch, apenas quedaba nada, aparte de coles de Bruselas.
—Y dijo que las salas de conferencias se habilitarían como enfermería. Necesitamos un sitio tranquilo donde podamos concentrarnos. El
Chicago Surprise Minor
es muy complicado. Los cambios de entrada y salida y las alteraciones del final requieren una completa concentración. Y por supuesto, está el requiebro extra.
—Sí, claro.
—La sala no tiene por qué ser grande, pero sí debe estar apartada. Hemos estado practicando aquí en el comedor, pero la gente entra y sale constantemente, y el tenor no para de perder el ritmo.
—Estoy seguro de que ya encontraremos algo.
—Naturalmente, con siete campanas podríamos tocar triples, pero el North American Council tocó Triples de Filadelfia aquí el año pasado, e hizo un trabajo horrible, según he oído decir. El tenor quedó desfasado y tocó fatal. Ésa es otra de las razones por las que necesitamos una buena sala de prácticas. El compás es muy importante.
—Sí, claro —repitió Dunworthy.
La señora Gaddson apareció al fondo, con aspecto fiero y maternal.
—Me temo que estoy esperando una conferencia muy importante —dijo, poniéndose en pie para que la señora Taylor quedara entre él y la señora Gaddson.
—¿Una conferencia? —dijo la señora Taylor, sacudiendo la cabeza—. Oh, se refiere a una llamada de larga distancia. ¡Ingleses! ¡La mitad de las veces no entiendo lo que dicen!
Dunworthy escapó por la puerta trasera, prometiendo encontrar una sala de ensayos para que pudieran perfeccionar sus redobles, y volvió a sus habitaciones. Andrews no había llamado. Había un mensaje de Montoya.
—Me pidió que le dijera «No importa» —informó Colin.
—¿Eso es todo? ¿No dijo nada más?
—No. Sólo esta frase: «Dile al señor Dunworthy que no importa.»
Dunworthy se preguntó si por algún milagro Montoya había localizado a Basingame y conseguido su firma, o si simplemente había descubierto si prefería el salmón o las truchas. Pensó en llamarla, pero temió que las líneas escogieran ese momento para quedar libres y que Andrews telefoneara.
No lo hizo, o no lo hicieron, hasta casi las cuatro.
—Lamento muchísimo no haber llamado antes —dijo Andrews.
Seguía sin haber imagen, pero Dunworthy oía música y conversación de fondo.
—Estuve fuera hasta anoche, y he tenido muchísimos problemas para localizarle —dijo Andrews—. Las líneas estaban saturadas, por cosa de las vacaciones, ya sabe. He estado intentando todo…
—Necesito que venga a Oxford —interrumpió Dunworthy—. Necesito que lea un ajuste.
—Por supuesto, señor —dijo Andrews al instante—. ¿Cuándo?
—En cuanto sea posible. ¿Esta noche?
—Oh —dijo, menos dispuesto—. ¿Le importa que sea mañana? Mi pareja no vendrá hasta esta noche, y habíamos planeado celebrar la Navidad mañana, pero podría coger un tren por la tarde o por la noche. ¿Servirá eso, o hay un límite para calcular el ajuste?
—El ajuste ya está calculado, pero el técnico ha contraído un virus, y necesito que alguien lo lea —dijo Dunworthy. Hubo un súbito estallido de risas al otro lado de la conexión—. ¿A qué hora cree que puede estar aquí?
—No estoy seguro. ¿Puedo llamarle mañana y decirle cuándo llegaré en el metro?
—Sí, pero sólo se puede coger el metro hasta Barton. Tendrá que coger un taxi hasta el perímetro. Me encargaré de que le dejen pasar. ¿De acuerdo, Andrews?
No contestó, aunque Dunworthy seguía oyendo la música.
—¿Andrews? ¿Está todavía ahí? —Era enloquecedor no poder ver.
—Sí, señor —respondió Andrews, pero con tono alerta—. ¿Qué dijo que quería que hiciera?
—Que leyera un ajuste. Ya se ha hecho, pero el técnico…
—No, lo otro. Lo de coger el metro hasta Barton.
—Coja el metro hasta Barton —dijo Dunworthy, en voz alta y con cuidado—. Llega hasta ahí. A partir de entonces, tendrá que coger un taxi hasta el perímetro de la cuarentena.
—¿Cuarentena?
—Sí —replicó Dunworthy, irritado—. Me encargaré de que le dejen pasar.
—¿Qué tipo de cuarentena?
—Un virus. ¿No se ha enterado?
—No, señor. He estado dirigiendo un lanzamiento en Florencia. He llegado esta misma tarde. ¿Es grave? —No parecía asustado, sólo interesado.
—Ochenta casos hasta el momento.
—Ochenta y dos —puntualizó Colin desde el asiento de la ventana.
—Pero lo han identificado, y la vacuna ya está en camino. No ha habido ninguna muerte.
—Pero apuesto a que sí un montón de gente desdichada que quería pasar las Navidades en casa. Le llamaré por la mañana, entonces, en cuanto sepa a qué hora llegaré.
—Sí. Estaré aquí —gritó Dunworthy para asegurarse de que Andrews le oiría sobre el ruido de fondo.
—Bien —dijo Andrews. Hubo otro estallido de risa y entonces silencio cuando colgó.
—¿Va a venir? —preguntó Colin.
—Sí. Mañana. —Dunworthy marcó el número de Gilchrist.
Apareció Gilchrist, sentado ante su mesa y con aspecto beligerante.
—Señor Dunworthy, si lo que pretende es poder sacar a la señorita Engle…
Lo haría si pudiera, pensó Dunworthy, y se preguntó si Gilchrist era consciente de que Kivrin ya había dejado el lugar del lanzamiento y no estaría allí si abrían la red.
—No —lo interrumpió—. He localizado a un técnico que podrá venir a leer el ajuste.
—Señor Dunworthy, he de recordarle…
—Soy plenamente consciente de que está usted al cargo de este lanzamiento —añadió Dunworthy, tratando de controlar su temperamento—. Sólo intentaba ayudar. Como conocía la dificultad de encontrar técnicos durante las vacaciones, telefoneé a uno en Reading. Puede estar aquí mañana.
Gilchrist frunció los labios en una mueca de desaprobación.
—Nada de esto sería necesario si su técnico no hubiera caído enfermo, pero como lo ha hecho, supongo que tendré que aceptarlo. Haga que se presente ante mí en cuanto llegue.
Dunworthy consiguió despedirse de forma civilizada, pero en cuanto la pantalla se quedó en blanco, colgó de golpe, volvió a descolgar el receptor y empezó a marcar números. Encontraría a Basingame aunque le llevara toda la tarde.
Pero el ordenador intervino y le informó de que todas las líneas estaban ocupadas. Colgó y se quedó mirando la pantalla en blanco.
—¿Espera otra llamada? —preguntó Colin.
—No.
—Entonces, ¿podemos ir al hospital? Tengo un regalo para mi tía Mary.
Y yo he de encargarme de que dejen entrar a Andrews en la zona de cuarentena, pensó Dunworthy.
—Buena idea. Puedes llevar tu bufanda nueva.
Colin se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Me la pondré cuando lleguemos —sonrió—. No quiero que nadie me vea por el camino.
No había nadie para verlos. Las calles estaban desiertas, ni siquiera había bicicletas o taxis. Dunworthy recordó la observación del vicario de que cuando la epidemia se afianzara, la gente se atrincheraría en sus casas. Se trataba de eso, o bien se habían quedado en casa por el sonido del carillón de Carfax, que no sólo estaba masacrando
The Carol of the Bells
, sino que parecía más fuerte, resonando en las calles vacías. O a lo mejor estaban durmiendo después de cenar demasiado. O no eran tontos y permanecían a salvo de la lluvia.
No vieron a nadie hasta que llegaron al hospital. Una mujer con una gabardina Burberry esperaba delante del Pabellón de Admisiones con una pancarta que decía «Prohiban las enfermedades extranjeras». Un hombre con mascarilla les abrió la puerta y le tendió a Dunworthy un folleto húmedo.
Dunworthy preguntó por Mary en el mostrador de admisiones y entonces leyó el folleto. En letra negrita decía: «
COMBATA
LA
INFLUENZA
,
VOTE
POR
SALIR
DE
LA
C
.
E
..» Debajo había un párrafo: «¿Por qué esta separado de sus seres queridos esta Navidad? ¿Por qué se ve obligado a quedarse en Oxford? ¿Por qué corre peligro de caer enfermo y morir? Porque la C.E. permite que extranjeros infectados entren en Inglaterra, e Inglaterra no dice nada al respecto. Un inmigrante hindú con un virus letal…»
Dunworthy no leyó el resto. Dio la vuelta al papel. Decía: «Votar por la Secesión es votar por la salud. Comité por una Gran Bretaña Independiente.»
Mary llegó, y Colin sacó la bufanda del bolsillo y se la puso rápidamente alrededor del cuello.