Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
—Eres un buen nadador —dijo recibiéndole entre sus brazos.
—En Coptos, pocos son los niños que no aprenden a nadar. Casi todos nuestros juegos los hacíamos en el río.
—Conoces bien el río, entonces.
—Un poco.
—¿Puedes sentir su poder?
—Claro, en él reside la verdadera fuerza de este país.
Ella le pasó los brazos alrededor de su cabeza y le besó.
—Hapy bendice la tierra de los faraones, ¿no es así? —dijo casi en un susurro—. Pero también puede ser peligroso y destructivo; es en cierta forma variable. Ésa es la esencia de la que te hablé antes y la que se halla en mí misma.
Shepsenuré la miró sin hacer mucho caso a sus palabras, sujetándola con sus brazos como si tuviera miedo a que desapareciera como un espejismo. Hasta la noche acompañaba aquel momento de máxima felicidad, con una luna completamente llena, que rielaba sobre el río con destellos plateados.
—Isis vela por tu felicidad esta noche —dijo ella leyéndole el pensamiento.
Luego más besos y caricias, miradas, suspiros…
Salieron del agua con las manos entrelazadas riendo como jóvenes enamorados y con sus cuerpos aún mojados se tumbaron de nuevo en el diván. Volvieron a acariciarse sin prisas, pues el tiempo se había detenido extrañamente para ellos. Un regalo más que Shepsenuré recibía aquella noche de su enigmático destino.
Fue ella ahora la que le cubrió el cuerpo de besos y hábiles roces que hicieron de nuevo despertar su virilidad, hasta sentirse poseído otra vez por la misma desesperación que antes.
Ahora fue Men-Nefer quien se sentó a horcajadas sobre él, acoplándose con destreza en el cuerpo del egipcio. Él puso ambas manos sobre sus caderas siguiendo el movimiento circular que la diosa empezó a imprimir con ellas. Otra vez la puerta de los sublimes goces se abría de par en par. De nuevo la sensación de liberación de todo cuanto de negativo había tenido su existencia; flotaba.
Se dejó llevar por Men-Nefer con aquel ritmo lento y acompasado hasta donde ésta quiso; al éxtasis absoluto. Próximo al paroxismo final, ella unió sus labios con los de él en el más apasionado de los besos imprimiendo una mayor cadencia a sus caderas. Cuando el cuerpo de Shepsenuré se estremeció agitado por los espasmos, Men-Nefer introdujo la lengua en su boca succionando con frenesí. El egipcio sintió claramente cómo una fuerza que le sobrepasaba se apoderaba de él y absorbía su esencia vital a través de aquellos labios. Era como si le despojaran de su voluntad y él asistiera impotente, sabedor de que nada podía hacer. Su
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surgía de lo más profundo de sus entrañas para abandonarle.
Tumbado en aquel diván con el cuerpo de aquella criatura todavía sobre él, se vio invadido por un irresistible sopor. Hizo vanos esfuerzos por mantener los ojos abiertos, mas éstos no obedecieron y sus párpados se hicieron cada vez más pesados. La última imagen que pudo retener fue la de Men-Nefer inclinada sobre él, mirándole fijamente con una luz que parecía no ser de este mundo, mientras gotas de agua de su mojado cabello caían sobre sus mejillas.
Era ya bien de mañana cuando Shepsenuré se despertó. El sol incidía directamente sobre sus ojos con toda la fuerza propia de las proximidades del verano. Se los protegió con una mano mientras trataba de incorporarse con dificultad. Regresaba de un sueño tan profundo, que tardó unos instantes en tomar conciencia de la realidad. Se sentó en el diván restregándose los ojos con ambas manos, y enseguida miró a su alrededor buscando a Men-Nefer; pero allí no había nadie más que él y el silencio.
Se levantó y se encaminó a la escalera que daba al río zambulléndose en sus aguas. Permaneció un buen rato sumergido mientras recuperaba una clara visión de cuanto había sucedido; reviviendo una noche que había sido quizá parte de un sueño. Después, salió del Nilo y se tendió un rato al sol para secarse. Se encontraba como nunca en su vida, descansado y libre de temores, pues una celestial criatura se los había quitado, creía que para siempre, haciéndole sentirse eufórico y vivificado.
Cuando sus miembros se despojaron de la humedad, se vistió y echó un vistazo alrededor. Pero a nadie vio, sólo al silencio levemente transgredido por el cercano murmullo del agua. La casa parecía deshabitada.
El egipcio abandonó el lugar como entró, solo. Las puertas, al igual que la noche anterior, estaban abiertas; mas esta vez ningún gato le despidió en el jardín.
Nemenhat y Nubet habían tenido su primera disputa. Todo se debía a la elección de la futura morada que ambos deseaban compartir, pues habían decidido casarse. Nemenhat había apalabrado una magnífica casa con amplios jardines, situada no muy lejos del emplazamiento del antiguo palacio de Merenptah; un lugar idílico sin duda, y que sin embargo no era del agrado de Nubet.
Ella se negaba a abandonar su barrio, aduciendo que no pensaba dejar de ayudar a los vecinos por el hecho de casarse.
—Los vecinos me necesitan a diario, y para algunos de ellos soy su única opción. Si me voy a vivir a esa casa, no podré atenderlos.
—Es la casa de nuestros sueños. Desde sus terrazas se puede ver el río, y allí la brisa del norte llega suave al atardecer. Tiene tantas habitaciones, que no tendremos que preocuparnos por el espacio cuando vengan los hijos. Además, los jardines que la rodean son muy hermosos, y hasta tiene un estanque.
—Te digo que aunque se tratara del mismo palacio del faraón, no lo desearía. Debes comprender que aquí hago una labor que nadie podría realizar si me marcho.
—Pero piénsalo, jamás tendremos una oportunidad como ésta. Una casa así no es fácil de encontrar.
—No hay nada que pensar, tienes que entender que nuestra vida no nos pertenece por completo. Esta gente me necesita, Nemenhat.
A partir de allí, la discusión se hacía interminable. Que si entonces es que no me quieres de verdad; que si antepones las necesidades de los demás a las de tu familia; qué pasará entonces cuando tengamos niños…
El enfado duró algunos días, pero a la postre ambos se reconciliaron pues se sentían profundamente enamorados. Nemenhat cedió y decidió que lo mejor sería que fuera ella la que eligiera la casa.
En otro orden de cosas, el joven estaba un poco preocupado. Había habido otra inspección en los almacenes de la compañía, en la que los funcionarios habían demostrado los mismos malos modos que la vez anterior. No hubo ninguna irregularidad que les pudieran imputar, pero la advertencia que alguien les mandaba, era diáfana.
Hiram, por su parte, movió sus influencias con mucha prudencia para hacer sus averiguaciones; pero en principio, en ningún estamento del Estado existía denuncia alguna contra él. Todo parecía ser obra únicamente del inspector jefe de aduanas del puerto; departamento con el que, por otra parte, Hiram siempre había mantenido buenas relaciones. Eso le hizo pensar que, seguramente, había otras personas detrás del asunto con oscuros intereses. Intentó hacer sus pesquisas, mas no obtuvo resultados pues aparentemente nadie sabía nada.
Alerta a cuanto ocurría, Nemenhat obraba con la máxima prudencia. Intuía que todo se debía al comercio de aquellas joyas, pero después que su padre le dijera que durante la fiesta no intercambió con Ankh más que saludos de bienvenida, se hallaba un poco desconcertado. Prefirió por tanto no hablar a Hiram de su antigua relación con el escriba, hasta que tuviera algún indicio sobre si él estaba detrás de la cuestión.
Por si esto fuera poco, había otro hecho que pesaba sobre su conciencia como la más incómoda de las cargas; era su oscuro pasado. Nemenhat nunca había imaginado que pudiera llegar a preocuparle tanto, y sin embargo así era. La proximidad de su boda con Nubet había despertado en él este sentimiento. No quería ni pensar en lo que ocurriría si la joven se enteraba que su futuro marido había sido un profanador de tumbas. Ni todo el amor que ella pudiera sentir le salvaría de la desgracia. Él, por su parte, había decidido ocultárselo para siempre, pues estaba convencido de que aquello formaba parte de un pasado que ya nada tenía que ver con él. Pero en su interior era consciente de que, en cierto modo, traicionaba a la muchacha encubriendo aquel pecado; era por eso que se sentía incómodo y malhumorado. Mas había tomado una decisión y no pensaba revocarla. Llevaría su pecado él solo y viviría con él durante el resto de sus días. Era, al menos, parte de la penitencia que sin duda algún día le impondrían los dioses.
Pero a pesar de todas estas inquietudes, Nemenhat se sentía desbordado de ilusión ante las perspectivas que se abrían en su vida. El casarse con Nubet y fundar una familia era su anhelo máximo en aquel momento y estaba convencido de que todos los problemas serían superados al compartir el amor de la joven.
Por otro lado, su trabajo con Hiram le proporcionaba más satisfacciones de las que nunca hubiera podido imaginar. Gracias a él había salido del extraño aislamiento que había significado su vida anterior, y le había proporcionado unos conocimientos, de otro modo imposibles de alcanzar, y de los que se sentía orgulloso.
Cada día cumplía sus obligaciones con el fenicio como si de su propia empresa se tratara; mas a la caída de la tarde, se despedía apresuradamente e iba en busca de su amada.
La encontraba siempre enfrascada en la preparación de algún compuesto o atendiendo a algún vecino aquejado con cualquier tipo de trastorno. Los intestinales resultaban ser los más frecuentes, y a Nemenhat le sorprendió ver el elevado número de parroquianos que eran portadores de parásitos.
Nemenhat la intentaba rescatar lo antes posible y daban un paseo como cualquier pareja de enamorados, haciendo planes para su futuro y llenando de promesas de amor imperecedero sus corazones; convencidos de que juntos serían felices para siempre.
Una tarde, mientras iba de camino a casa de Nubet, Nemenhat se encontró con Min. No fue un encuentro casual, pues el hombre de color llevaba un rato esperándole y así se lo hizo saber.
Hacía mucho tiempo que Nemenhat no le veía, aunque sabía de sus andanzas por Nubet y por los comentarios que Seneb solía hacer de él. Su futuro suegro se enojaba muchísimo por lo que él llamaba falta de disciplina personal, y se resignaba por no poder hacer carrera de él.
—Es poseedor de todos los vicios —volvía a repetir cuando se le soltaba la lengua a causa del vino.
Y aunque exagerado, no le faltaba parte de razón, pues de sobra era conocida la afición por la bebida, el juego y las mujeres, del gigantesco africano.
Cuando, a menudo, regresaba casi al amanecer de sus juergas nocturnas, Seneb le reprendía con dureza amenazándole incluso con encadenarle, para evitar que se escapara en busca de aquellos placeres concupiscentes de los que, en ocasiones, hablaba el viejo horrorizado. Min solía aguantar la reprimenda mirándole con cara compungida y los ojos desmesuradamente abiertos sin decir una palabra. Luego su boca se abría mostrando la mejor de las sonrisas y Seneb quedaba desarmado por completo, pues sabía que detrás de aquel libertino se encontraba la bondad personificada. Aquel hombre les quería más que a nada en el mundo, y estaba seguro de que sería capaz de dar su vida tanto por él como por su hija, a la que adoraba. Además, se tomaba muy en serio su trabajo y le era de gran ayuda a la hora de practicar los embalsamamientos; aunque dicho sea de paso, su trabajo le había costado.
Atrás quedaban los tiempos en los que era mejor estar pendientes de él, como cuando cambió dos momias de lugar y se entregaron equivocadamente a sus familiares, o como aquella vez que al finado le habían fabricado un sarcófago de un tamaño algo más pequeño que él, y para solucionarlo, Min le quebró las piernas y le encajó en el ataúd lo mejor que pudo. Qué duda cabe que esto no era la primera vez que ocurría, incluso en las Casas de la Vida, a veces se hacían arreglos semejantes; pero a pesar de ello, esta práctica, a Seneb le horrorizaba.
—¿Dices que llevas un buen rato esperándome? —preguntó Nemenhat—. Pues sí que es una sorpresa, aunque me alegro de verte.
—Yo también me alegro —contestó Min con su voz grave mientras le echaba una de aquellas miradas, como de hermano mayor, que solía dirigirle.
—Voy hacia tu casa, ¿me acompañas? —continuó Nemenhat levantando la cabeza para poder mirarle.
El africano asintió y juntos comenzaron a caminar calle arriba.
Permanecieron en silencio durante un tiempo, en el que Nemenhat le observó con curiosidad. A su lado, el egipcio parecía un pigmeo, pues escasamente le llegaba a la altura de sus hombros, por otra parte, hercúleos, como todo lo demás.
Min cogió una cantimplora que llevaba y bebió un largo trago. Nemenhat vio el epiglotis del poderoso cuello moverse al dar paso a aquel líquido y cómo el sudor le corría por su rapada cabeza.
—¡Ah! —exclamó Min al terminar de beber.
Luego al ver que el joven le observaba, le volvió a mirar con cierta autosuficiencia.
—Es para los testículos, ¿sabes? —dijo al fin.
—¿De veras? —preguntó sonriendo Nemenhat—, no sabía que estuvieras enfermo de ellos.
—No estoy enfermo —dijo algo incómodo—. Es por el ajetreo.
Nemenhat lanzó una carcajada.
—Te ríes porque todavía no eres consciente de las necesidades reales de un hombre —exclamó con retintín.
Al joven le divertía escuchar a Min hablando en ese tono.
—Cuando se sufre tanto desgaste hay que ser precavido —continuó presuntuoso.
—¿Por qué?
—Los jóvenes de hoy en día no sabéis nada de la vida. Yo a tu edad ya te daba mil vueltas. ¿Acaso ignoras que la fuente de la que brota la vida puede secarse?
—¿Te refieres al
mu
(esperma)?
—A qué si no.
—Vamos, Min, todo el mundo sabe que el
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procede de los huesos.
—En eso estáis equivocados.
Nemenhat hizo un gesto cómico.
—Creéis que lo sabéis todo y no es así. En el pueblo del que procedo, cualquier chiquillo te explicaría que el semen viene de los
ineseway
(testículos).
Nemenhat le miró perplejo.
—Si dejas que la fuente se seque, se acabó; serás un hombre sin simiente.
—Pero por lo que veo, tú no tendrás ese problema.
—No —dijo torciendo el gesto malicioso.
—Y todo gracias al contenido de esa cantimplora que llevas. Bueno, dime al menos qué contiene.
—Eso no puedo hacerlo —contestó dándose ciertos aires de importancia—. Es una poción mágica y por tanto secreta. Me la recetó Nubet.