El Lector de Julio Verne (45 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: El Lector de Julio Verne
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Poco a poco, a lo largo del verano, fueron llegando dos clases de noticias, buenas y malas, de los que habían huido en primavera, porque muchos habían caído por el camino, pero otros habían llegado hasta Toulouse. Estos últimos inundaron el pueblo de cartas, fotos y recortes de periódicos desconocidos, pero hechos en español, por españoles, que publicaban retratos de grupo o de familia, donde hombres limpios, sonrientes y bien vestidos, posaban bajo un titular que les identificaba como bravos guerrilleros andaluces que habían logrado escapar de las garras del fascismo asesino. Pero así y todo, hubo gente, y de los dos bandos, que se negó a aceptar aquella realidad.

—Que esos no han salido de aquí, hombre —Paquito fue de los más insistentes—, que siguen en España y les cogerán cualquier día, ¿que no? ¿Tú no te has fijado en la foto esa que Carmona le incautó a Julián Cabezalarga? ¿No la has visto?

Sí que la había visto, no habría podido no verla porque estaba en una pared de la oficina, clavada con cuatro chinchetas. Era un retrato de grupo, unos quince hombres vestidos de paisano, entre los que se reconocía muy bien a Elías, por el flequillo, a Celestino, por esa frente tan ancha que había dado lugar al mote de su familia, a los dos Fingenegocios, y a algunos más, posando con tres o cuatro mujeres, entre ellas Fernanda la Pesetilla, que llevaba un uniforme blanco, como de cocinera, y estaba colgada del brazo de su marido, Nicolás Saltacharquitos. En aquel retrato había también dos desconocidos, uno altísimo, con el pelo rizado y unas gafas que debían de estar muy sucias, porque de sol no eran, pero tampoco dejaban ver bien sus ojos, y otro que no lo era del todo, porque medía un metro ochenta, tenía el pelo claro, los ojos de color miel, y era muy, muy guapo, aunque en mi opinión no tanto como Sanchís. Todos ellos estaban plantados en una acera, delante de la puerta de un bar, o un restaurante, en cuyo toldo aparecía un nombre que cualquiera de nosotros sabía leer de un tirón, «Casa Inés, la cocinera de Bosost». No se veía nada más que eso, ni coches, ni otras personas, ni placas con el nombre de la calle, ningún indicio de que aquella foto hubiera sido tomada en el extranjero. Por eso, porque todo en ella era inconfundiblemente español, Paquito no era el único habitante de Fuensanta de Martos que desconfiaba de que los guerrilleros hubieran logrado huir, aunque nadie sabía qué pintaba una palabra tan rara, Bosost, en todo aquello.

—Será el nombre de un plato, ¿no? —decía mi madre, apoyándose la labor en la tripa—. Como torrijas, o algo por el estilo, la especialidad de la casa…

—Seguro —la mujer de Romero asentía con la cabeza—, y luego será un potaje de judías, o algo así de corriente, no creas.

—No sé —terciaba la mujer de Carmona—, a mí, con tantas eses, me suena más a nombre de dulce, ¿no?, como si fuera un pastel, o un postre, algo así.

—Puede ser —concedían las otras dos, mientras seguían haciendo ganchillo a la sombra—, sí, como los petisús…

Yo las escuchaba sin decir nada, pero no desperdiciaba ninguna ocasión de llevarle la contraria a Paquito cuando nadie podía escucharnos.

—¿Pero no te acuerdas de que ese nombre era el que llevaba escrito en un papel aquel guerrillero que se suicidó a finales del año pasado? Y la dirección era de una calle de Francia, acuérdate…

—Sí, pero allí no aparecían los bosost por ninguna parte —me respondía él—. ¡Y anda que no debe haber «Casas Inés» en el mundo! Pero un montón, y además… ¡Joder, Nino! Cualquiera diría que te alegras de que se hayan escapado.

—No, si no es eso —reculaba yo—. ¿Cómo me voy a alegrar? Es sólo que, me guste o no, creo que no lleváis razón…

Al final, le hice una visita a doña Elena para mirar el significado de Bosost en la enciclopedia, pero ella me ahorró el trabajo con una sonrisa.

—Dile al animal de tu amigo Paquito —anunció, mientras yo todavía estaba pasando páginas— que Bosost es el nombre de un pueblo del valle de Arán, que, aunque él no lo sepa, está en Cataluña, en la provincia de Lérida.

Pero yo no quise decírselo, ni a él ni a nadie, y no tanto por precaución sino porque aquel dato sólo serviría para afirmarles aún más en la esperanza, o en el temor, de que Regalito volvería a Fuensanta de Martos con los pies por delante en cualquier momento. Hasta que, a finales de agosto, empezó a estallar, de mano en mano, una bomba que disipó hasta el último recelo de los más recalcitrantes.

Lo que llegó entonces a casa de Joaquín Fingenegocios y Vida Cuelloduro, no fue un recorte, sino una página de periódico entera, con una cabecera escrita en español,
Nuestra Bandera
, que no sólo era bien conocida para la mayoría de los adultos que la vieron, sino que además llevaba debajo, y bien clarita, una inscripción inequívoca, París, 2 de agosto de 1949. Pero ni siquiera eso resultó tan concluyente como su contenido, un reportaje que ocupaba toda la página bajo el titular
Una historia de película
.

«A mí, él siempre me había gustado, la verdad, desde que éramos niños, aunque sólo podíamos mirarnos de lejos, porque los dos sabíamos que mi familia jamás habría tolerado nuestra relación. Y aquella noche, cuando los perros ladraron, y salí tras ellos, y me lo encontré detrás de un matorral, con la pierna ensangrentada, y tan débil… Me dio igual que estuviera apuntándome con una pistola, porque ni por un momento pensé en entregarle, sólo en la alegría de estar con él. Así que le dije, guárdate eso, anda, no vaya a ser que me dispares sin querer y vayas a matarme precisamente ahora, que es cuando podemos estar juntos sin que se entere nadie. Y él me sonrió y se guardó la pistola, claro está.»

Quien hablaba así, con un desparpajo que le costó a doña Felisa unas fiebres imaginarias que le impidieron volver a salir a la calle hasta después de Navidad, era ni más ni menos que Isabel Mariamandil, o mejor dicho, la mujer desconocida y mundana, nueva y resplandeciente, hermosa, que había resultado de aquella jovencita mística y sin color a quien habíamos creído conocer cuando no teníamos ni idea de que Enrique Fingenegocios ya había entrado en su vida como un elefante en una cacharrería.

«Yo sabía adónde tenía que ir», declaraba él en la misma entrevista, «aquella tarde, cuando me hirieron, tenía más cerca otro cortijo de confianza, pero me arrastré como pude para llegar al de la abuela de Isabel. Sabía que ella estaba allí porque me gustaba vigilarla desde arriba, mirarla con unos prismáticos.» Ella le arrastró hacia la casa, le encaramó en la mesa de la cocina, le lavó la herida, le sacó la bala con el mango de una cuchara, y hasta le cosió, siguiendo las instrucciones que le iba dando el propio herido. «Fue el peor momento de mi vida, el peor, tener que hurgarle en la herida y cosérsela después… No quiero ni acordarme, ¡tenía tanto miedo de que se infectara! Pero tuve mucho cuidado, todo salió bien, y subí un colchón al desván, le hice la cama allí, y le tuve… No sé, más de un mes, ¿no?, hasta que se puso bien del todo.»

Para saber lo que había pasado en aquel desván, bastaba con ver la foto que ilustraba aquel reportaje y en la que, como si presintiera el regocijo que sería capaz de levantar durante un instante el ánimo de los suyos, Enrique Fingenegocios había posado un brazo sobre los hombros de Isabel Mariamandil, aunque su mano derecha, mucho más abajo de lo necesario, se apoyaba descaradamente en uno de los pechos de aquella mujer florecida, irreconocible en su vestido ceñido, escotado, en los rizos de su pelo suelto, en la vivacidad de su sonrisa de labios pintados, tan semejante a la del hombre feliz que la acompañaba.

—Y pensar que la he tenido tan cerca todos estos años… —se lamentó el Portugués una tarde mientras bajábamos juntos desde el cortijo de las Rubias, porque me había pedido que le acompañara a ver a Manolo el Sereno, un hombre de Frailes al que quería comprarle aceite para el restaurante de una conocida suya—. Pero ahí mismo, ¿eh?, al alcance de la mano, como quien dice, y que no me haya dado cuenta de nada, hay que joderse… ¡Qué tía!, ¿no? Qué lista, qué valiente, y lo buena que se ha puesto, además, menudo par de tetas, ¿de dónde habrán salido, si antes no se le veían por ninguna parte? Joder con Fingenegocios, qué ojo clínico tuvo el muy cabrón, ya me habría gustado a mí…

—¿Qué? —y Paula, que había bajado corriendo detrás de nosotros, porque se había olvidado de decirle a su novio que se había quedado sin tabaco, irrumpió en nuestra conversación dándole un capón en la cabeza—. ¿Qué te habría gustado a ti, Pepito?

—¡Coño, Paula, qué susto me has dado! —al principio, él se conformó con llevarse la mano a la coronilla—. Y me has hecho daño, encima.

—¿Daño? Una brecha es lo que tendría que hacerte, por golfo, así que contéstame de una vez, ¿qué es lo que te habría gustado a ti?

—¿Y a ti? —Pepe el Portugués se revolvió, rodeó a su novia con los dos brazos para inmovilizar los suyos, la levantó en vilo, inclinó su cabeza hacia ella—. ¿Qué es lo que te gusta a ti, Paulita?

—Ni se te ocurra, Pepe —Paula intentaba zafarse, movía las piernas en el aire, los brazos en el reducido espacio que la presión de los brazos de su novio le consentía, y le dio una patada, luego otra, hasta que él cruzó las piernas y ella ya no pudo mover más las suyas—. Que está el niño delante…

—¡Ah!, claro, para darme de hostias no importa que esté el niño aquí delante, pero ahora que te tengo trincada… —y yo creía que se estaban peleando, parecía que se estaban peleando, pero justo en ese instante, ella se echó a reír como si nunca se hubiera divertido tanto—. Pues no te vas a ir de rositas, ¿sabes? Lo menos que puedo hacer es chuparte la nariz.

—No, no, no, no… —Paula seguía riéndose, echaba la cabeza para atrás, se apartaba de él tanto como podía y no podía dejar de reír—. No me chupes la nariz, por favor, por favor, ni siquiera la punta, que me da mucho asco.

—Con que te da asco, ¿eh? —él se reía tanto como ella, y si yo no lo hubiera sabido ya, la forma en que la miraba habría bastado para demostrarle a cualquiera por qué aquella cabra montesa le había gustado siempre más que su hermana Filo, más que aquella lancha neumática de Jaén, más que cualquier retrato de Isabel Mariamandil—. Joder, Rubia, eres muy chulita tú, ¿no?, para tener tantos ascos. Bueno, pues te chupo un ojo, qué le vamos a hacer…

—¡Que no! Un ojo, menos, por lo que más quieras, no me chupes un ojo… —y cuando Pepe sacó la lengua, la risa apenas le consentía articular lo que estaba diciendo—, por favor te lo pido, que eso sí que no lo soporto…

—Pues vamos a tener que hacer un trato —su novio la besó en los labios y no la soltó, aunque dejó que sus pies se posaran de nuevo en el suelo—. A ver, ¿por qué me lo cambias?

—Te lo cambio…

Paula movió la cabeza hacia arriba y se quedó mirando al cielo con su propia lengua apoyada en el filo de los dientes. Estaba pensando, pero antes de que llegara a avanzar una oferta, Pepe se volvió hacia mí.

—Vete, Nino, que eres muy pequeño.

—¿Y el aceite? —le pregunté, para intentar alargar mi papel en aquella escena.

—¿Qué aceite?

En ese momento, Paula escondió la cara en su cuello y le dijo algo al oído que yo no pude oír, pero que a él le encantó, a juzgar por la risita que dejó escapar mientras levantaba la cabeza para que ella sembrara su piel con muchos besos pequeños y repetidos, lentos y húmedos, desde el hombro hasta la mandíbula.

—¿Te parece bien? —le preguntó después con una voz distinta, salvaje y mansa a la vez.

—Sí —contestó él, con la misma súbita ronquera—, me parece muy bien.

—Pues el aceite que íbamos a comprar en Frailes —insistí yo, a riesgo de ponerme pesado—, para esa amiga tuya que tiene un restaurante.

—Pero estarás en deuda conmigo —ella le miró y se echó a reír como si ninguno de los dos me hubiera oído—. Lo sabes, ¿no?

—¿Cómo que en deuda? Joder, tú sí que eres lista, Paulita. Yo no sé cómo haces las cuentas, que siempre acabo debiéndote algo…

—¿Has visto? —y volvió a reírse.

—Que qué pasa con el aceite… —insistí, y no esperaba que ninguno de los dos me respondiera, pero me equivoqué.

—Que te largues, Nino —porque Pepe rodeó la cintura de su novia con un brazo para devolverle los besos uno por uno mientras extendía el otro con el índice tieso, señalando al camino que llevaba al pueblo—. Pero cagando hostias, ya, vamos…

Levantó la cara del cuello de la Rubia para mirarme y me hizo un gesto con la cabeza que era una amenaza, pero me regaló al mismo tiempo una risa tan tonta, tan frenética como las suyas. No había entendido el sentido de las palabras que acababa de oír, y sin embargo, lo había entendido, porque aquella escena me había excitado más que los dos únicos besos en la boca, el de Sanchís y Pastora, el de Filo y Elías, que había logrado ver en mi vida. Por eso no me resistí, y eché a andar hacia el pueblo con un humor mejor que bueno, un júbilo físico, puntiagudo, placentero y doloroso a la vez, que no me estorbó para comprender que una vez más, y ya había perdido la cuenta, el Portugués acababa de salirse con la suya. A pesar de las secretas ventajas que lograra extraer de la aritmética, Paula no volvería a mencionar a Isabel aquella tarde, estaba tan seguro de eso como de que algún día tendría que morirme, pero de todas formas, al llegar a la primera curva conté hasta diez, retrocedí un par de pasos sin hacer ruido, y pude verles al fin también a ellos, besándose en la boca en medio del camino.

Aunque ningún otro vecino de Fuensanta sabría explotar con tanta astucia esa debilidad, Pepe no fue el único hombre del pueblo que pensó en Isabel Mariamandil de una sola manera durante las últimas semanas del verano de 1949. Pero aquella historia de película tuvo una consecuencia mucho más importante, porque ni el más desconfiado de los fuensanteños, de un bando o del otro, se atrevió a sospechar que un periódico español, ni siquiera clandestino, pudiera publicar una entrevista tan descarada, una foto tan impúdica como aquella, que bien se veía que no podía ser más que francesa. Así, la leyenda de Cencerro se escurrió sin remedio, para lo bueno y para lo malo, por el canalillo del escote de Isabel, un esplendor que al menos devolvió una efímera malicia a las sonrisas apagadas de quienes no tenían más remedio que conformarse con una paz que no era más que otra derrota, un fracaso menor y sin embargo más cruel tal vez que el primero, porque era el último, el definitivo. Y al día siguiente, cuando volví a casa a la hora de cenar después de acompañar al Portugués a Frailes, donde por fin le compró al Sereno noventa litros de aceite virgen que vendría a recoger un camión de una empresa de transportes de Madrid, la página de
Nuestra Bandera
ya había circulado incluso por la casa cuartel, para que los hombres respiraran aliviados mientras las mujeres sacaban sus propias conclusiones.

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