—¡Qué aburrimiento!, ¿no? —Paquito me habló al oído cuando ya llevaba un buen rato sentado a su lado—. Es un velatorio muy raro, el más raro de todos en los que he estado.
Por una vez, él no sabía nada y yo lo sabía todo, y sin embargo, el hijo de Romero tenía razón. Estábamos en un velatorio muy raro, respirando un ambiente ominoso, un aire turbio, tóxico como el de una charca, porque aquello no sólo era duro para Pastora, también era duro para los demás, esos hombres uniformados que cumplían con la inconcebible obligación de rendir honores al enemigo, tan inmóviles, tan marciales, tan bien formados, un orden impecable que se estrellaba con la confusión de sus sentimientos, de sus recuerdos, de sus sospechas.
Quizás, aquella ceremonia no fuera tan humillante para ellos como para Pastora, pero lo estaban pasando mal, y no había más que mirarles para descubrirlo, para adivinar lo que estaban pensando, la leyenda de Sanchís, el héroe de la quinta columna, aquella condena a muerte tan oportuna, aquella liberación tan milagrosamente puntual, esa tontería de que los rojos no le habían matado porque no les había dado tiempo, como si ellos no conocieran el brevísimo plazo en el que se puede matar a cualquiera, las condecoraciones que llevaba prendidas en el pecho y la muerte de Martínez, que era su compañero, que siempre había sido su compañero y siempre había sido falangista, el único falangista de la casa cuartel. Y tal vez no le hubiera matado él, sino la gente de Cencerro, pero lo más seguro era que lo hubiera matado él en nombre de la gente de Cencerro, eso ya no llegarían a saberlo nunca, como nunca sabrían desde cuándo habían tenido al enemigo en casa, a cuánta gente habría matado Miguel Sanchís antes y después del fin de la guerra, cuántos habrían pagado con sus vidas todas las vidas que había logrado salvar. Y de momento, allí estaban, vestidos de verde, con las botas brillantes, los botones relucientes y el tricornio bien encajado sobre la frente, cumpliendo con su deber, porque también les habían prohibido hablar, comentar siquiera entre ellos la verdad de aquella muerte asombrosa, y la estrategia del teniente coronel, la orden terminante de fingir dolor y admiración por un traidor, un impostor, un comunista, no hacía más que incrementar su angustia, la asfixiante incertidumbre que apenas se aliviaba recelando de todo, recelando de todos, aquella noche y al día siguiente, y al otro, y después, por siempre y para siempre. En eso, Miguel Sanchís se había salido con la suya, y hasta Paquito, que no lo sabía, se dio cuenta a su manera.
—Vámonos —le dije—. Mi madre me ha dicho que con estar media hora era suficiente, y ya debemos llevar aquí más tiempo.
—¿Se lo digo a Alfredo?
—Sí, pero vamos a salir de uno en uno, para no llamar la atención.
A la mañana siguiente, sin embargo, todos fuimos al entierro juntos, como si perteneciéramos a la misma familia. Era una orden. Las mujeres de todos los guardias esperaron con sus hijos en el centro del patio a que llegara Pastora, que no salió de su casa, sino de la oficina. El teniente, que ya la había interrogado el día anterior, volvió a interrogarla a primera hora, y cuando la vi salir, flanqueada por mi padre y por Romero, pensé que la habían detenido, pero no era así. Ellos la escoltaron hasta el cementerio para que no fuera sola, y aquello, que también había sido una orden, evitó que se cayera al suelo un par de veces, porque andaba sin mirar dónde ponía su pie sano, su pie enfermo, sin mirar al suelo, ni al cielo, sin mirar la calzada, las aceras, los edificios, como si ella no pretendiera en realidad mover las piernas, como si no fuera una mujer, sino una muñeca, una autómata que caminaba porque le habían dado cuerda, y tenía los ojos abiertos porque nadie había activado el mecanismo preciso para cerrarlos, y estaba estropeada, rota, desajustada, y por eso andaba así, sin disimular su cojera, sin tirar de su pierna derecha, sin esforzarse por equilibrar con el resto de su cuerpo el desnivel de sus caderas irregulares. Aquella mañana se había equivocado al ponerse los zapatos. Llevaba la cuña que solía usar con los de tacón, pero se había calzado una zapatilla corriente en el pie izquierdo. Nunca había hecho eso antes, y su dejadez me conmovió tanto como el gesto exhausto de su rostro sin lágrimas, porque ya le daba igual quién la mirara, porque ya no quedaba nadie en el mundo para mirarla.
Recorrimos muy despacio, al ritmo de Pastora, y en silencio, las calles del pueblo, vacías de gente, todos los niños encerrados en casa sin salir ni al patio y ropas negras colgando en algunos balcones para llorar al Pirulete, porque en la taberna de Cuelloduro no se sabía otra verdad que la que se había inventado en un despacho de la Comandancia de Jaén. Carmela la Pesetilla estaba apoyada en el quicio de su puerta para vernos pasar, como hacía siempre, pero no se dio cuenta de que Curro y mi padre volvían la cabeza al mismo tiempo para no tener que verla. Yo sí la miré, y volví a sentir mucha rabia, mucha pena por ella, por mí, por nuestra mierda de vida.
La iglesia, donde don Bartolomé dirigió un responso por el eterno descanso de Miguel Sanchís, estaba casi vacía. Las fuerzas vivas habían decidido ahorrarse el entierro, porque con el velatorio habían tenido bastante, y sólo habían acudido los chivatos, los soplones de la Guardia Civil. Pepe el Portugués estaba también, solo, en el último banco. Tenía muy mala cara y me dio miedo vérsela al pasar a su lado, pero él mismo la justificó después de la oración, al acercarse al teniente para darle el pésame y excusar su presencia en el cementerio.
—Creo que he cogido la gripe —le dijo también a mi padre, con esa voz pequeña y vacilante que le hacía parecer un pobre hombre—. Me encuentro fatal. Siento la cabeza como si la tuviera llena de agua, y me duelen las piernas.
—Ya se ve —asintió la mujer de Izquierdo, tocándole la frente—. Yo creo que tienes fiebre y todo.
—Pues vete a casa y métete en la cama, Pepe —sentenció su marido, y cuando ya se alejaba, después de estrechar la mano de Pastora, murmuró para sí—. Hay que ver, qué mirado es este hombre…
Después del entierro, los niños fuimos a la escuela aunque eran ya casi las once, porque era otra orden. Tres horas después, cuando volvimos, el único taxi de Valdepeñas, porque en mi pueblo no había ninguno, estaba aparcado en la puerta del cuartel, y su dueño acomodando media docena de bultos entre el maletero y la baca. Mi madre estaba en el patio, con las demás mujeres, pero antes de tener tiempo para preguntarle qué pasaba, vi a Pastora, sin sombrero pero con el abrigo puesto, en el zaguán de su casa, abierta de par en par, y ni rastro de aquella cortina de chapas que me gustaba tanto. Era lo único que se había llevado consigo, aparte de su ropa, su colección de zapatos desparejados, su costurero y poco más, porque hasta un par de días después no llegaría un camión para trasladar los muebles.
—¿Se va ya? —susurré al oído de mi madre, y ella asintió con la cabeza—. ¿Tan deprisa?
No llegó a repetir aquel gesto, porque en ese momento la viuda de Sanchís cerró los ojos, se acercó al umbral de la puerta, inclinó la cabeza muy despacio hacia el marco de madera y lo besó, aplastó los labios contra él y mantuvo la presión un segundo, quizás dos, para besar el tiempo que había vivido en aquella casa, la felicidad que había conocido en aquellas habitaciones prestadas, o quizás sólo el rastro de su marido, su olor, sus huellas, el aire que habían respirado juntos. Aquel beso tristísimo e inútil, cargado de un amor que la madera no podía apreciar, nos trastornó a todos, pero apenas tuvimos tiempo para interpretarlo, porque Pastora apoyó un instante la mano izquierda en la pared, como si se hubiera mareado de repente, abrió los ojos, dejó escapar las últimas lágrimas que veríamos en ellos, se puso el sombrero y, moviendo apenas la mano en el aire para despedirse de nosotros, se fue muy deprisa, forzando el ritmo asimétrico, desigual, de sus dos piernas como solía hacer antes, sin molestarse ya en disimular que estaba escapando en lugar de marcharse. Los que nos quedamos en el patio escuchamos el ruido de la puerta del coche al cerrarse, el estrépito del motor que arrancaba, el chirrido de las ruedas deslizándose sobre el empedrado, y seguimos quietos, callados, mirándonos los unos a los otros sin atrevernos a decir, a hacer nada, como si la huida de Pastora nos hubiera atrapado en una maldición imprevista.
—Bueno —dijo por fin la mujer de Carmona, en voz alta—. Pues ya está.
—Sí —mi madre le dio la razón mientras cogía a Pepa de la mano—. Esto ya se ha acabado.
—Eso —la madre de Paquito también se puso en marcha—. Todos a casa, que es hora de comer.
Tenían razón, pero no la tenían. Sanchís estaba muerto y enterrado, Pastora había desaparecido tras él, pero las consecuencias de aquella muerte, los efectos de su verdad y sus mentiras, durarían mucho más tiempo, para sobrevivir incluso al final que se avecinaba.
Los compañeros de Miguel Sanchís nunca le olvidarían. Seguirían recordándole muchos años después de que se hubiera desvanecido en su memoria el rostro de sus auténticos caídos, el nombre de sus viudas, de la viuda de Martínez, que estaría cobrando una pensión inferior a la que Pastora recibiría todos los meses, con el complemento reservado a quienes han sufrido mucho por la patria, a quienes contrajeron en la zona roja méritos que consintieron a Franco ganar la guerra desde dentro, a las viudas de los titulares de medallas militares pensionadas. Eso fue lo que todos los habitantes del reducido mundo de la casa cuartel creyeron que iba a pasar, porque las órdenes de la superioridad habían sido tajantes, y no habían tomado en cuenta la justicia o la injusticia, las dudas o las hipótesis, los sentimientos ni los rencores de nadie. En la Sierra Sur ya había habido demasiados héroes rojos y no hacía falta ninguno más. El mando estaba dispuesto a pagar cualquier precio a cambio de enterrar la verdad sobre la heroica muerte de Miguel Sanchís.
Muchos años después, yo acabé enterándome, por caminos que jamás podría revelar a mi madre, y mucho menos a mi padre, de que en realidad no había sido así. Pastora llegó a Madrid, se instaló en casa de su hermana, y vivió tranquila poco más de tres meses, hasta que recibió una notificación de la Dirección General de la Guardia Civil que le informaba de que había sido investigada en orden a confirmar su derecho a percibir los haberes que se le habían venido abonando hasta entonces. Dicha investigación había determinado que su conducta previa al Glorioso Alzamiento Nacional, no sólo la hacía indigna de seguir percibiéndolos, sino que la obligaba a devolver todo lo que había recibido hasta entonces, incluida la liquidación de Socorros Mutuos, por la que su marido había cotizado todos los meses de todos los años que sirvió en el Cuerpo. La viuda de Sanchís vendió todo lo que tenía para saldar la deuda económica, con sus correspondientes y ruinosos intereses, pero nunca terminó de pagar la otra. Condenada sin juicio a una inhabilitación civil que la impedía trabajar, poseer bienes o abrir una cuenta en cualquier banco, sujeta a la obligación de presentarse todos los días en la comisaría de policía de Lavapiés, obligada a vivir siempre en la misma casa, sin derecho a moverse de Madrid ni siquiera para ir a comer al campo los domingos, Pastora, presa en el número 16 de la calle Buenavista, vivió una vida muy diferente de la que le envidiaban las mujeres de los guardias de Fuensanta, aunque nunca escribió a ninguna para contárselo. El comisario, de cuya buena voluntad dependía hasta para dormir por las noches, le había advertido expresamente que pagaría muy caro el menor indicio de semejante clase de comunicación, y a Pastora ya no le quedaba nada con que pagar, excepto una verdad que jamás traicionaría.
Michelín la había interrogado antes del entierro pero no se había atrevido a hablar claro, no había podido preguntarle qué sabía, y ella se había limitado a decir que no a todo, que no tenía noticias de que Miguel estuviera envuelto en ninguna actividad irregular, que nunca había sospechado que pudiera morir en un ajuste de cuentas, que no conocía ningún dato de la actuación de su marido durante la guerra que no figurara en su hoja de servicios, la carpeta en la que constaba que ambos habían pertenecido al Partido Comunista a partir de 1937, papel mojado, porque esa había sido la imprescindible cobertura del «ángel de las mujeres», la coartada que le había permitido moverse a su antojo entre Ciudad Real y Madrid, llevar a cabo planes arriesgadísimos, organizar fugas improbables, conectar entre sí a grupos tan precarios, tan amenazados, tan aislados, que a nadie le extrañaba que acabaran cayendo. Por eso había sido tan valioso que Sanchís hubiera logrado salvar a tantas personas, tantas inofensivas esposas y viudas de militares rebeldes de alta graduación a las que lograba pasar al otro lado o cobijar en alguna embajada para granjearse la eterna gratitud de los compañeros de armas de sus respectivos maridos, mientras los grupos armados, los falangistas, los francotiradores, los oficiales rebeldes emboscados en el Ejército Popular y los civiles que cobijaban sus redes, eran descubiertos y fusilados sin compasión, uno tras otro.
—¿Y qué iba a declarar Pastora? —le dijo mi padre a su mujer aquella noche, en la cama, sin sospechar que yo estaba escuchando al otro lado de la pared—. Si ella lo sabrá todo, si conocerá al enlace de su marido, a los miembros de su grupo, si será tan comunista como él… ¿Qué iba a decir? Pues que no, claro está.
—Pero esto no puede ser, Antonino, esto no puede acabar así.
—Pues así va a acabar, Mercedes. Lo único que les importa es que no se sepa la verdad. ¿Te acuerdas del pobre Sempere, que lo enterraron de mala manera para que nadie se enterara de que se había muerto, porque no les convenía declarar bajas? Pues esto, igual.
Pero no fue igual, porque ni la Dirección General de la Guardia Civil, ni el teniente coronel Marzal, ni los oficiales que trabajaban a sus órdenes en la Comandancia de Jaén, podían contar conmigo. Ninguno de ellos sabía que aquella noche, mientras escuchaba la conversación de mis padres, el ejemplar de
La isla del tesoro
que doña Elena me regaló cuando cumplí once años, ya estaba roto. No podían saber que yo había recortado con mucho cuidado una tira de la guarda posterior para escribir un nombre, una dirección que recuerdo todavía.
A la hora de comer, cuando mi padre trajo aquella nota, como un indicio cierto de que nunca llegaría a saberse la verdad, mi madre la guardó en un cajón con otras parecidas, nombres y direcciones de otras viudas del Cuerpo que habían perdido a sus maridos en acto de servicio, en Fuensanta de Martos, en los años cuarenta. Cuando volví de la escuela, ella estaba en la azotea, tendiendo la ropa, y Pepa, que pintaba con sus lápices, ni siquiera me preguntó qué estaba haciendo. No me arriesgué a pedir permiso para salir, porque sabía que madre me iba a decir que ni al patio, pero antes de que volviera con el cesto vacío, cogí uno de los lápices de mi hermana, las tijeras de la cocina, y recorté con mucho cuidado aquella tira del único papel del que nadie en mi casa descubriría jamás que faltaba un trozo. No me importó estropear el libro, porque sabía que Jim Hawkins era un niño valiente, y que lo habría entendido. Después de copiar su contenido, volví a dejar la nota en su sitio, le devolví el lápiz a mi hermana, las tijeras al cajón, me tiré en la cama a leer otra vez la historia del pirata Flint y su tesoro escondido, y volví a pensar que Elena, a la que echaba tanto de menos desde que había dejado de subir a la casilla vieja tres días a la semana, no tenía razón. Ya se lo había dicho una vez, una de aquellas tardes en las que nos quedamos juntos y solos, hablando de novelas de aventuras, en casa de su abuela. Todos los libros tratan del amor, aunque no haya chicas, ni besos, ni boda al final. Todos los libros tratan del amor, aunque el amor no sea más que la fascinación, la difícil lealtad de un niño bueno y valiente hacia un valiente y codicioso pirata con una pata de palo y un loro en el hombro.