Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
Algo tengo que hacer, me dije. Pero, ¿qué? ¿Y si los médicos me daban algún sedante fuerte y quedaba tan atontado que no podía regresar a la casa de Georgetown? ¿Y si los medicamentos afectaban mi capacidad de concentración y después no podía realizarse la mutación de cuerpos?
Dios santo, ni siquiera había tratado de salir y elevarme de ese cuerpo humano, truco que me salía muy bien en ini otra forma.
Tampoco quise intentarlo. ¿Y si no podía volver a entrar? No, mejor esperar a James para tales experimentos, ¡y mientras tanto, no acercarme a médicos ni jeringas!
Sonó el timbre. Era la camarera bondadosa que me traía una bolsa llena de remedios: frascos de líquidos rojos y verdes, tubitos plásticos de comprimidos.
—Tendría que hacerse ver por un doctor —me aconsejó, mientras depositaba todo en hilera sobre el mármol del baño—. ¿Quiere que le llamemos uno nosotros?
—De ninguna manera —respondí, al tiempo que le entregaba más dinero y la acompañaba a la puerta. Pero me pidió que aguardara, y me preguntó si no podía sacar al perro puesto que ya había terminado de comer. Ah, sí, era una muy buena idea. Le puse más billetes en la mano. Luego le dije a Mojo que hiciera todo lo que ella le indicaba. La mujer parecía fascinada con Mojo. Algo dijo acerca de que su cabeza era más grande que la de ella.
Regresé al baño y contemplé los medicamentos. ¡Qué desconfianza les tenía! Pero tampoco era muy caballeresco devolverle a James un cuerpo enfermo. ¿Y si después no lo quería? No, difícil. Seguramente se quedaría con los veinte millones, y también con las toses del resfrío.
Bebí un trago de repulsivo jarabe verde, luchando por dominar las náuseas; después me trasladé con esfuerzo al living, donde me desplomé ante el escritorio.
Allí había papelería del hotel y un bolígrafo que funcionaba bastante bien, de esa manera resbaladiza que tienen los bolígrafos. Me puse a escribir y, aunque noté que me resultaba muy difícil con esos dedos grandes, perseveré lo mismo. Entonces anoté de prisa todo lo que había visto y sentido.
Seguí escribiendo pese a que casi no podía sostener la cabeza y me Costaba respirar a causa del resfrío. Finalmente, cuando no quedaba más papel y ya ni podía leer mis propios garabatos, metí las hojas en un sobre, le pasé la lengua para cerrarlo y lo dirigí a mi propio nombre, al departamento de Nueva Orleáns; luego me lo guardé en el bolsillo de la camisa, debajo del pulóver, donde no se me iba a perder.
Por último me tendí en el piso. El sueño se iba a apoderar de mí, cubriendo muchas de las horas mortales que me restaban, porque ya no me quedaban fuerzas para nada.
Pero no me dormí profundamente. Tenía demasiada fiebre, y miedo.
Recuerdo que la camarera amable entró con Mojo y volvió a decirme que estaba enfermo.
Recuerdo también que entró la empleada de la noche, preocupada como la otra. Y que Mojo se acostó a mi lado, y lo tibiecito que lo sentí cuando me acurruqué contra él, encantado con su olor, con el aroma maravilloso de su pelaje, aunque no fuera una emoción tan fuerte como habría sido en la época en que tenía mi antiguo cuerpo, y por un momento hasta pensé que estaba de vuelta en Francia, en aquellos viejos tiempos.
Pero en cierto sentido, la imagen de los viejos tiempos casi había quedado borrada por la nueva experiencia. De vez en cuando abría los ojos, veía una aureola alrededor de la lámpara encendida, veía las ventanas negras que reflejaban el mobiliario, e imaginaba que oía nevar afuera.
En algún momento me puse de pie, enfilé hacia el baño, me golpeé fuertemente la cabeza contra el marco de la puerta y caí de rodillas. ¡Dios mío, cuántos tormentos! ¿Cómo los sopor tan los mortales? ¿Cómo pude soportarlos yo alguna vez? Qué dolor. Como si se desparramara líquido bajo mi piel.
Pero peores calamidades me aguardaban. De puro desesperado tuve que usar el baño y limpiarme cuidadosamente después. ¡Qué desagradable! Y lavarme las manos. Temblando de repugnancia, debí lavarme las manos una y otra vez. Cuando descubrí que la cara de ese cuerpo se había cubierto con una sombra gruesa de áspera barba, me reí. Qué costra tenía sobre el labio superior, el mentón y bajando hasta el cuello de la camisa.
¿Qué aspecto me daba? De loco; de menesteroso. Pero no podía afeitarme todo ese pelo. No tenía navaja y, además, seguro que si lo hacía me cortaba el cuello.
Qué sucia la camisa. Me había olvidado de ponerme la ropa que compré, pero ¿no era tarde ya para eso? Aturdido, vi que mi reloj marcaba las dos.
Dios santo, casi la hora en que debía efectuarse la transformación. —Ven, Mojo —dije, y bajamos por la escalera en vez de usar el ascensor, lo cual no fue una gran hazaña puesto que estábamos apenas en el primer piso. Cruzamos el hall casi desierto y salimos a la noche.
Había nieve amontonada por todas partes. Las calles estaban realmente intransitables y hubo momentos en que volví a caerme de rodillas, los brazos hundiéndoseme en la nieve, y Mojo que me lamía la cara como tratando de darme calor. Pero seguí adelante, subí la loma no sé en qué estado físico y mental, hasta que por fin doblé la esquina y vi a lo lejos las luces de la casa.
La cocina en penumbras estaba llena de nieve suave, profunda. Me pareció sencillo atravesarla, hasta que me di cuenta de que por debajo de todo había una capa congelada, muy resbaladiza, resto de la tormenta de la víspera.
Así y todo logré llegar al living y me tiré tiritando en el suelo. Sólo entonces tomé conciencia de que me había olvidado el sobretodo y el dinero guardado en sus bolsillos. Me quedaban apenas unos billetes en la camisa. Pero no importaba. Pronto llegaría el Ladrón de Cuerpos.
¡Recuperaría mi vieja forma, todos mis poderes! Después, qué placentero sería rememorar la vivencia, sano y salvo en ini reducto de Nueva Orleáns, cuando el frío y la enfermedad ya no significaran nada para mí, cuando no existieran ya los dolores, cuando volviera a ser el vampiro Lestat que vuela sobre los techos, que tiende las manos hacia las estrellas lejanas.
El lugar me pareció muy frío comparado con el hotel. Me di vuelta una vez, divisé el pequeño hogar y traté de encender los leños con la mente.
Después me reí al recordar que todavía no era Lestat, que pronto arribaría James.
—Mojo, no soporto este cuerpo ni un instante más —le confesé en susurros. El perro se había sentado ante la ventana del frente y miraba la noche jadeando, empañando el vidrio con su aliento.
Traté de permanecer despierto pero no pude. Cuanto más frío sentía, más me envolvía la somnolencia. Y entonces se apoderó de mi un pensamiento aterrador: ¿y si, en el momento indicado, no lograba Salir de ese cuerpo y elevarme? Si no podía encender fuego, si no podía leer las mentes, si no podía...
Medio dominado por el sopor, traté de realizar el pequeño truco psíquico.
Dejé hundir mi mente casi hasta el borde de los sueños. Sentí la deliciosa vibración que a menudo precede la ascensión del espíritu. Pero no sucedió nada fuera de lo habitual. Lo intenté una Vez más. “Sube”, dije.
Traté de imaginar la forma etérea de mí mismo que se liberaba y elevaba hasta el techo. No tuve suerte. Imposible; Como si quisiera que me creciesen alas de plumas. Y estaba tan agotado y dolorido. De hecho, estaba amarrado a esas piernas inservibles, a ese pecho que me dolía, imposibilitado de respirar sin esfuerzo.
Pero pronto estaría allí James, el hechicero, el que conocía el truco. Sí. Ansioso por recibir los veinte millones, James dirigiría toda la operación Cuando volví a abrir los ojos vi la luz del día.
Me senté en el acto y miré hacia adelante. No podía haber error. El sol estaba alto en los cielos, y el aluvión de luz que derramaba entraba por las ventanas y caía sobre el piso encerado. Desde afuera me llegaban los ruidos del tránsito.
—Dios mío —musité en inglés, porque Mon Dieu no significa la misma cosa—. Dios mío, Dios mío, Dios mío.
Volvf a acostarme, tan azorado que no podía pensar con coherencia ni saber si lo que sentía era furia o un ciego temor. Después levanté lentamente el brazo para ver la hora. Once y cuarenta y siete de la mañana.
En menos de quince minutos la fortuna de veinte millones de dólares, que retenía un banco del centro, volvería una vez más a Lestan Gregor, mi propio seudónimo, el ser que había quedado abandonado dentro de ese cuerpo por Raglan James, quien obviamente no había regresado esa madrugada a la casa para efectuar el intercambio convenido. Y ahora, habiendo perdido esa inmensa fortuna, seguramente ya no volvería nunca más.
—Oh Dios, ayúdame —imploré en voz alta; de inmediato me vino flema a la garganta y las toses fueron como puñaladas en mi pecho—. Yo lo sabía.
Lo sabía. —Qué tonto había sido. Qué tonto.
¡Maldito sinvergûenza, deleznable Ladrón de Cuerpos, me la vas a pagar!
¡Cómo te atreves a hacerme esto! ¡Y este cuerpo! Este cuerpo que me dejaste, que es lo único que tengo para ir a buscarte, está realmente enfermo.
Cuando logré salir a la calle, ya eran las doce en punto. Pero, ¿qué importaba? No me acordaba del nombre ni la dirección del banco.
Tampoco podría haber dado una buena razón para presentarme allí, de todos modos. ¿Por qué habría de reclamar veinte millones que cuarenta y cinco segundos después volverían igualmente a mí? ¿Adónde iba a llevar esa masa temblorosa de carne?
¿Al hotel, a .retirar la ropa y el dinero?
¿Al hospital, para que me administraran los medicamentos que tanta falta me hacían?
¿A Nueva Orleáns, a ver a Louis para que me ayudara, Louis que quizá fuera el único capaz de ayudarme? ¿Cómo iba a localizar a ese miserable Ladrón de Cuerpos si no contaba con la colaboración de Louis? ¿Y qué haría Louis cuando me acercara a él? ¿Cómo me juzgaría cuando le contara lo que había hecho?
Me estaba cayendo. Había perdido el equilibrio. Traté de asirme de la baranda de hierro pero ya era tarde. Un hombre corría hacia mí. El dolor hizo explosión en mi cabeza cuando golpeé contra el escalón. Cerré los ojos y apreté los dientes para no gritar. Volví a abrirlos y vi sobre mí un plácido cielo azul.
—Llame a una ambulancia —le dijo el hombre a otro que había a su lado.
Eran sólo formas sin rasgos contra el cielo resplandeciente, el cielo claro, saludable.
—No! —intenté gritar, pero me salió apenas un áspero murmullo—.
¡Tengo que llegar a Nueva Orleáns! —Con un torrente de palabras traté de explicar lo del hotel, el dinero, la ropa, que por favor alguien me ayudara, que llamaran un taxi, tenía que viajar de inmediato de Georgetown a Nueva Orleáns.
Luego me quedé tendido en la nieve, callado, y pensé qué bonito era ese cielo con sus nubes blancas, e incluso esas sombras oscuras que me rodeaban, esas personas que intercambiaban susurros furtivos que no alcanzaba a oír. Y Mojo que ladraba y ladraba sin cesar. Traté de hablarle pero no pude, no pude decirle siquiera que no se preocupara, que todo iba a salir bien.
Se acercó una niñita. Distinguí su pelo largo, sus manguitas abullonadas y un trozo de cinta que se agitaba al viento. Me miraba desde arriba como los demás; su rostro era todo sombras y, tras ella, el cielo brillaba peligrosamente.
—jPor Dios, Claudia, hazte a un lado que me tapas el sol! —clamé.
—Quédese quieto, señor, que ya lo vienen a llevar.
—No se mueva, amigo.
¿Adónde se había ido ella? Cerré los ojos y traté de oír el ruido de SUS pasos en la acera. ¿Qué era esa risa que percibía?
La ambulancia. Máscara de oxígeno. Aguja. Entonces comprendí.
¡Iba a morir dentro de ese cuerpo y sería tan sencillo! Estaba Por morir, como millones de otros mortales. Ah, ésa era la causa de todo, el motivo por el cual el Ladrón de Cuerpos, el Angel de la Muerte había ido a yerme, dándome los medios que yo había buscado con mentiras y autoengaño.
Estaba por morir.
¡Pero no quería morir!
—Por favor, Dios,así no, no en este cuerpo. —Cerré los ojos entras murmuraba —Todavía no. ¡Por favor, no quiero morir!
No me dejes morir. —Estaba llorando, deshecho, lleno de miedo. Señor Dios, si alguna vez se me hubiera revelado un esquema más perfecto... a mí, el monstruo pusilánime que se internó en el Gobi, no para buscar el fuego del cielo sino por orgullo, por orgullo.
Cerré con fuerza los ojos. Sentía que las lágrimas rodaban por mis mejillas.
—No me dejes morir. Por favor, no me dejes morir. No ahora ni así. ¡No en este cuerpo! ¡Ayúdame!
Una manecita me tocó, tratando de buscar la mía. Me la apretó firme, tierna, tibia. Y tan suave, tan pequeña. Y tú sabes de quien es esa mano, lo sabes pero tienes tanto miedo que no abres los ojos.
Si ella está aquí quiere decir que te estás muriendo. No puedo abrir los ojos. Tengo miedo, mucho miedo. Lloro y me estremezco. Apreté con tanta fuerza su manecita que seguramente le hice daño, pero no me decidía a abrir los ojos.
Louis, ella está aquí. Vino a buscarme. Ayúdame, Louis, por favor. No puedo mirarla. No la voy a mirar. ¡No puedo soltar su mano! ¿Y dónde estás tú? Dormido dentro de la tierra, bajo ese descuidado jardín tuyo, con el sol que baña tus flores, dormido hasta que vuelva la noche.
—Marius, ayúdame. Pandora, dondequiera que estés, ayúdame. Khayman, ven a ayudarme. Armand, olvidemos los rencores. ¡Te necesito! Jesse, no dejes que me suceda esto.
Oh, el penoso murmullo de la plegaria de un demonio tapada por el ulular de la sirena. No abras los ojos. No la mires. Si la miras, se acabó.
¿Pediste ayuda en los últimos momentos, Claudia? ¿Tenías miedo? ¿Viste la luz como si fuera el fuego del infierno que llenaba el pozo de la ventilación, o acaso fue la luz hermosa la que inundó el mundo entero con amor?
Estábamos los dos juntos en el cementerio, en la noche tibia y fragante, tachonada de estrellas lejanas, bañada en suave luz púrpura. Sí, los numerosos colores de la penumbra. Mira su piel brillante de mujer, el oscuro magullón de sus labios femeninos, el color intenso de sus ojos.
Sostenía su ramo de crisantemos amarillos y blancos. Jamás olvidaré ese aroma.
—Mi madre está enterrada aquí?
—No lo sé, petite chérie. Nunca supe su nombre, siquiera.
—La madre ya estaba podrida, apestaba cuando la vi; las hormigas le caminaban por los ojos, le entraban por la boca.
—Tendrías que haber averiguado cómo se llamaba. Tendrías que haberlo hecho por mí. Me gustaría saber dónde la sepultaron.