Allí donde estaba ubicado, en un cuerpo humano, el estómago que tanto me dolía a veces, apreté como si hubiese un botón imaginario. Lo hice con la llave que me diera Klug. Encajó a la perfección.
El muro pareció volverse transparente, disolverse en el aire. Y entonces vimos… vimos algo hermoso, terrorífico, imponente. No sabía cómo describirlo en realidad con meras palabras, aunque viviese tres milenios.
Era una cámara cuadrada de grandes proporciones. Medía unos treinta metros de lado. Lo más sorprendente con todo era su altura, de idéntica longitud. Era un habitáculo en forma cúbica.
Pero eso no era todo…
Allí se encontraban las raíces de un árbol, sin duda milenario, que ocupaba toda la estancia. Tenía un grosor que en algunos tramos doblaba el del tronco de un hombre robusto y ocupaba la estancia. Era una intrincada «selva» formada por las raíces de tan solo un árbol…
—¡Es fantástico! —exclamó Pietro, entusiasmado.
Krastiva, que miraba el árbol cada vez más intrigada, se volvió y le preguntó a Isengard:
—¿Pero qué es esto en realidad?
—Es el Árbol de la Vida, amiga mía —afirmó el austríaco pomposo—. Es la inmortalidad al alcance del hombre que coma de su fruto…
—Yo no lo haría —nos advirtió Pietro—. Quien lo haga, será castigado con una muerte horrible.
Grandes frutos oblongos, pesados, de un color anaranjado, colgaban de algunas ramas que incluso se confundían con las raíces en su parte más alta.
—Mirad, allí arriba hay algo blanco —observó la eslava—. ¿Qué puede ser? —preguntó mirándome de reojo.
—Sí, allí hay algo… —confirme, como en un cuchicheo, al mirar el lugar indicado por ella.
—Es el hijo de Amón, el servidor del Árbol sagrado —adujo Casetti con total serenidad.
Finalmente nos acercamos sorteando las gruesas raíces, ascendiendo por entre ellas, viendo cómo los frutos se balanceaban como una oferta demasiado tentadora.
A medio camino lo vimos. Era un cuerpo humano desnudo, de un varón. Su piel aparecía como el mármol, blanca, como corresponde a la de un cadáver en toda regla. Su pelo, negro y rizado, le confería un noble aspecto.
El desconocido estaba tumbado boca arriba, con los brazos cruzados, sin adorno alguno, sólo sujeto por un lecho de raíces que le servían de diván.
—Es Alejando… el gran Alejandro Magno —anunció, solemne, Pietro Casetti.
—¡Claro! —Me sorprendí a mí mismo con aquella espontánea exclamación que, incontenible, brotó de mi reseca garganta—. ¡El es Amón…! Recuerdo las palabras y las recito ahora:
Di Anj Remi Dejet Hem Jet Djser
. O sea: «Que se le dote de vida eternamente como a Re al servidor del Árbol sagrado». —Me oí traducir correctamente—. Entonces Alejandro es el servidor del Árbol de la Vida y éste le proporciona «vida eterna»; por eso no se corrompe.
—Lo depositaron aquí cuando murió —nos informó el italiano en tono mesurado—. Llegaron tarde para devolverle la vida, así que lo dejaron al cuidado del dios que creó el Árbol de la Vida. Ése era precisamente el secreto del papiro negro. … —Hizo una breve pausa, para tragar saliva, y continuó—: Nebej descubrió partes de él y las tradujo cuando estaba a punto de morir. Lamentablemente, falleció y su hijo, que había viajado con él desde Meroe, lo dejó aquí antes de abandonar esta ciudad-templo de Amón-Ra. Este hijo de Nebej tuvo luego seis descendientes, y cada uno viajó a un país diferente. Klug Isengard desciende de Amer… ¿No es así? —le preguntó, mirándolo luego a los ojos con extraordinaria fijeza.
El anticuario vienés asintió dos veces con la cabeza.
—Sí, soy el descendiente directo de Amer, nieto de Nebej —afirmó con tono altisonante.
—Yo, por mi parte —continuó Casetti—, desciendo de otro de sus nietos, Amr, quien vino a vivir a Egipto.
Resoplé ante aquella inesperada relación de sus ancestros egipcios. Pero había algo que no terminaba de encajar.
—¿Y qué tiene que ver en todo esto ese Scarelli que nos persigue? —inquirí con voz apremiante.
Fue Pietro Casetti quien me informó al instante.
—Sabemos que él desciende de Imosis, un tercer nieto de Nebej. Los otros tres fueron asesinados antes de tener descendencia… ¿Algo más?
—Sólo una cuestión… —repliqué con la boca cada vez más seca—. Así que sois tres pretendientes al sacerdocio de Amón-Ra y el que triunfe sobre los otros dos será el dueño de todo esto… ¿Es así? —añadí, arqueando bastante las cejas.
El italiano sonrió levemente.
—En realidad no es como dices… Yo ya soy el gran sumo sacerdote de Amón-Ra en esta ciudad-templo. Pero debe haber otro gran sumo sacerdote en la superficie, y ése, claro, será Klug.
Una potente voz sonó a nuestras espaldas.
—¡Creo que no! —tronó alguien a quien no añorábamos nada.
Todos volvimos la cabeza y, entre las raíces, atisbamos el rostro enrojecido de monseñor Scarelli, a quien seguían unos acólitos que hacían las veces de vieja guardia pretoriana.
—¿En qué se basa, cardenal? —quiso saber Klug.
—En que yo seré el único que posea el poder eterno, el del gran sumo sacerdote de Amón-Ra, pero de ambos mundos —dijo enfáticamente. Después extendió la mano para coger un fruto.
—Yo no lo haría… —pronunció con toda frialdad Pietro Casetti.
Scarelli hizo una fea mueca con la boca. Después cerró los dedos de su mano en el aire y retiró ésta a tiempo.
—Pues yo sí lo haré, eminencia. —Roytrand se adelantó a todos arrancando uno de los frutos con un gran tirón.
Aquello fue algo instantáneo, sencillamente aterrador.
Una bola de fuego se formó en el aire y vino a estrellarse contra la cabeza de Roytrand. Como si fuese inflamable, el fuego lo envolvió igual que una tea.
Un temor mórbido se apoderó entonces de Scarelli y de los restantes guardias suizos. A ello debo añadir que Krastiva y yo temblábamos de miedo también; con decir que las piernas apenas nos sostenían ya…
Sólo Pietro permanecía impertérrito, junto a Klug, manteniendo en todo momento la gravedad de su figura.
Cabe resaltar que aquel extraordinario fuego cambiaba de color a cada instante, como si una irisada energía lo alimentara. Bañaba todo el cuerpo del desdichado Roytrand, quien emitía aterradores aullidos, capaces de poner los pelos de punta a cualquier mortal.
La espantosa imagen que contemplábamos con el alma en vilo era, a todas luces, muy extraña, tanto por su naturaleza como por el «comportamiento» de unas llamas que presentaban tener una forma casi de cuerpo humano. Era como si esas lenguas de fuego lo envolvieran y no le permitieran escapar de su ígneo abrazo mortal.
La carne comenzó a despedir un fuerte olor a quemado a medida que se carbonizaba. Pero lo más sorprendente estaba aún por llegar…
Las hambrientas llamas que conformaban aquel «cuerpo» consumieron el de Roytrand hasta que no quedó nada de él, ni tan siquiera las cenizas. Tras consumar su despiadado trabajo, el fuego desapareció tan repentinamente como se había formado.
Tan solo nos quedó de su aterrador poder aquel insoportable olor a carne quemada y la evidente ausencia del finado…
Un silencio pesado se adueñó del lugar. Como hipnotizadas, todas las miradas confluían en un mismo punto, hacia el lugar donde, hasta hacía unos pocos momentos, se encontraba Roytrand ardiendo como una antorcha.
Nada. No quedaba ni rastro de su presencia. Se había volatizado por completo en miles de billones de moléculas.
Creo que todos sentimos en aquel momento algo del dolor que había torturado de un modo espantoso el cuerpo del pobre Roytrand. Parecía que podíamos sentir el efecto de aquel fuego destructor abrasándonos la piel y, sin embargo, un frío gélido nos invadía por dentro hasta lo más profundo de las entrañas. Por unos minutos, habíamos olvidado lo importante que era nuestro hallazgo.
Allí estaba la tumba de Alejandro.
Lentamente fuimos volviendo a la realidad y enfocamos nuestra atención hacia el cuerpo yacente de aquel gran hombre, del inigualable caudillo victorioso que descansaba en los brazos de la auténtica inmortalidad.
—¡El Árbol de la Vida! —exclamó Scarelli—. Así pues no era una fábula bíblica… Es real… y si es real… quiere decir que… —interrumpió su razonamiento.
—¿Qué está elucubrando su mente, cardenal? —inquirí, ceñudo, con un tono muy reprobatorio.
Pero fue Pietro Casetti quien respondió por el ambicioso príncipe de la Iglesia Católica Apostólica Romana.
—Según la escritura del libro del Génesis, dos querubines con espadas de fuego guardaban el camino del Árbol para que no comieran Adán y Eva y sus descendientes, y así lograran la inmortalidad.
Monseñor
Scarelli —remarcó con sarcasmo su título religioso— ha deducido, acertadamente por cierto, que esas bolas de fuego son los ángeles que guardan los restos del Árbol de la Vida. Mientras éste exista, ellos cumplirán con su letal misión protectora.
Krastiva, cada vez más alucinada, aportó un lacónico comentario.
—Esos son… —Dejó la frase sin terminar.
—Sí, amiga mía, dígame… ¿Qué cree que son? Yo se lo diré. —El italiano sonrió tras torcer el gesto—. Son los «jardineros» de este Árbol… Fíjese bien. —Señaló una gruesa raíz que tenía el diámetro de un árbol centenario—. Sus extremos han sido limpiamente seccionados y cauterizados. ¿Podría una fuerza carente de inteligencia realizar esto? Por otra parte, observe la cámara, sus paredes, su suelo… ¿No hay nada que les llame la atención? —Nos miró a todos, uno por uno, incluidos los del Vaticano.
Mi dama fijó su vista en todos lados y en la techumbre, bajo la cual, a pocos metros, permanecía inmóvil, como flotando, el cuerpo marmóreo del legendario guerrero macedonio.
—No hay musgos, ni vegetación, nada. Las paredes y el techo, todo está limpio… —Nerviosa, se volvió luego hacia Pietro mientras movía más de la cuenta sus preciosos ojos.
—¡Bravo, bravísimo,
ragazza
! —exclamó él con el típico histrionismo de su país—. Sólo está el Árbol de la Vida perfectamente cuidado.
En ese intervalo, Scarelli escrutaba en lo profundo de su mente, escarbando en sus amplios recursos teológicos. Buscaba una solución que le permitiera comer del fruto del Árbol. Ahora lamentaba no haberle dedicado más tiempo al estudio de la Biblia. Se daba cuenta de que sus conocimientos eran pobres al respecto. Se había dedicado tanto a los Evangelios que el resto había quedado relegado como algo aleatorio.
Igual que insectos desperdigados por entre las raíces arbóreas a las que nos aferrábamos para no trastabillar y caer, no logramos ver que alguien más se acercaba…
Un hombre fornido, de piel broncínea y pelo negro, que denotaba su origen árabe, seguido de otros dos similares a él, se había plantado en el lugar por el que habíamos penetrado.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó con voz potente, autoritario, apuntándonos con su pistola.
—Soy policía —aclaró con cara de pocos amigos.
Como en un acto reflejo conjunto, todos giramos nuestras atónitas cabezas y no pude contenerme. Fue algo instintivo, pues comencé a reírme a carcajadas, tan estentóreas que, por un momento, hicieron creer a todos que había enloquecido con el tiempo que llevaba bajo el nivel del suelo. Pensé: «La policía ha bajado al infierno a detenernos», y ya no pude controlar más tiempo las risotadas. Yo mismo llegué a pensar que se me iba a desencajar la mandíbula. Mis incontrolables explosiones de gran hilaridad resonaban como agudos sonidos, estrellándose contra las paredes de aquella caja acústica que era el gran cubo del Árbol de la Vida. Y es que me pareció tan estrambótico que la propia policía nos viniera a detener precisamente allí, en el inframundo egipcio… en el infierno de los antiguos.
Cuando por fin logré controlarme, con el rostro compungido, enrojecido por el esfuerzo, y con largos lagrimones resbalando por mis mejillas, me di cuenta de que la situación era lo bastante apurada como para tomar en cuenta cada uno de los factores.
El comisario no pudo menos que echar una ojeada al cuerpo que flotaba abrazado por las raíces, como si de sogas se tratara, manteniéndolo en alto. Sus vivarachos ojos se movían inquietos, a gran velocidad, controlando cada movimiento nuestro.
—¡El Árbol de Rijah! —exclamó Assai—. Entonces existe de verdad y…
—¿El árbol de quién? —lo interrumpió Delan, saliendo de un mutismo causado por la trágica muerte de su compañero.
—De nadie, de nadie —se apresuró a decir el especialista en arqueología egipcia—. Sólo que al que creyó en su existencia no lo creí hasta ahora… ¡Lástima que no pueda verlo! —lamentó sinceramente.
Miré a Klug arqueando las cejas, y él comprendió enseguida mi mudo mensaje.
Rijah era el rabino que le había enviado al vienés aquellos valiosos volúmenes que llevábamos con nosotros a todos lados. Pero ahora la cuestión era otra… ¿Por qué estaban allí aquellos policías? No me lo había preguntado hasta entonces.
—¿Qué buscan o a quién? —me atreví a preguntar al policía que llevaba la voz cantante entre los tres árabes.
—Antes de nada, identifíquense todos los aquí presentes —replicó Mojtar raudo, eludiendo mi pregunta y dando muestras de su oficio.
Igual que en una rueda de sospechosos tras un cristal opaco, al modo de una película norteamericana de clase B, se nos pedía que, figuradamente, diésemos un paso al frente y dijéramos sin más nuestro nombre.
Pietro Casetti se ofreció como impagable maestro de ceremonias.
—Si me lo permiten ustedes, yo haré los honores. —Nos miró a todos con sonrisa cortés. Después habló dirigiéndose al comisario—: Lo haré si, por supuesto, es de su entera satisfacción.
—¡Adelante! —ordenó el ciudadano egipcio con voz seca que evidenciaba una total desconfianza.
—La señorita. —Señaló con su brazo derecho extendido versallescamente— es Krastiva Iganov, reportera de una revista austríaca, aunque ella es rusa… ¿Verdad, querida…? —Ella asintió con la cabeza—. El caballero. —Fijó un brazo en dirección a mi persona con la cabeza— es Alex Craxell, aventurero-traficante de objetos de arte y antigüedades, un reputado experto en su profesión si se me permite decirlo… —Lógicamente, asentí complacido—. En cuanto al otro que me queda, es Klug, Klug Isengard, de profesión anticuario y residente en Viena; quizás el mejor en su ramo. —El aludido enrojeció vivamente, agradecido como estaba ante el elogio del italiano.