Pronunció Agnes como
«Agnus»
, y tenía casi el mismo acento que el niño con escorbuto. El intérprete tardó un instante en traducir lo que había dicho, y Kivrin se sorprendió al no poder entenderlo. Había entendido todo lo que le dijo en la habitación.
Debió de hablarme en latín, pensó, porque su voz era la misma. Era la voz que había pronunciado los últimos ritos, la voz que le había dicho que no tuviera miedo. Y ya no tuvo miedo. Con el sonido de su voz, su corazón recobró un ritmo acompasado.
—No, no hay nadie enfermo —sonrió Agnes—. Queremos que nos acompañéis a recoger hiedra y acebo para el salón. Lady Kivrin, Rosemund, Sarraceno y yo.
Ante las palabras «lady Kivrin», Roche se volvió y la vio allí de pie, junto a la columna. Soltó a Agnes.
Kivrin apoyó la mano en la columna para sostenerse.
—Os pido perdón, santo padre —dijo—. Lamento haber gritado y huido. Estaba oscuro y no os reconocí…
El intérprete, todavía retrasado, lo tradujo como «no os supe».
—No sabe nada —interrumpió Agnes—. El hombre malo la golpeó en la cabeza, y sólo recuerda su nombre.
—Eso he oído —asintió él, todavía mirando a Kivrin—. ¿Es cierto que no tenéis memoria de por qué habéis venido entre nosotros?
Ella experimentó la misma necesidad de decirle la verdad que sintió cuando le preguntó su nombre. Soy historiadora, quiso decir. He venido a observaros, y caí enferma, y no sé dónde está el lugar de recogida.
—No recuerda nada de quien es —insistió Agnes—. No recordaba cómo hablar. Tuve que enseñarle.
—¿No recordáis nada de quién sois?
—No.
—¿Y nada de vuestra venida aquí?
Al menos podía ser sincera al respecto.
—No —dijo—. Excepto que vos y Gawyn me trajisteis a la mansión.
Agnes se cansó de la conversación.
—¿Podemos ir con vos a recoger acebo?
Él no actuó como si la hubiera oído. Extendió la mano como si fuera a bendecir a Kivrin, pero en cambio le tocó la sien, y ella advirtió que era eso lo que había pretendido hacer antes, junto a la tumba.
—No tenéis ninguna herida —observó.
—Ha sanado.
—Queremos marcharnos ya —adujo Agnes, tirando del brazo de Roche.
Él levantó la mano, como para volver a tocarle la sien, y entonces la retiró.
—No debéis tener miedo —dijo—. Dios os ha enviado entre nosotros para algún buen propósito. No, no lo ha hecho, pensó Kivrin. Él no me ha enviado. Me envió Medieval. Pero se sintió reconfortada.
—Gracias —sonrió.
—¡Quiero irme ahora! —exclamó Agnes, tirando del brazo de Kivrin—. Id a coger a vuestro burro —le dijo al padre Roche—, y nosotras recogeremos a Rosemund.
Agnes echó a andar, y Kivrin no tuvo más remedio que seguirla para que no corriera. La puerta se abrió de golpe antes de que la alcanzaran, y Rosemund se asomó, parpadeando.
—Está lloviendo. ¿Habéis encontrado al padre Roche? —demandó.
—¿Has llevado a Blackie al establo? —preguntó Agnes.
—Sí. ¿Habéis llegado demasiado tarde, y el padre Roche ya se ha ido?
—No. Está aquí, y nos acompañará. Estaba en la iglesia, y lady Kivrin…
—Ha ido a coger su burro —la interrumpió Kivrin, para impedir que Agnes contara lo sucedido.
—Me asusté aquella vez que saltaste del desván, Rosemund —dijo Agnes, pero Rosemund ya se había vuelto hacia su caballo.
No llovía, pero una fina bruma flotaba en el aire. Kivrin ayudó a Agnes a montar y luego montó en su ruano, usando la valla para auparse. El padre Roche llegó con su burro, y siguieron el sendero hasta dejar atrás la iglesia y un puñado de árboles, cruzaron un prado cubierto de nieve y se internaron en el bosque.
—Hay lobos en el bosque —comentó Agnes—. Gawyn mató a uno.
Kivrin apenas la oía. Observaba al padre Roche caminar junto a su burro, intentando recordar la noche en que la llevó a la mansión. Rosemund había dicho que Gawyn se lo había encontrado en el camino y le había ayudado a llevarla a la casa, pero no podía ser cierto.
Roche se había inclinado sobre ella mientras estaba sentada contra la rueda de la carreta. Kivrin distinguió su cara a la fluctuante luz del fuego. Él le dijo algo que no comprendió, y ella le pidió: «Dígale al señor Dunworthy que venga a buscarme.»
—Rosemund no cabalga de forma apropiada para una doncella —señaló Agnes, presuntuosa.
Se había adelantado al burro y casi se había perdido de vista en la curva del camino, esperando impaciente a que la alcanzaran.
—¡Rosemund! —llamó Kivrin, y Rosemund regresó al galope, casi chocó con el burro y luego tiró de las riendas de su yegua.
—¿No podemos ir más rápido? —demandó, dio media vuelta, y avanzó otra vez—. Ya veréis, empezará a llover antes de que hayamos terminado.
Se encontraban ahora en pleno bosque, y el camino no era más que un estrecho sendero. Kivrin contemplaba los árboles, intentando recordar si los había visto antes. Pasaron ante un grupito de sauces, pero estaba demasiado apartado de la carretera, y un hilillo de agua helada corría a su lado.
Había un gran sicómoro al otro lado del sendero. Se alzaba en un pequeño espacio abierto, cubierto de muérdago. Detrás había una hilera de árboles, tan distanciados que debían de haber sido plantados. No recordaba haberlos visto con anterioridad.
La habían llevado por este camino, y ella esperaba que algo disparara su memoria, pero nada le resultaba familiar. Estaba demasiado oscuro y ella demasiado enferma.
Todo lo que recordaba en realidad era el lugar del lanzamiento, aunque tenía la misma cualidad brumosa e irreal que el viaje a la mansión. Había un claro, un roble y un grupito de sauces. Y la cara del padre Roche inclinándose sobre ella mientras se apoyaba en la rueda del carro.
Debía de estar con Gawyn cuando la encontraron, o bien Gawyn lo había llevado de vuelta al lugar. Ella distinguió su rostro claramente a la luz de la llama. Y luego se cayó del caballo en la encrucijada.
Todavía no habían llegado a ninguna encrucijada. Ni siquiera había visto ninguna trocha, aunque sabía que tenían que estar por allí, enlazando una aldea con otra para conducir a los campos y la choza del campesino enfermo que Eliwys había ido a ver.
Subieron una loma, y en la cima el padre Roche se volvió para comprobar que lo seguían. Sabe dónde está el lugar de recogida, pensó Kivrin. Esperaba que tuviera alguna idea de dónde estaba, que Gawyn se lo hubiera descrito o le hubiera dicho junto a qué camino se encontraba, pero no. El padre Roche ya sabía dónde estaba el lugar. Ya había estado allí.
Agnes y Kivrin llegaron a la cima de la colina, pero lo único que divisó fueron árboles y más árboles. Tenían que estar en el bosque de Wychwood, pero en ese caso, había más de cien kilómetros cuadrados donde podía esconderse el lugar de recogida. Por su cuenta, nunca daría con él. Apenas podía ver a diez metros entre la maleza.
Le sorprendía la espesura del bosque. Desde luego, allí no corrían senderos entre los árboles. Apenas había espacio, y el que había estaba ocupado por ramas caídas, arbustos retorcidos y nieve.
Se equivocaba en lo de no reconocer nada: después de todo aquel bosque le resultaba familiar. Era el bosque donde se había perdido Blancanieves, y Hansel y Gretel, y todos aquellos príncipes. Había lobos en él, y osos, y tal vez incluso casas de brujas, y de ahí venían todas esas historias, ¿no?, de la Edad Media. No le extrañaba. Cualquiera podía perderse allí.
Roche se detuvo y esperó junto a su burro mientras Rosemund volvía a su lado y ellas los alcanzaban; Kivrin se preguntó amargamente si se habrían perdido.
Pero en cuanto lo alcanzaron, él se desvió hacia un sendero aún más estrecho que no era visible desde el camino.
Rosemund no podía adelantar al padre Roche y su burro sin empujarlos a un lado, pero los siguió casi pisando los cascos del animal, y Kivrin volvió a preguntarse por qué estaba tan molesta. «Sir Bloet tiene muchos amigos poderosos», había dicho lady Imeyne. Lo llamó aliado, pero Kivrin se preguntó si en realidad lo era, o si el padre de Rosemund le había contado algo acerca de él que la había inquietado sobre la perspectiva de que viniera a Ashencote.
Avanzaron un poco por el sendero, dejaron atrás un grupito de sauces que se parecía al del lugar del lanzamiento, y luego se desviaron, internándose entre un puñado de abetos hasta salir a un bosquecillo de fresnos.
Kivrin esperaba encontrar arbustos como los que había en el patio de Brasenose, pero era un árbol. Se alzaba sobre ellos, extendiéndose sobre los confines de las hojas, y sus bayas rojas brillaban entre las masas de hojas satinadas.
El padre Roche empezó a coger los sacos, y Agnes intentó ayudarle. Rosemund sacó un cuchillo corto de hoja plana de su cinturón y empezó a tirar de las ramas inferiores.
Kivrin chapoteó entre la nieve hasta llegar al otro lado del árbol. Había advertido un destello blanco que podría ser el grupito de abedules, pero sólo era una rama, medio caída entre dos árboles y cubierta de nieve.
Agnes apareció, con Roche tras ella llevando una daga de temible aspecto. Kivrin pensaba que saber quién era produciría algún tipo de transformación, pero cuando lo vio allí de pie detrás de la niña, le siguió pareciendo un asesino.
Le tendió a Agnes una de las toscas bolsas.
—Debes mantener abierta la bolsa de esta forma —le explicó, inclinándose para enseñarle cómo doblar hacia atrás la parte superior de la bolsa—, y yo iré metiendo las ramas.
Empezó a cortar ramas, sin hacer caso a las afiladas hojas. Kivrin cogía las ramas y las ponía con cuidado sobre la bolsa, para que no se rompieran.
—Padre Roche —dijo—. Quería daros las gracias por ayudarme cuando estuve tan enferma y por haberme llevado a la mansión cuando…
—Cuando caísteis —la interrumpió él, tirando de una rama que se resistía.
Ella quiso decir «cuando me asaltaron los ladrones», y su intervención la sorprendió. Recordó que se había caído del caballo y se preguntó si fue entonces cuando él apareció. Pero en ese caso, ya estaban bastante lejos del lugar del lanzamiento, y no podría saber dónde se encontraba. Y ella le recordaba allí, en el lugar mismo.
No tenía sentido especular.
—¿Sabéis dónde me encontró Gawyn? —preguntó, y contuvo la respiración.
—Sí —dijo él, mientras cortaba la gruesa rama.
Kivrin se sintió súbitamente enferma de alivio. Él sabía dónde estaba el lugar.
—¿Queda lejos de aquí?
—No —dijo. Arrancó la rama.
—¿Me llevaríais allí?
—¿Por qué queréis ir? —preguntó Agnes, con los brazos bien extendidos para mantener la bolsa abierta—. ¿Y si los hombres malos están allí todavía?
Roche la miraba como si se estuviera preguntando lo mismo.
—Pensé que si veía el lugar, quizá recordaría quién soy y de dónde vengo —adujo Kivrin.
Él le tendió la rama, sosteniéndola de forma que ella pudiera cogerla sin pincharse.
—Os llevaré —dijo.
—Gracias —respondió Kivrin. Gracias. Metió la rama junto a las demás y Roche cerró la bolsa y se la cargó al hombro.
Rosemund apareció, arrastrando su bolsa por la nieve.
—¿No habéis terminado todavía?
Roche cogió también su bolsa, y las ató ambas a lomos del burro. Kivrin subió a Agnes a su pony y ayudó a montar a Rosemund, y el padre Roche se arrodilló y unió sus grandes manos para que Kivrin subiera al estribo.
La había ayudado a montar en el caballo blanco cuando se cayó. Cuando cayó. Recordaba sus grandes manos sujetándola. Pero entonces estaban ya bastante lejos del lugar, ¿y por qué iba Gawyn a llevar a Roche de vuelta hasta allí? No recordaba haber regresado, pero todo era confuso y oscuro. En su delirio, seguramente le pareció más lejos de lo que era.
Roche guió al burro entre los abetos y regresó al sendero. Rosemund le dejó ir delante y luego dijo, con una voz igual que la de Imeyne:
—¿Adonde va? La hiedra no está por ahí.
—Vamos a ver el lugar donde encontraron a lady Kivrin —dijo Agnes.
Rosemund miró a Kivrin con desconfianza.
—¿Por qué queréis ir allí? Vuestras posesiones ya han sido llevadas a la mansión.
—Cree que si ve el lugar recordará algo —dijo Agnes—. Lady Kivrin, si recordáis quién sois, ¿volveréis a casa?
—En efecto, lo hará —respondió Rosemund—. Debe regresar con su familia. No puede quedarse con nosotros para siempre.
Sólo lo hacía para provocar a Agnes, y funcionó.
—¡Sí puede! Será nuestra aya.
—¿Por qué querría quedarse con una cría llorona? —dijo Rosemund, espoleando a su caballo para ponerlo al trote.
—¡No soy una cría! —gritó Agnes tras ella—. ¡La cría eres tú! —Se volvió hacia Kivrin—. ¡No quiero que me dejéis!
—No te dejaré. Vamos, el padre Roche espera.
Estaba en el camino, y en cuanto le alcanzaron, volvió a ponerse en marcha. Rosemund ya estaba muy adelantada, avanzando por el sendero cubierto de nieve.
Cruzaron un pequeño arroyo y llegaron a una encrucijada. La parte donde se encontraban se curvaba a la derecha, la otra continuaba recta durante un centenar de metros y luego hacía un brusco giro a la izquierda. Rosemund se encontraba en la encrucijada, dejando que su caballo pastara y sacudiera la cabeza para expresar su impaciencia.
Me caí del caballo blanco en una encrucijada, pensó Kivrin, intentando recordar los árboles, el camino, el arroyuelo, cualquier cosa. Había docenas de encrucijadas en los caminos que surcaban el bosque de Wychwood y ningún motivo para pensar que ésta era la que buscaba, pero por lo visto lo era. El padre Roche giró a la derecha y avanzó unos cuantos metros, y luego se internó en el bosque, guiando al burro.
No había ningún sauce donde dejó el camino, ninguna colina. Debe de estar siguiendo el camino por donde la había traído Gawyn. Kivrin recordaba que habían recorrido un buen trecho de bosque antes de llegar a la encrucijada.
Lo siguieron entre los árboles, Rosemund en último lugar, y casi inmediatamente tuvieron que desmontar y guiar a sus caballos. Roche no seguía ningún sendero. Se abría paso entre la nieve, esquivando las ramas bajas que le arrojaban nieve al cuello, y sorteando un matorral de espinos.
Kivrin intentó memorizar el escenario para poder encontrar el camino de vuelta, pero todo parecía igual. En cuanto hubiera nieve podría seguir las huellas. Tendría que volver antes de que se derritiera y marcar el camino con ramas o trozos de tela o algo. O migas de pan, como Hansel y Gretel.