El ladrón de cuerpos (38 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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—Todo lo que dice lo dice en serio, ¿verdad?

—Por supuesto.

—j,Se da cuenta de que es como un niño? Tiene una gran sencillez. La sencillez de un santo.

Me reí.

—Mi querida Gretchen, me esta entendiendo mal en algo muy importante... aunque a lo mejor no. Si yo creyera en Dios, si creyera en la salvación, supongo que tendría que ser un santo.

Reflexionó largo rato; luego me contó en voz baja que hacía apenas un mes había tomado licencia en las misiones del extranjero. Vino de Guyana Francesa a Georgetown a estudiar en la universidad, y en el hospital sólo trabajaba de voluntaria.

—Sabe la verdadera razón por la cual pedí licencia?

—No. Dígamela.

—Quería conocer a un hombre, la tibieza de estar cerca de un hombre.

Quería saber cómo era, una sola vez. Tengo cuarenta años y nunca estuve con un hombre. Usted habló de aversión moral; ésas fueron las palabras que usó. Yo sentía aversión por mi virginidad, por la perfección absoluta de la castidad. Con independencia de lo que creo, me parecía algo cobarde.

—Le entiendo. Seguramente hacer el bien en las misiones a la larga no tiene nada que ver con la castidad.

—Por el contrario, están muy relacionados, pero porque el trabajo intenso es posible sólo si uno tiene la mente puesta en una sola cosa y no esta casado con nadie, salvo con Cristo.

Admití saber lo que me quería decir.

—Pero si el renunciamiento se convierte en un obstáculo para el trabajo —dije—, es mejor conocer el amor de un hombre, ¿verdad?

—Eso es lo que pensé. Sí. Vivir la experiencia y luego regresar al trabajo de Dios.

—Exacto.

Con voz soñolienta agregó:

—He estado buscando al hombre. Por el momento.

—Entonces ésa es la respuesta a por qué me trajo aquí.

—Tal vez. Dios sabe muy bien que todos los demás me causaban mucho miedo. A usted no le tengo miedo. —Me miró como sorprendida de sus propias palabras.

—Venga, acuéstese y duerma. Ya voy a tener tiempo de curarme, y usted de estar segura de lo que desea. Jamás se me ocurriría forzarla, hacerle nada que pudiera ser cruel.

—Pero, ¿por qué, si es el diablo, habla con tanta bondad?

—Ya le dije: ése es el misterio. O bien es la respuesta, una cosa o la otra.

Venga, acuéstese a mi lado.

Cerré los ojos. La sentí meterse bajo las mantas, la presión tibia de su cuerpo contra el mío, su brazo que me cruzaba el pecho.

—Sabes una cosa? Este aspecto de ser humano es placentero.

Estaba medio dormido cuando la oí susurrar:

—Creo conocer la razón por la cual tú pediste licencia —dijo— Quizá no la sepas.

—Me imagino que no me crees —murmuré. Las palabras me iban saliendo lentamente. Qué hermoso fue volver a rodearla con mi brazo, colocar su cabeza contra mi cuello. Le besé el pelo, en cantad con esa suave elasticidad sobre mis labios.

—Hay una razón secreta para que hayas bajado a la tierra y entrado en el cuerpo de un humano. La misma razón por la cual lo hizo Jesucristo.

—¿Cuál?

—La redención.

—Ah, ser salvado. Eso sí que sería lindo, ¿no?

Quise decir algo más, lo imposible que era pensar siquiera en semejante cosa, pero me estaba deslizando hacia el sueño. Y supe que no me iba a encontrar con Claudia.

Quizá después de todo no hubiera sido un sueño sino sólo un recuerdo.

Yo estaba con David en el Rijksmuseum, contemplando el gran cuadro de Rembrandt.

Ser salvado. Qué idea, qué idea atractiva, estrafalaria e imposible... Qué estupendo haber encontrado a la única mortal sobre la faz de la tierra que creyera seriamente en semejante cosa.

Y Claudia ya no se reía. Porque estaba muerta.

15

Primera hora del alba, cuando está por salir el sol. La hora en que, en el pasado, a menudo me encontraba meditando, cansado, medio enamorado del cambiante cielo.

Me bañé lentamente, con esmero, en el cuartito de baño lleno de luz tenue y vapor. Tenía la mente despejada y sentía regocijo, como si el hecho de que la enfermedad me hubiera dado tregua fuese una forma de felicidad. Me afeité con cuidado hasta que la piel quedó totalmente suave y después, registrando en el pequeño botiquín tras el espejo, encontré lo que buscaba: las funditas de goma que la pondrían a salvo de mí, de la posibilidad de que le plantara un bebé en sus entrañas, para que este cuerpo no le pasara ninguna otra simiente Sombría y pudiera perjudicarla de formas que yo no podía prever.

Extraños objetos esos, guantes para el miembro. Me habría gustado tirarlos, pero estaba decidido a no cometer los errores de antes.

Cerré la puertita - espejo tratando de no hacer ruido. Sólo entonces vi un telegrama pegado con cinta en la parte superior, un rectángulo de papel amarillento con letras algo confusas:

GRETCHEN, REGRESA, TE NECESITAMOS. NO HAREMOS PREGUNTAS. TE ESPERAMOS.

La fecha era muy reciente, de apenas unos días antes. Y el lugar de origen, Caracas, Venezuela.

Me acerqué a la cama con sumo cuidado para no hacer ruido, y coloqué los pequeños dispositivos de seguridad sobre la mesita, listos. Volví a acostarme a su lado y comencé a besar su boca dormida.

Lentamente besé sus mejillas, sus ojos. Quise sentir sus pestañas con mis labios. Quise sentir la carne de su cuello. No para matar: para besar; no por posesión sino para esa breve unión física que no robaría nada a ninguno de los dos; por el contrario, nos aunaría en un placer muy agudo, semejante al dolor.

Poco a poco fue despertando bajo mis caricias.

—Confía en mí —murmuré—. No te haré daño.

—Pero es que quiero que me hagas daño —me dijo al oído.

Con mucha suavidad le quité el grueso camisón. Quedó acostada boca arriba, mirándome, sus pechos hermosos como toda ella, las aureolas de los pezones muy pequeñas y rosadas, y los pezones mismos, duros. Su vientre era suave, sus caderas anchas. Una encantadora sombra de pelo marrón entre las piernas, reluciendo a la luz que se filtraba por las ventanas. Me incliné y besé ese pelo.

Besé sus muslos, separé sus piernas con la mano, hasta que se abrió a mí la carne tibia del interior, y sentí mi miembro rígido, preparado.

Contemplé su lugar secreto, cubierto, púdico, y un rosa oscuro en su tierno velo de plumón. Una excitación aguda me recorrió, endureciendo más mi miembro. Podía haberla forzado, tan urgente era la sensación que me inundaba.

Pero no, esta vez no.

Subí, me puse a su lado, le di vuelta la cara y acepté sus besos, lentos, torpes, inexpertos. Sentí su pierna apretada contra la mía, sus manos sobre mí, buscando la tibieza de mis axilas, el húmedo pelo inferior de ese cuerpo de hombre, oscuro, grueso. Era mi cuerpo, y estaba listo para ella, a la espera. Fue mi pecho lo que tocó, aparentemente complacida con su dureza. Mis brazos, los que besó como si valorara su fuerza.

La pasión que había en mí disminuyó levemente, pero al instante volvió a crecer, luego se apagó de nuevo, y una vez más aumentó.

No vino a mi mente ninguna idea de beber sangre; nada que tuviera que ver con la pujante vida de ella que en otra época yo podía haber consumido. Por el contrario, el momento estuvo perfumado con el suave calor de su cuerpo viviente. Y me pareció una bajeza que algo pudiera dañarla, que algo pudiera arruinar su misterio elemental, el misterio de su confianza, de su anhelo, de su miedo profundo y también elemental.

Deslicé mi mano hasta la puertita; qué pena que esa unión fuera a ser tan parcial, tan breve.

Después, cuando mis dedos tantearon el virginal pasaje, el fuego dominó su cuerpo. Sus senos se hincharon contra mí, y la sentí abrirse, pétalo a pétalo, al tiempo que su boca, dura, se pegaba contra la mía.

Pero, ¿y los peligros? ¿No la inquietaban? Parecía despreocupada en su pasión, totalmente bajo mi dominio. Hice un esfuerzo para detenerme, abrir el sobrecito y envolver mi órgano con la pequeña funda, mientras sus ojos pasivos seguían clavados en mí, como si ya no tuviera voluntad propia.

Era esa entrega la que necesitaba, la que su propio ser se exigía. Una vez más me puse a besarla. Estaba húmeda, lista para mí y no podía contenerme más, y cuando me subí sobre su cuerpo, noté el estrecho pasaje ceñido, caliente y enloquecedor, bañado en propios jugos. Vi que la sangre subía a sus mejillas y el ritmo se aceleraba; incliné mis labios para lamer sus pezones, para reclamar nuevamente su boca. Cuando dejó escapar el gemido final, fue como un gemido de dolor. Y ahí estaba otra vez el misterio: que algo pudiera ser tan perfecto, consumado, y haber durado tan poco, un instante invalorable.

¿Había sido unión? ¿Nos fusionamos uno con el otro en el clamoroso silencio?

No creo que haya sido unión. Por el contrario, me pareció la mas violenta de las separaciones: dos seres opuestos que se arrojaban en brazos uno del otro, en celo, torpemente, desconociendo los sentimientos insondables del otro, una vivencia de dulzura terrible como su brevedad, de una soledad hiriente como su innegable fuego Nunca ella me había parecido tan frágil como me pareció en ese momento, con los ojos cerrados, la cabeza vuelta contra la almohada, sus pechos ya aquietados. Me pareció una imagen para provocar violencia, para producir la más desenfrenada crueldad en el corazón masculino.

¿Eso a qué se debía?

¡No quería que ningún otro mortal la tocara!

No quería que su propia culpa la tocara. No quería que el remordimiento la afectara, que la rozara ninguno de los otros males de la mente humana.

Sólo entonces volví a pensar en el Don Misterioso, y no en Claudia sino en el dulce esplendor palpitante que fue hacer a Gabrielle. Armada de fortaleza y certidumbre, ella había iniciado su deambular sin sentir jamás tormento moral alguno cuando comenzaron a rodearla las infinitas complejidades del gran mundo.

Pero, ¿quién podía saber lo que era capaz de brindar la Sangre Misteriosa a cualquier alma humana? Y esa mujer, una persona virtuosa, que creía en dioses antiguos e implacables, bebía la sangre de mártires y el embriagador sufrimiento de mil santos. Ella por cierto nunca iba a pedir ni aceptar el Don Misterioso, como tampoco lo haría David.

Pero, ¿qué importaban esas cuestiones mientas ella no supiera con certeza que lo que yo decía era verdad? ¿Y si nunca podía demostrarle mi sinceridad? ¿Y si nunca volvía a tener la Sangre Misteriosa dentro de mí para dársela a nadie, y quedaba eternamente encerrado dentro de esa carne mortal? Permanecí callado, mirando cómo la habitación se iba llenando de claridad. Vi llegar la luz al cuerpo del Cristo crucificado que había sobre la biblioteca; la vi caer sobre la cabeza inclinada de la Virgen.

Acurrucados uno contra el otro, volvimos a dormimos.

16

Mediodía. Me había puesto la ropa nueva que compré el último aciago día de mi deambular: pulóver blanco de mangas largas, modernos pantalones de denim desteñidos.

Armamos una especie de pic nic frente al fuego crepitante, para lo cual extendimos una frazada sobre la alfombra. Sobre ella nos sentamos a comer juntos el desayuno tardío, mientras Mojo devoraba el suyo en el piso de la cocina. El menú fue una vez más pan francés con manteca, jugo de naranja, huevos duros y fruta cortada, en gruesas rebanadas. Yo me

alimentaba con ganas, sin prestar atención a las advertencias de Gretchen de que todavía no estaba curado del todo. Me sentía muy bien, y hasta su pequeño termómetro digital así me lo indicaba.

Tenía que viajar a Nueva Orleáns. Si el aeropuerto estaba abierto, tal vez pudiera estar allí al anochecer. Pero no quería dejarla en ese momento. Le pedí vino, Quería hablar. Quería comprenderla, y también tenía miedo de dejarla, de estar solo, sin su compañía. La perspectiva del viaje en avión introdujo en mi alma un temor cobarde. Además, me agradaba estar con ella...

Me había estado hablando sobre su vida en las misiones, de lo mucho que le había gustado siempre. Los primeros años los pasó en Perú, y de allí fue al Yucatán. Su último destino había sido en la selva de la Guyana Francesa, un lugar de primitivas tribus indígenas. La misión se llamaba Santa Margarita María y quedaba a seis horas de viaje, subiendo por el río Maroni en canoa a motor, desde la ciudad de St. Laurent, Junto con las otras monjas había reacondicionado la capilla de material, la escuelita pintada de blanco y el hospital. Pero a menudo tenían que dejar la misión e ir a visitar a la gente de las aldeas. Ese trabajo le encantaba, dijo.

Me mostró muchas fotos, pequeñas imágenes coloridas de las humildes construcciones de la misión, de ella y sus hermanas, y del sacerdote que iba a oficiar misa. Ninguna de esas monjas usaba hábitos ni velo; llevaban ropa de algodón blanco o color caqui y el pelo suelto (eran verdaderas monjas de trabajo, explicó). Y ahí estaba ella, radiante, feliz, sin esa expresión meditativa que se le notaba ahora. En una de las tomas aparecía rodeada de indios de tez morena, delante de una extraña edificación con complicados grabados en sus paredes. En otra estaba aplicando una inyección a un anciano espectral, y éste sentado en ana silla pintada de llamativo color.

La vida en esas aldeas selváticas era la misma desde hacía siglos, dijo.

Esos pueblos existían desde mucho antes de que los franceses o españoles hubieran puesto un pie sobre Sudamérica. No era fácil conseguir que confiaran en los médicos y los sacerdotes. A ella no le importaba si aprendían o no las oraciones, sino que se preocupaba por las vacunas y por una adecuada higiene de las heridas infectadas. Le preocupaba acomodar huesos quebrados para que esa gente no quedara tullida para siempre.

Desde luego, querían que ella regresara. Habían tenido mucha paciencia con su pedido de licencia. La necesitaban. El trabajo la aguardaba. Me mostró el telegrama, que yo ya había visto pegado en la pared del baño.

—Extrañas eso, es evidente —dije.

La estaba observando, esperando ver signos de culpa por lo que habíamos hecho juntos. Pero no le vi ninguno. Tampoco se la notaba angustiada por el telegrama.

—Por supuesto, voy a regresar —declaró con sencillez—. Quizá te parezca absurdo, me costó salir de ahí. Pero la cuestión de la castidad se había transformado en una obsesión destructiva.

Cómo no la iba a entender. Me miró con sus ojos grandes, serenos.

—Y ahora ya sabes —dije— que no es importante en absoluto que te acuestes o no con un hombre. ¿No es eso lo que averiguaste?

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