Y sin embargo, mientras los veía caer, y levantarse para caer otra vez, también pensaba. Recordaba lo que me había dicho Pepe el Portugués y lo que yo ya sabía, lo que había sabido siempre, los gritos que escapaban de los calabozos, la voz de Laureano rompiendo el silencio de una noche cualquiera, el terror de Fernanda tras la pared de al lado, los camiones llegando por la carretera vieja, el miedo de mi madre, el de mi padre, y su estampa triste, encogida de frío, cuando entraba en la cocina de madrugada, la capa almidonada por la escarcha de otra madrugada estéril. Pensaba, y mientras mi cabeza se iba llenando de palabras, de razones, de argumentos, la sangre se iba volviendo más pálida, más clara, menos sangre, para convencerme de que, en realidad, las cosas no habían cambiado tanto. Yo siempre había sabido lo que temía saber, y nunca había querido preguntar para no correr el riesgo de descubrirlo. Ahora había descubierto algunas cosas más, que Regalito escondía armas en el desván de su casa, que mi padre no había llegado a tiempo de salvar a su propio padre, y por qué estaban viudas las madres de los ladrones de zapatos a los que había conocido en Almería, pero eso no cambiaba mucho las cosas porque yo estaba vivo, y vivía en Fuensanta de Martos, en 1948, porque tenía ojos, oídos y curiosidad, imaginación y una vida de mierda en la que dos y dos siempre sumaban cuatro, y los guardias civiles disparaban de noche sobre oscuros hombres desarmados. Yo no era como Paquito, no era como Alfredo ni como Miguel, y no sabía por qué, pero después de hablar con Pepe, había decidido pensar por mi cuenta, y eso me hacía menos idiota que ellos. Pensar era bueno, porque el pensamiento ahuyentaba a los cadáveres, transformaba en palabras y números a los asesinos y a sus víctimas, me obligaba a pensar en mí, ya no en los demás, y me imponía la necesidad de prometerme que yo nunca, jamás, por ninguna razón, ningún motivo, colaboraría, ni de cerca ni de lejos, en la desgracia, en el dolor, en la cárcel o en la muerte de nadie.
Aquella promesa me serenaba, me daba calor y confianza, y así, sin sospechar que no pasaría demasiado tiempo antes de que se convirtiera en algo más que una enfática cadena de palabras solemnes, logré por fin dormirme aquella noche. Me desperté muy tarde, casi a las once. El sol picaba ya detrás de los cristales, y el paisaje negro, sombrío, de los cuerpos sin vida desplomándose ante una tapia, parecía una ilusión hueca y tramposa, la dramática cáscara de una pesadilla incompatible con la realidad de una mañana de verano. Mientras el sol viajara por el cielo, todos estábamos a salvo, y por eso me levanté, me vestí, me zampé en un momento dos rebanadas grandes de pan con manteca y me fui a buscar a Paquito para estrenar un día corriente, un día semejante a muchos otros días, con su cartucho de pipas, y su baño en el río, y su partido de fútbol, y su propio despiste, tan parecido a los que, casi siempre, nos obligaban a volver a casa corriendo para sentarnos en la mesa cuando nuestras madres estaban ya sirviendo la comida. Sin embargo, la cuesta que subía hasta la casilla vieja se me hizo más dura que nunca aquella tarde.
Cuando llegué arriba, comprendí por qué. La puerta estaba abierta, como de costumbre, y doña Elena sentada a la mesa, esperándome. Tampoco allí parecía haber cambiado nada y sin embargo, todos los elementos que integraban aquella escena familiar, conocida, estaban tan perfectamente dispuestos que parecían falsos, como objetos pintados sobre un telón.
El tapete estampado que doña Elena utilizaba para proteger el tablero de madera barnizada, ocupaba el centro de la mesa con tanta exactitud como si hubiera medido con una cinta métrica los centímetros que lo separaban de cada extremo, y la misma sensación daba la máquina, que ocultaba el motivo central de la guirnalda de flores impresa sobre la tela en una posición escrupulosamente equidistante. A su izquierda, tres lápices recién afilados reposaban sobre una libreta como tres líneas paralelas sobre un rectángulo impecable. A su derecha, las cuartillas estaban apiladas con tanto cuidado que no parecían hojas, sino un libro blanco y sin portada, cuyo lomo, cosido con hilo transparente, no pudiera apreciarse a simple vista. Doña Elena, erguida en la silla, los brazos flexionados, las manos abiertas sobre el tapete como custodios de la máquina de escribir, parecía la suma sacerdotisa de un templo consagrado a la armonía geométrica, la expresión más pura de esa pulcritud que siempre había formado parte de ella misma y sin embargo nunca la había envuelto con tanta precisión como aquel día, desde la cabeza, donde había recogido en la disciplina de un moño severísimo hasta el más rebelde de sus cabellos, hasta los pies, que parecían uno solo, tan bien alineados estaban en sus zapatos de piel usada, brillante y muy limpia.
Todo eso vi hasta que me miró. Cuando levantó la cabeza y me miró, dejé de calcular cuántas veces habría colocado, corregido, retocado y revisado cada objeto para estrellarme con una luz oscura, caliente, sucia, que era inexacta, y torpe, y desordenada, y que nunca antes había visto en sus ojos.
—Desde que te marchaste el otro día, he estado pensando en qué podría decirte, Nino —aquella voz apagada, sin brillo, también era nueva para mí—. Desde que te fuiste, ando buscando una historia que contarte, en mi cabeza, en los libros, en todas partes… Pero no la encuentro. Eso es lo que pasa con España, ¿sabes? Este país… Lo que pasa aquí ya ha pasado otras veces en otros sitios, pero no es igual, porque nosotros siempre llegamos a todo más tarde o más temprano que los otros, nunca a tiempo, y por eso… La verdad es que no sé qué decir. Que siento mucho lo de la otra tarde. Lo siento de verdad, Nino.
Yo tampoco supe qué decir. Me quedé parado a unos pasos de la mesa, sin atreverme a avanzar ni a retroceder, preguntándome qué hacer, cómo ir hacia ella, cuando doña Elena se levantó, y al hacerlo, lo desbarató todo, la exactitud matemática, inhumana, del tapete, la máquina, las cuartillas y los lápices, y en la reconfortante tibieza de aquel desorden, vino hacia mí, abrió los brazos para que yo me metiera dentro y eso hice, apretarme contra su cuerpo, aferrarlo con las dos manos, abrazarlo y dejarme abrazar, respirar con ella, la cabeza apoyada en su pecho, hasta que los dos nos serenamos por completo. Cuando nos separamos, doña Elena tenía los ojos húmedos, yo no. Yo ya había llorado todas mis lágrimas.
—Gracias —le dije. Ella asintió con la cabeza y no quiso añadir nada, pero yo había encontrado ya una solución para romper el silencio que nos abrumaba a los dos por igual—. ¿Usted se acuerda…? Me contó una vez la historia de un griego al que los dioses condenaron a cargar con una roca inmensa por una cuesta…
—Claro —me sonrió—. Sísifo.
—¡Eso, Sísifo! —y como si ese nombre actuara como un interruptor, una palanca capaz de ponernos en marcha, empezamos a andar hacia la mesa con una naturalidad aún titubeante—. Ayer intenté acordarme de su nombre, y no pude, y tampoco me acuerdo bien de su delito, el pecado por el que le castigaron.
—Bueno, pues te lo cuento otra vez —ella ocupó su lugar en la mesa, yo el mío, y entre los dos volvimos a estirar el tapete, a apilar las cuartillas, a colocar los lápices sobre la libreta—, pero luego damos clase, ¿eh?
Aquella clase fue el final de la historia, el broche que cerró el paréntesis de horror y conocimiento que se había abierto en el porche de las Rubias apenas dos días antes, y el principio de una vida nueva para mí, una vida donde ya no cabían la imprudencia, la inconsciencia y la sinceridad que me había permitido cultivar hasta entonces, privilegios infantiles que se habían extinguido bajo el peso de un secreto y de su precio, tan alto, tan insoluble, tan duradero como la condena de Sísifo. Pero en aquel momento, ni siquiera me di cuenta, tan contento estaba de haber vuelto a lo que yo aún creía que era mi vida de antes.
—Si quieres, mañana podemos recuperar la clase de antesdeayer —doña Elena me acompañó hasta la puerta, la abrió, y vimos venir a Paula, que apresuró el paso al comprender que ya habíamos terminado.
—¿Te vas, Nino? —me preguntó cuando aún le faltaba un trecho.
—Sí —y sólo entonces me acordé de que llevaba un paquete de tabaco en el bolsillo.
—Espérame, que quiero pedirte un favor.
La miré con atención y la vi como siempre, ni de mejor ni de peor humor que otras veces, pero tranquila, menos parecida a la protagonista del cuento de las tijeras del pescado de lo que yo esperaba.
—Cuando vuelvas a casa, si no te importa —lo único extraño era que me hablara con tanto miramiento—, pasa por la de Sanchís y dile de mi parte, por favor, que no hay miel.
—Que no hay miel —repetí—. Eso le digo, ¿no?
—Justo. Que al hombre del que me habló el Portugués no le quedaba ni un tarro, que la había vendido toda, ¿te acordarás?
—Claro —y me dije que no era un mal momento para debutar como Celestino—. ¿Pero por qué no se lo dices a él?
—¿A quién, a Pepe? —asentí con la cabeza y ella sonrió con un gesto que expresaba más satisfacción que otra cosa—. Porque ese no tiene cojones para subir aquí.
—¡Paula, por favor! —doña Elena la regañó sin demasiado énfasis mientras yo celebraba con una carcajada aquella prueba del amoroso infortunio del Portugués—. No hables así.
—¿Por qué? Si digo la verdad, sólo la verdad, ni más ni menos. Que no hay cojones.
—A lo mejor no —intervine, y me llevé a los labios dos dedos entreabiertos, como si sostuviera con ellos un pitillo—, pero sí que hay un regalo para ti.
Asentí con la cabeza a la interrogación que flotaba sobre sus cejas, y cuando me despedí de doña Elena, ella me siguió por el camino trasero con una docilidad insólita.
—Mira —cuando estuve seguro de que mi profesora no podía vernos, me saqué el paquete del bolsillo y lo sostuve en el aire.
—¡Ay, qué bien! —ella me lo quitó de entre los dedos sin darme tiempo a entregárselo—. ¡Qué alegría más grande!
—Ayer por la mañana vino a traértelo, pero como estás tan enfadada con él…
No estaba muy seguro de que me estuviera oyendo mientras la veía abrir el paquete, sacar un pitillo y llevárselo a los labios para encenderlo enseguida con una cerilla de la caja que tenía escondida en el sostén. Yo nunca había visto fumar a una mujer y creía que sería un espectáculo raro, hasta desagradable, pero Paula inhaló el humo con ansia, y cuando dejó escapar la primera bocanada, en su cara se pintó un placer tan intenso que sonreí sin darme cuenta, y seguí hablando sin pensar muy bien en lo que decía.
—Y le gustas mucho cuando te enfadas, ¿sabes?, eso dice, pero…
—Que le gusto cuando me enfado, ¿no? —pero ella sí era capaz de fumar y de interrumpirme al mismo tiempo—. Pues dile de mi parte que no sabe la suerte que tiene.
—Pero si está muy mal, Paula, en serio, lo está pasando fatal. No come, no habla, yo creo…
—Que se va a poner malo, ¿no?
—Sí, eso es —admití, descolocado por aquel alarde de perspicacia—. Bueno, ya se ha puesto, está malísimo, pero… ¿Cómo lo has adivinado?
—¡Ay, ay, ay! —me cogió del cuello y me zarandeó en broma, sin hacerme daño—. ¿A ti no te da vergüenza ser tan canijo y tan embustero ya? ¡Anda que, con bueno te has ido a juntar, qué barbaridad! Todos sois iguales, desde pequeñitos, lo mismo de caraduras, que es que no tenéis remedio… Ea, me voy —apuró el pitillo y aplastó la colilla contra el suelo—, que no se te olvide lo de la miel, ¿de acuerdo?
—Sí, pero… —y cuando ya se estaba marchando, hice un último intento—. ¿Y al Portugués qué le digo?
Mientras bajaba la cuesta, iba pensando que lo mejor para él sería que no acudiera a la cita, pero al llegar al cruce, me lo encontré sentado en una piedra, esperándome.
—¿Qué? —y me sonrió, como si esperara grandes cosas de mi embajada.
—Que si te gustan las gordas —pero no me quedó más remedio que repetir el mensaje de Paula palabra por palabra—, que te las pagues.
—¡Joder! —se levantó y empezó a sacudirse los pantalones a manotazos de rabia—. ¿Eso te ha dicho?
—Tal cual. ¡Ah! Y que si te gusta tanto cuando se enfada, no sabes la suerte que tienes, porque va para largo.
—¡Pues sí que estamos bien! —entonces se paró a pensar un instante y me miró con el ceño fruncido—. Pero entonces la has visto…
—Claro.
Se lo conté todo, y sobre todo, la alegría con la que Paula había recibido su regalo, el placer con el que la había visto fumar. Pretendía animarle, darle esperanzas, pero apenas prestó atención al argumento principal de mi relato.
—Así que no hay miel, ¿eh? —concluyó por su cuenta, y lo repitió despacio, como si quisiera aprendérselo bien—. No hay miel. Qué raro.
—Pues eso me ha dicho, que el hombre que le dijiste ya no tenía —no se movía, ni me miraba, como si se hubiera perdido en la inmensidad de una noticia tan pequeña—, que la había vendido toda.
—Ya, lo que pasa es que me extraña, porque… —pero enseguida sacudió la cabeza, sonrió y echó a andar hacia el pueblo—. Me habían contado que él compraba toda la miel de por aquí, que por eso nunca le faltaba, pero qué le vamos a hacer. Vamos, te acompaño a casa.
—¿Sí? Qué bien, porque así, si no te importa, hablas tú con Sanchís, mejor.
—Si quieres… Tampoco tengo otra cosa que hacer. Pensaba acercarme al cortijo, pero…
—Paula dice que no tienes cojones.
—Pues no, la verdad. Ya comprenderás que no están las cosas como para asomar los cojones por allí —movió los dedos en el aire como si fueran las hojas de una tijera imaginaria, y nos echamos a reír—. Anda, que si no me gustara tanto, le iban a ir dando a esa bestia…
Pero le gustaba mucho, le gustaba tanto como decía en voz alta y todavía más, porque cumplió sin rechistar una penitencia tan larga como el mes de julio, más de treinta días de cautelosas aproximaciones y decepcionantes resultados en los que casi siempre anduve yo metido de por medio, porque era yo quien subía los regalos y yo quien bajaba las respuestas, yo quien sembraba ruegos y recogía negativas, yo quien transmitía palabras de amor en ambas direcciones. Las de Paula no lo parecían, pero ella casi siempre se las arreglaba para merodear alrededor de la casa de doña Elena a las seis en punto, y sonreía, complacida por la intensidad de mis súplicas antes de decirme que no, que todavía no quería volver a verle, pronunciando con mucho cuidado el acento de aquel adverbio cruel, pero esperanzador al mismo tiempo.
—Llévale esto mañana, anda, a ver si se ablanda —y a veces era un mechero, y otras, una bolsa de caramelos, un cartucho de bombones, un pañuelo, un frasco de colonia—, porque yo ya no sé…