Quiero agradecer especialmente la ayuda de Antonio Negrillos, sobrino nieto de Gregorio,
Gregorete
, Lendínez, el amigo de Cencerro en cuya casa de Valdepeñas de Jaén se refugió con Crispín el 16 de julio de 1947, y de la que ya no saldría con vida. Gregorio Lendínez, que cruzó los Pirineos en el invierno de 1939 sólo para ser capturado, recluido en un campo francés, y enviado después por el gobierno de Vichy al campo de concentración de Mathausen, desde donde logró volver a Francia vivo, no estaba, obviamente, en Valdepeñas durante aquella época, pero su hermana Beni acogió y protegió a Tomás Villén durante todos los años que estuvo en el monte, para padecer después, junto con su familia, las consecuencias de su lealtad, una persecución que duró tres décadas. Su sobrino Antonio evocó toda su historia para mí en una larguísima y memorable comida, en Frailes, donde también conté con la memoria privilegiada de Manuel Ruiz López, más conocido por Manolo el Sereno, quien, con más de ochenta años, todavía fabrica su propio, exquisito aceite de oliva, con una prensa de mano y técnicas tradicionales. Manolo recuerda a Cencerro tan bien como todos los acontecimientos que vivió en aquella época, por lo que se ha ganado el derecho de aparecer, aunque sea de refilón, en este libro.
Pero el principal capítulo de mis agradecimientos no puede ser sino para Esther Estremera Villén, hija de Rafaela, la primogénita de Tomás Villén Roldán, único y genuino Cencerro, a quien tuve la fortuna de conocer en el invierno de 2011, gracias a la no menor fortuna de contarla entre mis lectores. Esther se encontró por sorpresa con el nombre de su abuelo en la lista de los «Episodios de una guerra interminable» incluida en la novela que abre la serie,
Inés y la alegría
, publicada en septiembre de 2010. Así, en vísperas de la presentación de aquel libro en Rivas Vaciamadrid, mi amigo Juan Manuel Llorca, jefe de gabinete del también viejo amigo mío y alcalde de Rivas, Pepe Masa, me llamó para decirme que tenía delante a la bisnieta de Cencerro, porque trabajaba frente a él, en otra mesa de la misma oficina. Y que su madre, vecina de Rivas desde hacía muchos años, quería hablar conmigo.
Esther me contó muchas cosas, y averiguó después muchas otras para mí, preguntando a su madre y a su tía Virtudes. A ella le debo la crónica del entierro de su abuelo, y la inconcebible historia de Carmen la Rosa, que estuvo nueve años y medio presa, entre la cárcel de Jaén y la de Málaga, por decir la verdad, que el hijo que esperaba era de su marido. Sus recuerdos, y los de su familia, salpican aquí y allá esta novela que se nutre tanto de la memoria de la represión que padecieron los Villén, como del orgullo con el que nunca, ni en los peores momentos, dejaron de recordar a Tomás.
A Esther le debo también el regalo de un libro que me ha resultado muy útil, la biografía de su abuelo que el historiador jiennense Luis Miguel Sánchez Tostado publicó en junio de 2010 con el título
Cencerro. Un guerrillero legendario
. En sus páginas descubrí algunas anécdotas que no conocía, como la inverosímil prohibición de cantar, silbar o tararear
La vaca lechera
en la Sierra Sur, aunque fue la propia Esther quien me contó que los falangistas que exhibieron el cadáver de su abuelo entraron en Castillo de Locubín entonando el estribillo. Igual de sorprendente resulta que el origen de esta prohibición estribara en la actitud de un grupo de guerrilleros, que en el feroz combate que libraron contra la Guardia Civil en Alcaudete, el 25 de diciembre de 1946, no dejaron de cantarla mientras disparaban sus fusiles.
Sánchez Tostado propone otra identidad para el traidor que vendió a Cencerro. Si mi hospitalario anfitrión de Valdepeñas se basaba en la memoria de sus vecinos para culpar a Pilatos, el biógrafo de su víctima esgrime los recuerdos de los vecinos de Castillo de Locubín para adjudicarle la traición a Toribio Baeza Palomino, alias Carambita, de quien asegura con certeza que mantuvo negociaciones con la Guardia Civil al más alto nivel, llegando a contactar con Marzal a través de un capitán con quien a su vez le puso en contacto un guardia castillero amigo suyo, apellidado Román y conocido por el mote de Tórtolo.
Yo he optado por fusionar ambas versiones en una traición múltiple, representativa de la clase de funestas casualidades, a menudo con mujeres de por medio, que le costaron la vida a muchos hombres en todas las zonas de España donde floreció la guerrilla antifranquista.
La muerte tardía que Carambita encuentra en el epílogo participa de la misma naturaleza. No sé cuándo ni dónde murieron él o Pilatos, pero Sánchez Tostado cuenta que en noviembre de 1973, un hombre indocumentado, de 73 años de edad, apareció ahorcado en un olivo del cementerio de Almodóvar del Río, un pueblo de Córdoba situado a más de cien kilómetros de Torrequebradilla, Jaén, donde estaba su casa. Se llamaba Antonio Cano Aceituno, era conocido por el mote de Enriqueto, y había vivido semiescondido, lejos de la Sierra Sur, durante 26 años, desde que, en 1947, guió a la Guardia Civil hasta un cortijo de Noalejo donde se hallaba un grupo de hombres de Cencerro. Así se hizo responsable de la muerte de, al menos, siete personas, un pastor que actuaba como enlace, cuatro guerrilleros, el casero y su hijo. La muerte de este último fue especialmente cruel, porque los guardias no habían previsto detenerle, pero cuando vio que se llevaban a su padre, insistió en acompañarle. Así, en lugar de protegerle, lo que logró fue que lo asesinaran por la espalda al mismo tiempo que a él, porque a ambos les aplicaron la ley de fugas en medio del monte, horas después de que el combate hubiera concluido. Enriqueto tenía motivos para esconderse, pero alguien le encontró, y le ajustó las cuentas cuando hacía ya más de dos décadas que la guerrilla no era más que un grave error estratégico para la dirección del PCE.
Por último, quiero agradecer a mis amigos de Jaén, y soy una mujer tan afortunada que tengo muchos, el entusiasmo y la generosidad con la que han colaborado conmigo para tejer la estructura de motes y apodos reales en la que he podido sustentar esta obra de ficción. Con muy pocas excepciones —Regalito, Pocarropa, Pleitista, Salsipuedes, Saltacharquitos, sobrenombres de auténticos guerrilleros de la zona que encontré en los libros que ya he citado—, todos los motes que aparecen aquí provienen de distintos pueblos de Jaén (Villacarrillo, Los Villares, Úbeda, Campillo del Río, Alcalá la Real), y son tan auténticos como la anécdota que les da origen, incluso en casos tan aparentemente literarios, de puro sofisticados, como los de Burropadre, Fingenegocios o Putisanto.
Aunque desde el principio dejé fuera de este proceso a Cristino Pérez Meléndez, para evitar identificaciones erróneas, o suspicacias indeseables, entre los vecinos de la verdadera Fuensanta de Martos y la Fuensanta de ficción donde sucede mi novela, Cándido Méndez, Alfonso Martínez Foronda, Juan Carlos Abril, Joaquín Sabina y Ángeles Moya, la madre de mi amiga Ángeles Aguilera, me permitieron reunir en un par de días muchos más motes de los que he sido capaz de utilizar.
Estoy segura de que, aunque contara lo mismo, sin todos esos nombres esta novela sería mucho peor, y desde luego, mucho menos verosímil.
A ellos, y sobre todo, y una vez más, a Cristino, y a Maribel, más que su ayuda, debo agradecerles el privilegio de su amistad.
Almudena Grandes
Madrid, diciembre de 2011