No habría creído que pudiera quedarse dormida, acurrucada en el gélido suelo. No había advertido ningún calor extendiéndose sobre ella, y si hubiera sido así, habría temido que se tratara del entumecimiento provocado por la hipotermia y habría intentado combatirlo. Pero debió de quedarse dormida, porque cuando abrió los ojos de nuevo era de noche en el claro, noche cerrada con estrellas heladas tras la red de ramas, y ella estaba tendida en el suelo, contemplándolas.
Había resbalado mientras dormía, de modo que tenía la cabeza apoyada contra la rueda. Todavía tiritaba de frío, aunque los dientes ya no le castañeteaban. La cabeza había empezado a latirle, redoblando como una campana, y le dolía todo el cuerpo, sobre todo el pecho, contra el que había sujetado la madera mientras recogía leña para el fuego.
Algo falla, pensó, y esta vez había auténtico pánico en el pensamiento. Tal vez experimentaba algún tipo de reacción alérgica al viaje en el tiempo. ¿Existía una cosa así? Dunworthy nunca había hablado de nada parecido, y le había advertido de todo: violación y cólera y tifus y peste.
Retorció la mano bajo la capa y palpó en su brazo en busca del lugar donde tenía la hinchazón provocada por la vacuna antiviral. Todavía estaba allí, aunque ya no le picaba ni le dolía al tocarla. Tal vez eso era mala señal. Tal vez el hecho de que hubiera dejado de picarle significaba que había dejado de funcionar.
Intentó levantar la cabeza. El mareo volvió al instante. Bajó la cabeza y sacó las manos del interior de la capa, cuidadosa y lentamente, la náusea cortando cada movimiento. Cruzó las manos y las unió contra su rostro.
—Señor Dunworthy, creo que será mejor que venga y me saque de aquí.
Volvió a quedarse dormida, y cuando despertó oyó el leve y distante sonido de música navideña. Oh, bien, pensó, han abierto la red, e intentó incorporarse y sentarse contra la rueda.
—Oh, señor Dunworthy, me alegro de que haya vuelto —dijo, combatiendo la náusea—. Tenía miedo de que no recibiera mi mensaje.
El sonido de campanas se intensificó y vio una luz fluctuante. Se incorporó un poco más.
—Ha encendido usted el fuego —suspiró—. Tenía razón con lo del frío.
Sentía la rueda de la carreta helada contra la capa. Los dientes empezaron a castañetearle de nuevo.
—La doctora Ahrens tenía razón. Debí esperar a que bajara la hinchazón. No sabía que la reacción sería tan mala.
No era un fuego, después de todo, sino una linterna. Dunworthy la portaba mientras se acercaba a ella.
—Esto no significa que he contraído un virus, ¿verdad? ¿O la peste? —Tenía problemas para hablar, pues los dientes le castañeteaban con fuerza—. ¿No sería horrible? ¿Sufrir la peste en la Edad Media? Al menos sería adecuado.
Se echó a reír, una risa aguda y casi histérica que probablemente asustaría de muerte al señor Dunworthy.
—No pasa nada —dijo, y apenas pudo entender sus propias palabras—. Sé que estaba preocupado, pero me encuentro perfectamente bien. Sólo…
Él se detuvo ante Kivrin, la linterna iluminando un círculo bamboleante en el suelo. Vio los pies de Dunworthy. Llevaba zapatos de cuero, informes, como los que habían dejado la huella. Ella intentó decir algo acerca de los zapatos, preguntarle si el señor Gilchrist le había obligado a ponerse un auténtico traje medieval sólo para ir a rescatarla, pero los movimientos de la linterna volvieron a marearla.
Cerró los ojos, y cuando los abrió de nuevo, él estaba arrodillado ante Kivrin. Había soltado la linterna, y la luz le iluminaba la capucha y las manos cruzadas.
—No pasa nada —repitió ella—. Sé que estaba preocupado, pero me encuentro bien. De verdad. Sólo me siento un poco enferma.
Él levantó la cabeza.
—
Certes, it been derlostuh dayes forgott foreto getest hissahntes im aller
—dijo.
Tenía un rostro duro y arrugado, la cara de un asesino. La había visto allí tendida y luego se había marchado a esperar que oscureciera, y ahora había vuelto.
Kivrin intentó alzar una mano para repelerlo, pero de algún modo las manos se le quedaron enmarañadas dentro de la capa.
—Márchese —dijo, y los dientes le castañeteaban con tanta fuerza que apenas pudo pronunciar la palabra—. Márchese.
Él dijo algo más, con entonación ascendente esta vez, una pregunta. Ella no entendió lo que decía. Es inglés medio, pensó. Lo he estudiado durante tres años, y el señor Latimer me ha enseñado todo lo que hay que saber sobre inflexiones adjetivales. Tendría que poder comprenderlo. Es la fiebre, pensó. Por eso no entiendo lo que dice.
Él repitió la pregunta o hizo alguna otra, ni siquiera podía asegurar eso.
Es porque estoy enferma, pensó. No lo comprendo porque estoy enferma.
—Amable señor —empezó a decir, pero no pudo recordar el resto del discurso—. Ayúdeme —pidió, y trató de pensar cómo expresarlo en inglés medio, pero no pudo recordar más que el latín eclesiástico—.
Domine, ad adjuvandum me festina
.
Él inclinó la cabeza sobre las manos y empezó a murmurar tan bajo que ella no pudo oírlo, y entonces debió de perder el sentido de nuevo porque él la había levantado y la llevaba en brazos. Aún oía el sonido de las campanas de la red abierta, e intentó decidir de qué dirección procedían, pero los dientes le castañeteaban tanto que no podía oír bien.
—Estoy enferma —dijo, y él la colocó sobre el caballo blanco. Se desplomó hacia adelante, aferrándose a la crin del animal para no caerse. Él puso una mano en el costado y la sostuvo—. No sé cómo ha sucedido. Me pusieron todas las vacunas.
Él condujo al burro lentamente. Las campanillas de las riendas tintinearon débilmente.
T
RANSCRIPCIÓN
DEL
L
IBRO
DEL
D
ÍA
DEL
J
UICIO
F
INAL
(000740-000751)
Señor Dunworthy, creo que será mejor que venga y me saque de aquí.
—Lo sabía —dijo la señora Gaddson, recorriendo el pasillo hacia ellos—. Ha contraído alguna horrible enfermedad, ¿verdad? Ahora lo comprendo todo.
Mary avanzó un paso.
—No puede entrar aquí —dijo—. Es una zona aislada.
La señora Gaddson continuó su marcha. El impermeable transparente que llevaba por encima del abrigo salpicaba goterones de agua mientras caminaba hacia ellos, blandiendo la maleta como si fuera un arma.
—No puede echarme por las buenas. Soy su madre. Exijo verlo.
Mary levantó la mano como un policía.
—¡Alto! —exclamó con su mejor voz autoritaria.
Sorprendentemente, la señora Gaddson se detuvo.
—Una madre tiene derecho a ver a su hijo —protestó. Su expresión se suavizó—. ¿Está muy enfermo?
—Si se refiere a su hijo William, no está enfermo en absoluto, al menos que yo sepa —contestó Mary. Volvió a levantar la mano—. Por favor, no se acerque más. ¿Por qué piensa que William está enfermo?
—Lo supe en el momento en que me enteré de la cuarentena. Un agudo dolor me atravesó cuando el jefe de estación dijo «cuarentena temporal». —Soltó la maleta para poder indicar el emplazamiento del agudo dolor—. Es porque no se tomó sus vitaminas. Le pedí al colegio que se asegurara de dárselas —dirigió a Dunworthy una mirada que rivalizaba con las de Gilchrist—, y ellos me contestaron que podía cuidar de sí mismo. Bien, es evidente que se equivocaban.
—William no es el motivo de la cuarentena. Uno de los técnicos de la Universidad sufre una infección viral —explicó Mary.
Dunworthy advirtió, agradecido, que no había dicho «técnico de Balliol».
—El técnico es el único caso, y no hay ninguna indicación de que vaya a haber más. La cuarentena es una medida puramente preventiva, se lo aseguro.
La señora Gaddson no parecía convencida.
—Mi Willy siempre ha sido enfermizo, y no sabe cuidar de sí mismo. Estudia demasiado en esa habitación llena de corrientes de aire —se lamentó, con otra sombría mirada a Dunworthy—. Me sorprende que no haya sufrido antes una infección viral.
Mary bajó la mano y se la metió en el bolsillo donde llevaba el blíper. Espero que esté pidiendo ayuda, pensó Dunworthy.
—Al final de un trimestre en Balliol, la salud de Willy estaba completamente arruinada, y entonces su tutor le obligó a quedarse en Navidad y estudiar a Petrarca —gimoteó la señora Gaddson—. Por eso he venido. La idea de que pase solo la Navidad en este horrible lugar, comiendo Dios sabe qué y haciendo todo tipo de cosas para poner en peligro su salud, fue algo que el corazón de esta madre no pudo soportar.
Señaló el lugar que el dolor había atravesado cuando oyó las palabras «cuarentena temporal».
—Y desde luego, es providencial que viniera cuando lo hice. Providencial. Estuve a punto de perder el tren, porque la maleta me pesaba demasiado, y casi pensé, ah, bueno, ya vendrá otro, pero quería venir con mi Willy, así que grité para que sujetaran las puertas, y apenas me había bajado en Cornmarket cuando el jefe de estación dijo: «Cuarentena temporal. El servicio de trenes queda temporalmente suspendido.» Si hubiera perdido ese tren y cogido el siguiente, la cuarentena me habría detenido. Da miedo pensarlo.
Sí, daba miedo.
—Estoy seguro de que William se sorprenderá al verla —dijo Dunworthy, esperando que se fuera a buscarlo.
—Sí —respondió ella, sombría—. Posiblemente estará por ahí sin la bufanda puesta. Pillará esta infección viral, lo sé. Lo pilla todo. De pequeño le salían unos sarpullidos horribles. Seguro que acaba pillando esta enfermedad. Al menos su madre está aquí para cuidar de él.
La puerta se abrió y entraron corriendo dos personas que llevaban mascarillas, batas, guantes y una especie de bolsa que les cubría los zapatos. Redujeron el paso cuando vieron que no había nadie desplomado en el suelo.
—Necesito que se acordone esta zona y que coloquen un cartel de aislamiento —dijo Mary. Se volvió hacia la señora Gaddson—. Me temo que existe una posibilidad de que haya quedado usted expuesta al virus. Todavía no tenemos un modo positivo de transmisión, y no podemos descartar la posibilidad de que esté en el aire —dijo, y por un horrible momento Dunworthy pensó que pretendía poner a la señora Gaddson en la sala de espera con ellos—. ¿Quieren escoltar a la señora Gaddson a un cubículo de aislamiento? —preguntó a uno de los recién llegados—. Necesitaremos hacerle análisis de sangre y una lista de sus contactos. Señor Dunworthy, si quiere acompañarme —dijo; lo condujo al interior de la sala de espera y cerró la puerta antes de que la señora Gaddson pudiera protestar.
—Podrán retenerla un rato y dar al pobre Willy unas cuantas horas de libertad.
—Esa mujer podría crearle sarpullidos a cualquiera —observó él.
Todos, excepto la auxiliar, se habían vuelto al verlos entrar. Latimer estaba sentado pacientemente junto a la bandeja, con la manga subida. Montoya hablaba todavía por teléfono.
—El tren de Colin regresó —informó Mary—. Ya está a salvo en casa.
—Oh, bien —contestó Montoya, y soltó el teléfono. Gilchrist saltó para cogerlo.
—Señor Latimer, siento haberle hecho esperar —le dijo Mary. Abrió un par de guantes impermeables, se los calzó, y empezó a preparar una hipodérmica.
—Aquí Gilchrist. Quiero hablar con el tutor sénior. Sí, intento contactar con el señor Basingame. Sí, esperaré.
El tutor sénior no tiene ni idea de dónde está, pensó Dunworthy, ni tampoco la secretaria. Ya había hablado con ellos cuando intentaba detener el lanzamiento. La secretaria ni siquiera sabía que estaba en Escocia.
—Me alegro de que encontraran al chico —dijo Montoya, mirando su digital—. ¿Cuánto tiempo cree que nos retendrán aquí? Tengo que volver a mi excavación antes de que se convierta en un lodazal. Ahora estamos excavando el patio de la iglesia de Skendgate. La mayoría de las tumbas son del siglo
XV
, pero tenemos algunas de la Peste Negra y unas cuantas anteriores a Guillermo el Conquistador. La semana pasada encontramos la tumba de un caballero. Me pregunto si Kivrin estará allí.
Dunworthy asumió que Montoya se refería a la aldea y no a una de las tumbas.
—Eso espero.
—Le pedí que empezara a grabar sus observaciones de Skendgate inmediatamente, de la aldea y la iglesia. Sobre todo de la tumba. La inscripción está borrada en parte, como algunos de los grabados. La fecha es legible, 1318.
—Es una emergencia —dijo Gilchrist. Puso mala cara mientras se producía una larga pausa—. Ya sé que está pescando en Escocia. Quiero saber dónde.
Mary puso un parche en el brazo de Latimer y se volvió hacia Gilchrist. Él negó con la cabeza. Entonces ella se dirigió a la auxiliar y la despertó. La auxiliar la siguió hasta la bandeja, parpadeando soñolienta.
—Hay muchas cosas que sólo podemos saber por observación directa —prosiguió Montoya—. Le dije a Kivrin que grabara cada detalle. Espero que haya espacio en el grabador. ¡Es tan pequeño! —Volvió a consultar su reloj—. Por supuesto, tenía que serlo. ¿Tuvo oportunidad de verlo antes de que se lo implantaran? Es tan pequeño que parece un espolón óseo.
—¿Espolón óseo? —se extrañó Dunworthy, mientras veía cómo la sangre de la auxiliar llenaba el vial.
—Es para que no pueda causar un anacronismo aunque lo descubran. Encaja contra la superficie palmar del hueso escafoides. —Frotó el hueso de la muñeca sobre el pulgar.
Mary se volvió hacia Dunworthy y la auxiliar se levantó, bajándose la manga. Dunworthy ocupó su lugar en la silla. Mary despegó la parte trasera de un monitor, lo pegó al interior de la muñeca de Dunworthy, y le tendió un temp para que lo tragara.
—Que el administrador me llame a este número en cuanto regrese —dijo Gilchrist, y colgó.
Montoya cogió el teléfono y marcó un número.
—Hola. ¿Podría decirme el perímetro de la cuarentena? Necesito saber si Witney está dentro. Mi excavación está allí. —Al parecer, le contestaron que no—. ¿Entonces con quién puedo hablar para que cambie el perímetro? Se trata de una emergencia.
Están tan preocupados por sus supuestas «emergencias», pensó Dunworthy, que a nadie le ha dado por preocuparse por Kivrin. Bien, ¿de qué había que preocuparse? Habían disimulado el grabador para que pareciera un espolón óseo y no causara un anacronismo cuando los contemporáneos decidieran cortarle las manos antes de quemarla en la hoguera.