El lenguaje de los muertos (34 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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—Sí, debería haber esperado una cosa así. Pero esto no cambia nada. Cuando él se entere de que yo estoy allí, y suponiendo que intente ir en mi búsqueda, yo ya habré salido de Rumania. De todos modos, no puedo hacer nada más.

—¡Por Dios, me siento tan impotente! —se quejó Manolis cuando estacionaron el coche y bajaron—. Una voz en mi interior me dice: «Ve a bordo de ese barco y detén a ese monstruo». Pero sé que eso es imposible. Comprendo que no debo hacer nada que pueda ponerle sobre aviso hasta que lo sepamos todo sobre él. Además, Ken está en sus manos y…

—Ken ya no cuenta —le interrumpió Harry mientras se dirigía hacia la sala de embarque—. Nadie puede hacer nada por él. —Harry miró a Manolis con expresión atormentada—. Nada, salvo acabar con él, lo que sería un acto misericordioso. Pero no esperen que Ken se lo agradezca. ¿Agradecerlo? ¡Por Dios, nada de eso! ¡Antes les cortaría la cabeza!

—De todos modos —le dijo Darcy a Manolis—, usted tiene razón: aún no podemos tocarle. Ya le hemos hablado de Yulian Bodescu. En opinión de Harry, era un niño inocente en comparación con Lazarides. Pero cuando se enteró de que iban tras él, vivimos en medio del terror hasta que finalmente murió.

—Por otra parte, yo no podría ir ante el gobierno, y decir: «¡Envíen las cañoneras para hundir a un vampiro en su nave!». No, imposible. Pero cuando el
Lazarus
vuelva a puerto, me parece que sucumbiré a la tentación de arrestar uno a uno a sus tripulantes.

—Si puede aislarlos, identificarlos positivamente como vampiros, y tiene un buen equipo que lo respalde, conozca la manera de tratar con esas criaturas y no tenga miedo de actuar, adelante —dijo Harry—. Pero, lo repito otra vez, eso podría forzar a Lazarides a descubrirse, lo que a su vez puede conducir a una cadena de acontecimientos que usted de ninguna manera podría controlar.

Manolis, mientras guiaba a Harry y a sus compañeros hacia el mostrador de la sala de embarque, le respondió:

—No se preocupe. No haré nada hasta que usted no me dé la señal de partida. Pero me siento frustrado, por eso hablo…

Harry sólo tuvo que esperar quince minutos hasta que le llamaron para que embarcara.

—Si lo hubiéramos pensado antes, yo podría haber ido contigo hasta Atenas, y de allí a Londres. Pero todo ha sucedido tan repentinamente que no se me ocurrió… No me gusta nada verte marchar solo, Harry —le dijo Sandra en el último instante.

Él la abrazó y la besó, y luego se dirigió a Darcy y Manolis.

—Volveré, lo prometo. Pero si…, si me demorara, continúen con los procedimientos y resuelvan las cosas como mejor sepan. ¡Y buena suerte!

—Ese es el sobrenombre que me dan —respondió Darcy—. Cuídate, Harry.

Sandra lo abrazó una vez más, y luego él se volvió y se unió a la multitud que marchaba a embarcar.

Un hombre vestido con pantalones bermudas de brillantes colores, camisa blanca con el cuello abierto y sandalias contempló, confundido entre los que habían ido a despedir a los viajeros, el despegue del avión donde viajaba Harry. Era un griego que ocasionalmente prestaba servicios a los rusos. Ahora su misión era descubrir el destino de Harry, y comunicárselo a aquéllos.

No era una tarea difícil, ya que su hermano trabajaba en el servicio de información a los viajeros.

El paisaje del campo rumano era muy monótono, incluso en esta época, cuando los últimos días de primavera dejaban paso a los primeros del verano; no había mucho verde digno de ser contemplado. Abundaban, sí, los marrones y los grises: pilas de arena y cemento, grandes edificios baratos de bloques de hormigón y ladrillos. Se construía más que en las zonas turísticas de España, Turquía y Grecia juntas. Sólo que aquí no tenía nada que ver con el turismo, porque también había una gran cantidad de escombros. Los grotescos e inhumanos mecanismos de la política agroindustrial de Ceausescu: ahorra dinero amontonando a más y más gente bajo un sólo techo, como ganado en el corral. Adiós a los campesinos autónomos, a las pintorescas granjas, a la vida de pueblo. Bienvenidos los horribles e inmensos bloques de apartamentos. Y todo el tiempo las riendas del control político sostenidas con mano de hierro.

Harry, con los ojos entrecerrados, miraba atentamente el territorio por las ventanillas del coche. La vista que se dominaba desde la carretera que iba de Bucarest a Ploiesti era la de un paisaje después de la batalla. Las aplanadoras trabajaban en grupo, envueltas en la niebla contaminante que soltaban los tubos de escape, arrasando pequeñas comunidades agrícolas y reemplazándolas por descampados llenos de fango; otras máquinas permanecían inmóviles o descansaban junto a grandes excavadoras con las palas mecánicas en alto, como cuellos de monstruos en permanente alerta. Y donde una vez hubo aldeas, ahora sólo se veía tierra rasa, escombros y desolación.

—Más de diez mil pueblos en la vieja Rumania —masculló entre dientes el conductor del coche de Harry, percibiendo quizá que su pasajero aún estaba despierto—. Pero el presidente Nicolae piensa que hay cinco mil de más. ¡Qué chiflado! Si alguien le dijera cómo hacerlo, aplastaría hasta las montañas.

Harry no respondió y continuó dormitando, pero se preguntó: «¿Qué sucederá con la morada de Faethor, en las afueras de Ploiesti? ¿La derruirá Ceausescu, si es que ya no lo ha hecho?».

Y si así había ocurrido, ¿podría Harry encontrarla en esta ocasión? La última vez que había estado aquí llegó por medio del continuo de Möbius, guiado telepáticamente por la voz de Faethor. (O, mejor dicho, necroscópicamente, porque Harry no era un verdadero telépata, y sólo podía hablar mentalmente con los muertos). Faethor le habló, y Harry le había localizado. Ahora era diferente; sólo podría reconocer el lugar donde estaba Faethor cuando lo tuviera enfrente. En cuanto a su localización exacta…, sabía solamente que allí no cantaban los pájaros, que las plantas no florecían ni daban fruto. Las abejas no se les acercaban. Allí se encontraba la tumba de Faethor, y una lápida con un epitafio que rezaba:

¡Esta criatura era la muerte! Su sola existencia

era una contradicción

a la vida;

ahora yace aquí

y la vida misma se rehúsa

a reconocerle.

Cuando el taxi pasó junto a un poste indicador que señalaba que Ploiesti estaba a diez kilómetros, Harry se desperezó, bostezó y fingió que despertaba.

—En las afueras de Ploiesti hubo en una época grandes y antiguas mansiones, las residencias de la aristocracia. ¿Conoce el lugar?

—¿Antiguas mansiones? —el hombre le miró fijamente—. ¿Y de la aristocracia?

—Fueron bombardeadas durante la guerra —continuó Harry—. Y reducidas a un montón de ruinas. Pero el gobierno nunca tocó el lugar, quedaron como una especie de monumento…, al menos hasta hace un tiempo.

—¡Ah, sí, las conozco! Pero no están en este camino, no. Están junto a la vieja carretera, en la curva. ¿Quiere ir allí?

—Sí, allí vivía un conocido mío.

—¿Vivía?

—Bueno, por lo que sé, aún vive allí —rectificó Harry.

—¡Cójase fuerte! —le avisó el conductor, y giró bruscamente hacia la derecha.

Salieron de la carretera y se internaron en una avenida empedrada que describía una curva a lo lejos, sombreada por frondosos castaños.

—Es aquí —dijo el conductor—. Por poco me paso, y hubiera tenido que dar la vuelta. Las viejas casas de la vieja aristocracia, sí. Pero ha llegado en el momento justo. En un año ya no quedará nada. Y también se marchará su amigo. Van a demolerlas, y quien quiera que viva aquí tendrá que marcharse, o lo aplastarán junto con las casas… Ya verá, dentro de muy poco las aplanadoras estarán aquí…

Un kilómetro más allá Harry vio que ése era el lugar que buscaba. Las ruinas de las antiguas mansiones se alzaban a uno y otro lado de la avenida, detrás de los castaños. Parecían estar deshabitadas en su mayoría, pero aquí y allá aún salía humo de alguna chimenea.

—Puede dejarme aquí —le dijo Harry al conductor. Cuando se apeaba del taxi, tras haber cogido su maleta, le preguntó al hombre—: ¿Hay autobuses por aquí? ¿Cómo puedo volver a la ciudad por la mañana, si me quedo a pasar la noche con mi amigo?

—Vaya hasta la carretera principal, en dirección a Bucuresti —le respondió el conductor del taxi—. Coja el lado derecho y siga caminando. En cada kilómetro hay una parada de autobús. Es imposible no verlas. ¡Pero no vaya por ahí mostrando sus dólares! Aquí tiene un poco de cambio. ¡
Banis
, mi amigo, y
leus
, o la gente se preguntará en qué está usted metido! —Y despidiéndose con la mano, se alejó en medio de una nube de polvo.

Lo demás fue instintivo; Harry se limitó a ir donde le llevaba su intuición. Muy pronto descubrió que estaba aproximadamente a un kilómetro y medio de su blanco, pero el tiempo y la distancia pasaban rápidamente, y sabía que iba en la dirección correcta. Se veían muy pocos signos de humanidad; el humo de una chimenea distante, y una pareja de campesinos con los que se cruzó y que iban en la dirección opuesta. Parecían exhaustos, y empujaban un carro lleno de muebles y de objetos personales. Harry, aun sin conocerlos ni saber nada de sus vidas, sintió pena por ellos.

Al cabo de un rato sintió hambre, y recordando los bocadillos de salami y el botellín de cerveza alemana que llevaba en su mochila, dejó la ruta y entró a un antiguo cementerio. Las tumbas no le incomodaban; por el contrario, allí se encontraba como en su casa.

El cementerio era muy grande y estaba muy descuidado; Harry caminó por entre las hileras de tumbas hasta que llegó a la pared trasera, muy alejada de la carretera. El antiguo muro tenía unos setenta centímetros de espesor, pero se estaba desmoronando en algunos lugares; Harry trepó por un sitio donde las piedras caídas habían formado una especie de escalera y encontró un rincón cómodo para sentarse. Los rayos del sol le llegaban filtrados a través de los árboles, y la tenue luz le recordó que sólo faltaba una hora para el ocaso, y tenía que llegar a la morada de Faethor antes de la puesta del sol. Pero no estaba preocupado; su instinto le decía que estaba muy cerca.

Comió los bocadillos —que estaban muy buenos— y bebió la cerveza contemplando el mar de tumbas. En otra época, sus ocupantes no le hubieran dejado en paz ni un instante, y tampoco él lo hubiera deseado. Aquí se habría encontrado entre amigos, ansiosos por contarle todo lo que habían pensado durante años. Y no habría importado que fueran rumanos, porque la lengua muerta, al igual que su gemela, la telepatía, es universal. Harry les habría entendido a la perfección, y también ellos a él.

Sí, pero eso era el pasado…, y el presente era muy distinto. Ahora le estaba prohibido hablar con los muertos, pero tenía que encontrar la manera de hablar con Faethor.

Cuando este nombre cruzó su mente, una nube cubrió el sol, y el cementerio quedó en sombras. Harry se estremeció y por primera vez se volvió y miró a sus espaldas, fuera del camposanto. Había allí campos desiertos, surcados por huellas y senderos medio invadidos por la maleza, con algunos montecillos y pilas de ruinas aquí y allá, y las cicatrices de antiguos cráteres aún visibles. Cerca de la carretera principal, a menos de un kilómetro, el suelo era pantanoso, seguramente debido a la acción de las aplanadoras, que habían destruido los desagües naturales.

Harry contempló el paisaje con los ojos de la memoria, superponiendo la vista actual y la vista recordada, y ambas se fundieron gradualmente en una sola. Y supo que el conductor del taxi estaba en lo cierto; dentro de un año —o quizá sólo de un mes—, hubiera llegado demasiado tarde. Porque uno de esos montones de escombros era seguramente la morada de Faethor, y muy pronto las aplanadoras la reducirían a nada, la nivelarían con los terrenos circundantes.

Harry se estremeció, bajó del muro fuera del cementerio y comenzó a explorar las ruinas una a una. Y cuando la penumbra apagó la luz de la tarde, encontró el lugar que buscaba. Los pájaros se mantenían lejos de él; no había abejas ni otros insectos, y tampoco se veían frutos o flores entre el follaje; hasta las arañas se cuidaban de no acercarse a la última morada de Faethor en la Tierra. Todo esto parecía una peculiar advertencia, pero Harry no tenía más remedio que ignorarla.

El lugar no era exactamente tal como lo recordaba. La carencia de desagües había hecho que lo surcaran pequeños cursos de agua, que se estancaban en la menor hondonada. Aquello se había convertido en una ciénaga, con la diferencia de que allí no se veía ningún mosquito. Harry no tenía por qué preocuparse, ningún insecto lo picaría mientras dormía. Aunque ése, de todos modos, hubiera sido el menor de sus problemas.

La oscuridad era a cada instante más intensa, y Harry cogió el saco de dormir que llevaba en la mochila y preparó su cama en un montecillo cubierto de hierba y cercado por paredes bajas en las que trepaba la hiedra. Hizo sus necesidades detrás de un montón de escombros cercano y cuando regresaba al lugar que había elegido para pasar la noche vio que no estaba completamente solo. Al menos los pequeños murciélagos rumanos no temían al lugar; volaban silenciosos por sobre su cabeza, y luego se dirigían a sus terrenos de caza, lejos de allí. A su manera, quizá rendían homenaje a la antigua y maligna criatura que había muerto allí.

Harry fumó un cigarrillo —uno de los pocos que se permitía—, y luego arrojó la colilla a la oscuridad como un pequeño meteorito que se extinguió en un charco. Tras unos instantes cerró la cremallera de su saco de dormir, adoptó la postura más cómoda que le fue posible y se preparó a enfrentarse con lo que le trajeran sus sueños…

¿Harry?
—La monstruosa, oscura voz se presentó de inmediato, penetrando sin preámbulos en su mente dormida—.
De modo que has venido
. —Se oía tan cercana y vibrante como la voz de un ser humano vivo, y Harry percibió en ella una intensa satisfacción.

Pero en su sueño, por más que se esforzaba, Harry no conseguía recordar por qué estaba allí.

Reconocía la voz de Faethor, sin duda, pero no sabía qué impulsaba al vampiro a hablar con él. A menos que fuera para atormentarle. Y Harry se mantuvo en silencio, porque lo único que recordaba era que le habían prohibido hablar con los muertos.

¿Qué, otra vez con lo mismo?
. —Faethor se impacientaba—.
Ahora, escúchame, Harry Keogh. Yo no he ido a buscarte, sino que, por el contrario, eres tú quien ha venido a visitarme a Rumania. Y en cuanto a que te está prohibido hablar conmigo —o con los muertos en general—, es precisamente por eso por lo que estás aquí, para que yo pueda, deshacer lo que te han hecho
.

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