—Me va bien —respondió Harvey—. ¿Ha dicho usted «hermano» Rictus?
—Somos de la misma carnada, hablando llanamente —dijo Jive—. Supongo que llamas a tus padres de vez en cuando.
—Sí —respondió Harvey—. Ayer mismo los llamé.
—¿Te echan a faltar?
—No lo parece.
—Y tú, ¿les echas de menos a ellos?
Harvey se encogió de hombros.
—En realidad, no —dijo.
(Esto no era del todo verdad; tuvo sus días de añoranza, pero sabía que de haber vuelto a casa habría estado en la escuela al día siguiente, y lo que deseaba era pasar algo más de tiempo en la casa de vacaciones.)
—Entonces, ¿piensas aprovechar al máximo tu estancia aquí? —dijo Jive, bailando. Era una especie de danza mágica, subiendo y bajando peldaños de la escalera.
—Sí —dijo Harvey—. Sólo quiero divertirme.
— Y ¿quién no? —exclamó Jive con una sonrisa burlona—. ¿Quién no? —Se puso al lado de Harvey y le susurró al oído—: Hablando de diversión...
—¿Qué? —dijo Harvey.
—No has devuelto a Wendell la broma que te hizo.
—No, no lo hice —respondió Harvey.
—¿Y por qué narices no lo has hecho?
—Nunca se me ha ocurrido cómo.
—Bien, estoy seguro de que podremos tramar algo entre los dos —respondió Jive maliciosamente.
—Ha de ser algo que él nunca hubiera podido sospechar —dijo Harvey.
—Esto no será difícil —afirmó Jive—. Dime, ¿cuál es tu monstruo favorito?
Harvey no tuvo que pensarlo mucho.
—Un vampiro —contestó con una maliciosa sonrisa—. Encontré aquella fabulosa máscara...
—Las máscaras son un buen comienzo —dijo Jive—, pero los vampiros han de poder planear, saliendo de entre la niebla... —extendió sus brazos, doblando sus largos dedos como las garras de alguna ave de rapiña— lanzarse en picado sobre la presa, agarrarla y remontar el vuelo en dirección a la Luna. Puedo verlo ahora.
—También yo —dijo Harvey—. Pero no soy un murciélago.
—¿No?
—A ver, ¿cómo puedo volar?
—Ah —dijo Jive—. Haremos que Marr trabaje en ello. Después de todo, ¿qué es un Halloween sin una transformación o dos? —Consultó el reloj del abuelo en el descansillo—. Aún estamos a tiempo de hacerlo esta noche. Vete abajo y dile a Wendell que os encontraréis fuera. Yo subiré al tejado a encontrarme con Marr. Reúnete allí con nosotros.
—No he subido nunca al tejado.
—Hay una puerta en el rellano superior, arriba de todo. Te veré allí dentro de unos minutos.
—Tengo que ir por mi máscara, el abrigo y lo demás.
—No vas a necesitar ninguna máscara esta noche —dijo Jive—. Confía en mí. Ahora, date prisa. No perdamos tiempo.
Sólo le llevó a Harvey uno o dos minutos decir a Wendell que saliera. Estaba seguro de que Wendell sospechaba algo, y probablemente prepararía algún contraataque, pero Harvey sabía que él y Jive tenían en la manga algo que incluso Wendell —gran experto en tácticas del susto— no podía sospechar. Trazada la primera parte del plan, subió como un rayo las escaleras, encontró la puerta que Jive había mencionado y subió al tejado.
Las alturas nunca habían sido un problema para él: le gustaba estar por encima del mundo y contemplarlo mirando hacia abajo.
—¡Aquí! —gritó Jive.
Y Harvey corrió por los estrechos pasadizos, escalando luego los empinados tejados hasta el lugar donde su colega conspirador le estaba esperando.
—¡Pisa con cuidado! —observó Jive.
—No hay problema.
—¿Hay que volar? —dijo una tercera voz mientras su dueño salía de la sombra de una chimenea.
—Ésta es Marr —dijo Jive—. Otro miembro de nuestra pequeña familia.
Al contrario de Jive, que parecía suficientemente ágil para andar por los aleros si se le antojaba, Marr parecía tener sangre de babosa en alguna parte. Harvey casi esperaba ver cómo sus dedos dejaban rastros plateados en el ladrillo que había tocado, o ver aparecer suaves cuernos en su
cabeza
calva. Era gorda, y su carne a duras penas se adhería a sus huesos, acabando en viscosos pliegues por donde podía: alrededor de la boca, ojos, cuello y muñecas. Extendió su brazo y tocó a Harvey.
—He dicho: ¿hay que volar?
—No entiendo la pregunta —dijo Harvey, apartando su mano.
—¿Lo has hecho mucho?
—Una vez volé a Florida.
—No se refiere a volar en avión —le dijo Jive.
—Oh...
—¿En sueños, tal vez? —dijo Marr.
—Ah, sí. Sueño que vuelo.
—Esto está bien —respondió Marr, sonriendo con satisfacción. No tenía un solo diente en su boca.
Harvey miró con disgusto aquel agujero vacío.
—Te estás preguntando dónde han ido a parar, ¿no es cierto? —dijo a Harvey—. Admítelo.
—Bien, pues sí.
—Carna me los quitó, el bruto ladrón. Tenía unos buenos dientes, unos preciosos dientes.
—¿Quién es Carna? —quiso saber Harvey.
—No importa —dijo Jive, acallando a Marr antes de que pudiera contestar—. Vamos a lo nuestro antes de que perdamos este buen momento.
Marr musitó algo entre su respiración y luego dijo:
—Ven, muchacho —extendiendo sus brazos sobre él. Su contacto era gélido.
—Se siente algo mágico, ¿eh? —preguntó Jive mientras los dedos de Marr flotaban sobre su cara, frotando aquí y allá—. No tengas miedo. Ella sabe lo que hace.
—Y ¿qué es lo que hace?
—Convertirte.
—¿En qué?
—Díselo tú a ella —dijo Jive—. No durará mucho y, por tanto, disfrútalo. Anda, dile que quieres ser un vampiro.
—Esto es lo que quiero hacerle ver a Wendell —les dijo Harvey.
—Un vampiro... —dijo Marr en voz baja.
Ahora sus dedos presionaban con más fuerza sobre su piel.
—Sí, quiero tener colmillos como un lobo, una garganta roja, y una piel blanca, como si hubiera estado muerto durante mil años.
—¡Dos mil! —apostilló Jive.
—¡Diez mil! —continuó diciendo Harvey, empezando a disfrutar del juego—. Y ojos locos que puedan ver en la oscuridad, y orejas puntiagudas como las de los murciélagos.
—¡Espera! —dijo Marr—. Voy a hacerte todo esto perfectamente.
Sus dedos trabajaban fuertemente ahora sobre él, como si su carne fuera yeso y ella lo moldeara. Sentía un hormigueo en su cara, y quería tocársela con la mano, pero temía estropear aquel trabajo artesanal.
—También ha de tener piel peluda —observó Jive—. Pelo negro y liso en su cuello...
Las manos de Mar salpicaron su garganta y sintió cómo le salía pelo por donde tocaba.
—... ¡y las alas! —apuntó Harvey—. ¡No olvidéis las alas!
—¡Nunca! —respondió Jive.
—Extiende los brazos, muchacho —le ordenó Marr.
Obedeció y ella hizo deslizar sus manos sobre ellos, ahora sonriendo.
—Sale bien —dijo—. Sale bien.
Él bajó la mirada para verse a sí mismo. Asombrado, vio que sus dedos eran retorcidos y afilados y que tenía algo como una especie de alerones, como de cuero, colgando de sus brazos. Ahora el viento soplaba contra ellos, amenazándole con arrastrarle fuera del tejado.
—Ya sabes que estás jugando a un juego peligroso, ¿eh? —advirtió Marr mientras retrocedía un poco para contemplar su trabajo—. O bien te romperás la cabeza o marcarás la vida de tu amigo Wendell. O ambas cosas a la vez.
—¡No va a caerse, mujer! —dijo Jive—. Tiene destreza en esto. Estoy seguro de ello sólo con verlo. —Miró a Harvey con sus ojos bizcos—. No me sorprendería que hubieras sido vampiro en otra vida, muchacho —añadió.
—Los vampiros no tienen otras vidas —aclaró Harvey, con más dificultad en pronunciar las palabras por culpa de los grandes colmillos—. Ellos viven siempre.
—Correcto —afrimó Jive, chasqueando los dedos—. ¡Esto es! ¡Esto es!
—Bueno, ya estoy lista —dijo Marr—. Ya puedes irte, muchacho.
El viento sopló nuevamente, y si Jive no hubiera ido agarrado a él mientras andaban por el borde del tejado, seguro que se lo habría llevado.
—Allí está tu amigo —susurró Jive, señalando abajo, hacia las sombras.
Harvey comprobó con asombro que podía ver a Wendell con toda claridad, aun cuando la oscuridad en el césped era absoluta. También podía oírle: cada menor respiro y cada latido de su corazón.
—Ahora es el momento —siseó Jive, poniendo la mano en su espalda.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Harvey—. Me deslizo planeando, ¿o qué?
—¡Salta! —exclamó Jive—. El viento se encargará del resto. El viento o la gravedad.
Y con esto, empujó a Harvey, que cayó al vacío.
El viento no estaba allí para sostenerle. Se desplomó como una pizarra caída desde los aleros, mientras un grito de puro terror escapaba de su garganta. Vio a Wendell volverse con expresión de pavor en su cara. Luego vino un viento, frío y fuerte, de ninguna parte en particular, y en el momento justo en que sus piernas entraban en contacto con los arbustos se sintió levantar, subiendo y subiendo hacia el cielo.
El grito se convirtió en un alarido; su terror en placer. La Luna era más grande de lo que nunca la había visto, y su vasta cara blanca ocupaba toda su visión, como la cara de su madre cuando
se agachaba,
y le besaba para desearle buenas noches.
Pero esta noche no necesitaba dormir. No, no le hacía falta una madre deseándole felices sueños. Esto era mejor que cualquier sueño: volar con el viento bajo sus alas y el mundo estremeciéndose a sus pies bajo el terror de su sombra.
Buscó nuevamente a Wendell y le vio corriendo, en busca de seguridad en la casa.
«No. No vas a llegar», pensó. Y girando sus alas como velas de cuero, se lanzó en picado sobre su presa. Un chillido que helaba la sangre saturó sus oídos; por un momento creyó que era el viento. Luego descubrió que era su propia
garganta
la que emitía aquel sonido inhumano, y el chillido se convirtió en risa, una risa salvaje y lunática.
—No... por favor... ¡no! —Wendell sollozaba mientras corría—. ¡Que alguien me ayude! ¡Que alguien me ayude!
Harvey supo que ya se había vengado; Wendell estaba aterrorizado y fuera de sí. Pero era demasiado divertido para dejarlo ahora. Le gustaba sentir el viento debajo de él y la Luna a su espalda. Le gustaba la agudeza de sus ojos y la fortaleza de sus garras. Pero más que todo, le gustaba el miedo que causaba; le gustaba ver la cara de Wendell vuelta hacia arriba y el sonido del pánico en su pecho.
El viento lo llevó al césped; cuando aterrizó, Wendell se echó a sus pies, pidiendo clemencia.
—¡No me mates! Por favor, por favor, te lo ruego... ¡no me mates!
Harvey ya había visto y oído bastante. Su desquite se había cumplido. Ya era hora de terminar con el juego, antes de que la diversión se agriara.
Abrió la boca para identificarse, pero Wendell, al ver aquella garganta roja y los colmillos de lobo, pesó que esto significaba una muerte segura y empezó una nueva ronda de súplicas. Esta vez, sin embargo, no solamente pedía clemencia.
—Estoy demasiado flaco para que me comas —dijo—. Pero hay otro niño por aquí, en alguna parte...
Harvey gruñó al oír esto.
—¡Está! —insistió Wendell—. ¡Lo juro! ¡Y tiene más carne que yo!
—Escucha al chico —dijo una voz que venía de los arbustos, a su lado. Miró a su alrededor. Era Jive. Su alámbrica forma apenas era visible entre las matas—. Él quiere verte muerto, jovencito Harvey.
Wendell no oyó nada de esto. Todavía estaba proclamando la naturaleza comestible de su amigo, levantándose la camisa y sacudiendo su barriga para demostrar lo poco sabroso que era.