—No me discuta —me cortó con aspereza—. Usted es el señalado para abrir la cámara oculta —añadió con un deje de misterio insoldable.
Me quedé patitieso, de piedra… ¿Yo era el señalado?
Sin tiempo para asimilar tanta novedad, el de Viena se acercó a Pietro y se arrodilló, entregándole con sorprendente sumisión las planchas de oro que contenían el papiro negro. Y el transalpino me tendió con elegancia la increíble «carpeta».
—Léalo, estúdielo y abra la cámara —me ordenó con sequedad.
Dubitativo como en pocas ocasiones, me limité a encoger los hombros.
—¿Y dónde diablos está esa cámara oculta? —pregunté ingenuamente al cabo de un tenso silencio, tomando luego el precioso documento en mis manos.
—También usted debe decírnoslo —dijo Casetti enarcando mucho las cejas.
Krastiva apretó aún más mi brazo y me recordó con sus uñas lo asustada que se hallaba.
—Pero Scarelli y los suyos llegarán en cualquier momento. … —argumentó ella con criterio.
—No tema, señorita, dormirán todavía varias horas. Luego no recordarán nada… Por cierto… No sé quién es usted. … Bueno, ahora da igual.
—Me llamo Krastiva Iganov y trabajo para una revista de Viena llamada
Danger
. Dígame… ¿Los ha…? —dejó inconclusa la letal frase.
Pietro Casetti presentó una sonrisa de oreja a oreja.
—No, no tema, por favor. No soy un criminal. Sólo duermen… Ya le digo que cuando se recobren no serán un peligro.
Una voz sonó en mi cerebro. Era una voz conocida.
«El juego enaltece el
Ka
, ayuda al hombre sagrado a ver con los ojos del Horus aquello que solo ve el
Ba»
. Era una voz varonil, suave, casi susurrante, como si no deseara asustarme.
Pietro lo notó en mi pálido semblante. ¿O me leía el pensamiento? Debió de verme como en trance mental.
—Sigue sus instrucciones —me sugirió, tuteándome por primera vez, como si la hubiese oído él también.
—¿Quién es? —pregunté alucinado.
—Es Nebej, el último gran sumo sacerdote de Amón-Ra. —Señaló a uno de los sacerdotes que allí estaba, inmóvil.
Puse los ojos como platos.
—Pero entonces… Entonces… —repetí con incredulidad.
—Muertos, sí. Claro que sí… —musitó, apesadumbrado—. Pero su
Ka
, no. Es eterno… Escuchadlos con atención —añadió, ahora en plural, detalle harto significativo.
Una atmósfera que se me antojaba pesada y siniestra nos envolvía congelando la sangre en nuestras venas, tal que si los momificados grandes sumos sacerdotes de Amón-Ra intentaran llevarnos a un mundo que era el suyo desde hacía tantos siglos…
De nuevo una voz resonó en lo más profundo de mi cabeza.
«Que se le otorgue vida eterna, como a Ra, al servidor del Árbol de la Vida».
Pero esta vez se trataba de un tono distinto, más grave, ronco. Enseguida deduje que era el otro quien me hablaba. Miré asustado a Pietro y, sin palabras, le inqurí. Pareció comprender y me respondió con una sonrisa a medias entre el sarcasmo y la ironía.
—Es Imhab, el predecesor de Nebej y maestro de éste. Él guardó el papiro negro y lo entregó a su discípulo cuando lo envió a la superficie.
Las ideas se agolpaban en mi cabeza como átomos atolondrados que chocaban entre sí violentamente. Un sudor frío impregnaba toda mi piel y sentía que tan solo funcionaba mi mente, que en ese momento parecía estar manipulada por algo o tal vez por alguien que me sugestionaba. ¿Era Pietro? La duda me puso más nervioso aún.
Él me tomó suavemente del brazo derecho y acercando su rostro a mí, tanto que podía percibir el roce de su aliento, me habló con un tono de voz aterciopelado y sugerente.
—Salgamos. Dejemos ahora que los grandes maestros de la sabiduría descansen una vez cumplida su misión.
Krastiva, que seguía agarrada a mí, se dejó arrastrar por mis torpes pasos, conducidos ambos por Pietro. Éste, por cierto, tras pasar Klug, cerró las puertas como lo haría el mayordomo real de un gran faraón, con ceremoniosa lentitud y reverencia.
Bajamos uno a uno los peldaños que nos habían llevado a la cámara sacerdotal. Una vez en «la calle», el aire volvió a inundar nuestros pulmones, barriendo las partículas de polvo y muerte que flotaban allá adentro, en la alucinante cámara.
Vimos a Scarelli, Olaza, Delan, Roytrand y Jean Pierre, todos tendidos en el suelo, como si se hubieran desplomado de improviso, sin heridas visibles.
—Dormirán aún unas cuantas horas —afirmó Casetti con voz neutra, sin matices—. Cuando despierten, estarán en la superficie. No recordarán absolutamente nada… Creerán no haber encontrado este lugar y abandonarán la búsqueda para siempre.
Pasamos rodeando sus cuerpos, con cuidado de no rozarlos, y Pietro encabezó, tras soltarme, la heterogénea fila que formábamos los tres tras su alta y orgullosa figura. La rusa se había soltado y caminaba detrás de mí, lo más cerca que le era posible. Klug cerraba la hilera. Iba ceñudo, silencioso, cabizbajo.
Salimos de la ciudad y descendimos por un tortuoso sendero de tierra y piedras sueltas, apenas pisado por planta humana.
Pietro Casetti habló de nuevo. Su voz infundía confianza y serenidad.
—Todo lo que sé es que ha de hallarse por esta zona. —Alzó un brazo para indicarla—. Lo digo por los pocos signos que he logrado leer.
—Los egipcios, claro —apostillé, cada vez más metido en aquella aventura tras las penalidades superadas.
—Sí. El resto me es completamente desconocido —reconoció el italiano tras arrugar la frente.
Las impresionantes paredes de roca viva, que se perdían en las alturas, aplastaban nuestro escaso ánimo y nos hacían sentir diminutos puntos que se movían en un universo colosal, en el que muy bien podíamos desaparecer de un momento a otro. Esas paredes brillaban de un modo extraño, como si fuesen el hogar en el que habitaba la más poderosa fuerza del cosmos, dejando allí su impronta a modo de luz.
—¿Reconoces algo? —me preguntó Pietro.
—No sé qué decir todavía… —contesté con voz queda—. Esto es como un laberinto. No tengo ni idea de qué buscamos. No sé… no sé qué decir…
El rostro del italiano se congestionó de pronto.
—¡No, no! —exclamó fuera de sí—. ¡Es en tu mente! ¡Busca en tu mente! —Después de una incómoda pausa, mucho más calmado, añadió, casi en un susurro—: Busca en tus recuerdos, tus vivencias…
Consciente del insólito papelón que me tocaba desempeñar, cerré los ojos y entonces escruté como nunca en mi cerebro, en los más íntimos rincones, hasta que algo captó por fin mi atención, algo…
Vi a papá llegando a nuestra casa, con una bolsa en su mano. Leí el nombre de unos grandes almacenes en ella y presentí que me traía un regalo. Siempre que regresaba de un viaje lo hacía. La sonrisa provocadora aumentaba mi intriga y confirmaba así mis sospechas.
El me abrazó con la fuerza de un oso y me revolvió el pelo.
—¿Me has echado de menos, pillo? —preguntó risueño.
—Mucho, mucho —le respondí con énfasis frunciendo el ceño, fingiendo enfado.
—Esto es para ti. —Me entregó la bolsa.
Con muchos nervios y movimientos torpes, mis manos de niño de diez años desgarraron literalmente el envoltorio de papel rojo. Estaba adornado con cinta dorada que descansaba en el fondo de la bolsa.
Un cofre de madera envejecida, con herrajes de hierro fundido, con mi nombre impreso en letras de fuego en la tapa, apareció sobre mis manos. Lo abrí rápido, ansioso como me encontraba por tener cuanto antes su contenido, jadeando, con la respiración acelerada, ante la mirada satisfecha de mi padre, quien gozaba en estos casos tanto como yo. En su interior había un rollito de papel viejo atado con un trozo de cuerda. Era lo único que contenía.
—Ábrelo y te enterarás de qué es —me animó mi progenitor sin perder la sonrisa.
Lo hice con el cuidado de quien tiene en sus manos un pergamino milenario y en él pude ver, en letras griegas, un mensaje.
—No lo entiendo —me quejé, ceñudo.
—Un buen aventurero encuentra por sí mismo las pistas; no se las dan… ¡Ah! Y te aseguro que, si lo encuentras, tendrás un tesoro valioso de verdad —aseguró él.
Me prometí a mí mismo que el día siguiente lo pasaría en la biblioteca más grande que conocía.
Aquella noche fui incapaz de dormir. Creí que alguien había añadido horas extra al reloj. Mi mente fantaseó entonces libre con fabulosos cofres repletos de doblones de oro y piedras preciosas. Esmeraldas y rubíes prestaban su vistoso color al brillo del oro, suavizado por largas ristras de perlas que colgaban sobresaliendo por los bordes de los cofres. Me pregunté qué era lo que había de buscar y decidí ir a la biblioteca.
Necesitaba traducir mi «mapa».
Me repeiné y apliqué fijador a mi pelo, tras lo cual tomé prestado el frasco de perfume de mi padre y me rocié con una generosa ración, a base de vaporizador. Parecía que iba a una cita.
Y así era… Pero me dirigía a una cita con un tesoro escondido.
Un silencio sepulcral reinaba en la gran biblioteca cuyas paredes, bien recubiertas de libros, se alzaban orgullosas en su sabiduría como gigantes del conocimiento.
Todos estaban concentrados en sus lecturas, sus apuntes…
Me acerqué a un chico que me doblaría los años y le toqué suavemente el hombro.
Se volvió y me miró sorprendido. No sé si por mi edad o por mi atrevimiento.
—¿Qué quieres? —susurró, perplejo.
—¿Tú sabes griego? —le pregunté en voz muy baja.
—¡Claro! Algo sí que sé… ¿Por qué lo dices?
Alguien se molestó porque oímos una llamada al orden.
—¡Chiss! —Era un profesor de la universidad que se había llevado un dedo índice a la boca.
El chico y yo bajamos la cabeza asintiendo, pero había que seguir dialogando.
—Tengo que traducir unas frases y no sé cómo hacerlo —le informé. Se quedó pensativo y yo creí que se iba a negar, así que añadí el aspecto crematístico—: Te pagaré veinticinco pesetas por el trabajo… ¿Te parece bien?
El arqueó una ceja y asintió.
—Lo haré. Dame esas frases.
Saqué del bolsillo de mi pantalón corto el pequeño trocito de papel enrollado que ahora aparecía arrugado y se lo di. Lo abrió y al poco peguntó:
—¿Es un enigma?
—No lo sé. —Reconocí mi supina ignorancia.
Aquel joven carraspeó un poco.
—Sí, parece eso. Es un enigma —se autoafirmó.
—¿Y qué dice? —inquirí impulsivamente.
—Es fácil… Dice lo siguiente: «Golpea con furia allí donde no hay nada… y calcula el centro de tu dolor. Aprieta fuerte y verás el resplandor». —¿Nada más?— repliqué, desencantado.
—No, eso es todo, chaval.
Fiel a mi palabra, extraje la moneda de veinticinco pesetas y se la ofrecí. El la rechazó amablemente.
—No ha sido difícil. La necesitarás para encontrar lo que buscas… ¿No crees? —Sonrió con nobleza.
—Gracias, muchas gracias.
—Me llamo Ramón, Ramón Rey —añadió, y luego me dio la mano.
Aquel día fue el primero de mi vida de adulto. Comprendí lo que eran el respeto y la dignidad. Pero me marché igual que había llegado, sin entender absolutamente nada.
Al menos ahora lo tenía en castellano, eso sí. No me fue fácil, pero dando tantas vueltas a la frase por fin di con algo que resultó ser una pista fiable. A las afueras de mi ciudad, en una obra abandonada, había un muro apartado que aparentemente era inservible, ni guardaba nada, ni protegía nada… ¿O quizás sí?
Corrí por las calles como alma que lleva el diablo, torciendo sin pausa esquina tras esquina, llevándome a veces por delante alguna que otra persona adulta. Seguí así hasta que logré, sudando a chorros, llegar hasta el muro. Dejé de correr y, jadeante, permanecí frente a él.
En la memoria de los vivos
A
brí los ojos y entonces me di cuenta de que había estado andando, llevado por Pietro, sin notarlo en absoluto, hasta llegar a una cueva húmeda cuya bóveda natural goteaba abundantemente.
—Ya lo sabes… ¿Verdad? —preguntó, seguro, el italiano.
—Sí, ahora lo comprendo todo, pero sigo sin saber qué hallaremos ahí.
—Si te lo dijese, no me creerías —reconoció levantando las palmas de las manos—. Es mejor que lo veas por ti mismo.
Me acerqué con seguridad a un punto de la gruta que parecía ser el fondo. Allí justo acababa la colosal oquedad.
—¿Tenéis algo duro con que golpear? —pregunté ensimismado.
—¿Te vale una piedra? —me dijo Klug.
—Sí es dura y grande, sí. —Hacía tiempo que no hablaba; casi me sorprendió.
Cogí la piedra que me ofrecía el ciudadano de la República de Austria, la calibré entre mis manos con calma y aprobé su peso moviendo afirmativamente la testa.
—Sí, valdrá —musité, lacónico.
Me puse a golpear con rabia, como un loco de atar con camisa de fuerza, la pared rocosa hasta que mis energías comenzaron a ceder. Entonces, como yeso reseco y agrietado, trozos de piedra cayeron uno tras otro amontonándose frente a mi persona.
Ante nosotros apareció un muro liso, pulido en extremo, sin símbolos, fabricado con un mineral moteado, totalmente desconocido para mí. Seguidamente calculé el punto que mi padre había denominado «el centro de mi dolor» y repetí lo que hice cuando era niño, cuando soñaba…