El laberinto prohibido (26 page)

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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El laberinto prohibido
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Kemoh, apenas un adolescente que nacía a la madurez, acariciaba con la punta de sus dedos los relieves. Pensaba si sus espíritus lo observarían desde la tachonada cúpula celeste cada noche, cuando, ocultando el rostro entre sus delicadas manos, lloraba para descargarse de la tensión que le producía aquel peso inmenso que era la doble corona blanca y roja del Alto y Bajo Egipto, y que, sin embargo, aún no habían colocado sobre su regia cabeza para convertirlo en Ptolomeo XV.

Los textos, nítidos, perfectos, hablaban del hijo de Ra, protegido de Horus. Este había sido un gran monarca y, no obstante, él nunca podría demostrar su valía como guerrero, como comandante de su propio ejército. Ahora, su fuerza armada se reducía en realidad a aquellos cuatro navíos cargados de hombres y mujeres fieles, y también a unos miles más que quedaban morando a las orillas del Iteru,
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con la esperanza viva en sus corazones y su mente puesta en él, en el faraón Kemoh.

Un agradable aroma, mezcla de mirra, laurel y especias traídas de los confines del mundo conocido, ascendía por sus fosas nasales. Creaba una sensación de paz, de sosiego que le embriagaba por completo, calmando su espíritu, concediéndole una clarividencia mental desconocida para él. Era como estar plácidamente instalado en el reino de Osiris, contemplando a todos los reyes que lo habían precedido, dándoles éstos su apoyo, la fuerza de su indomable espíritu, para superar las pruebas que el maligno dios Set colocaba ante él y triunfar al fin, elevando a su nación de nuevo al lugar que por milenaria tradición le correspondía.

Vestido con túnica azul y una cinta hecha de hilos de oro ciñendo su frente, —sobre la que un escarabeo de turquesa lo protegía de los peligros de la noche—, su esbelta figura parecía querer fundirse con los vistosos guerreros de colores que pululaban por las paredes doradas que lo aislaban del exterior marino.

Unos golpes, secos y suaves, rompieron el especial encanto, cortando bruscamente sus meditaciones, trayéndolo de nuevo a la amarga realidad del exilio a tierras persas.

—Señor, Amhai desea hablar contigo —le anunció con semblante circunspecto uno de los cuatro soldados que guardaban su puerta día y noche.

—Hazle pasar —ordenó con voz autoritaria a su guardia.

El soldado desapareció para dejar el paso franco a la noble figura del visir, Amhai, quien, respetuoso como siempre, se inclinaba en el umbral de la cámara cruzando los brazos sobre el pecho y bajando la cabeza con profunda reverencia.

—Mi señor, disculpa que te moleste, pero necesito hablarte —dijo el visir bajando la voz.

—Pasa, mi fiel Amhai… Habla sin rodeos —replicó con el entrecejo fruncido.

El aludido asintió con toda solemnidad.

—Señor, en estos momentos tan críticos, y en que nos vemos obligados a abandonar nuestra tierra con gran pena y dolor, he creído necesario venir a pedirte que te muestres ante tu pueblo, que les dirijas unas palabras… Ello les animará y reconfortará —insistió en tono tajante—. Además tu espíritu, al compartirlo con ellos, crecerá en poder y sabiduría.

Kemoh lo miró fijamente.

—Es justo lo que pides, consejero —contestó, ceñudo—. Sabes que siempre valoro tu opinión en lo que vale. Sé de tus esfuerzos por velar en pro de mi seguridad, y que de tu boca salen palabras de sabiduría que el mismo Thot pone en tu lengua. Ordena que se preparen para escucharme. No tardaré en estar listo para dirigirme a mi pueblo.

Amhai volvió a inclinarse y salió satisfecho con la respuesta del joven faraón que también era, a la vez, su discípulo. Sin embargo, éste era plenamente consciente de que la oratoria nunca sería su fuerte. Le había dedicado su vida, trasmitiéndole cuanto sabía. Se enorgullecía al ver cómo un muchacho como él hacía frente a sus pesadas responsabilidades, como si fuera ya un hombre adulto.

Algunas noches, allá en la orilla oriental del Nilo, en la cómoda casa en que se había criado, le había oído llorar —al sentirse débil y rendido ante el peso de los acontecimientos que aplastaban la dignidad egipcia—, pero no se lo había contado a nadie. Era mejor que creyera que nadie lo sabía, especialmente que él lo ignoraba. Los padres de Kemoh, Akenós y Assen, habían muerto de unas extrañas fiebres cuando apenas contaba cuatro años de edad. Desde ese día, él, Amhai, lo había adoptado en su corazón. Ahora veía recompensados sus esfuerzos al comprobar fehacientemente el resultado de todos sus desvelos.

Desde los más recónditos agujeros de los barcos, donde se habían encajado sus doloridos cuerpos, apretados unos contra otros con silenciosa abnegación —como cuando se ofrece un sacrificio a un dios que ya no tiene poder y necesita de manos humanas—, fueron saliendo los forzados viajeros, mezclados con los musculosos remeros que desprendían un olor a sudor fuerte y ácido, al que se iban acostumbrando, y con los sacerdotes de Thot, Anubis, Horus y el mismo gran sumo sacerdote de Amón-Ra, el joven Nebej.

El faraón Kemoh, ataviado con una elegante túnica blanca, larga, con el tocado Nemes ciñendo su cabeza y maquillado tal como era inveterada costumbre entre los de su casta real, salió con los brazos cruzados sobre su pecho, sosteniendo en sus manos los símbolos del milenario poder real. Una honda emoción embargó entonces a todos los presentes, que veían en él al mismísimo Osiris deslizándose sobre la alfombra blanca para situarse a estribor, como una estatua del dios, hecha en oro puro, la cual reflejaba los fuertes rayos que Ra, su padre, le enviaba con tregua, evidenciando así su aprobación.

Un silencio, ominoso y reverente, cayó sobre todos los que, en pie, lo miraban con auténtica veneración. El mismo mar pareció cristalizarse y dejó de oírse su constante rumor.

—¡Pueblo mío! —Kemoh comenzó con inusitada fuerza su alocución—. Hoy es un día triste para nuestra vieja nación —afirmó sin más preámbulos—. Hemos de dar la espalda al enemigo de nuestros dioses para poder luchar contra él en un futuro que, os lo prometo solemnemente, no será muy lejano… —El faraón no coronado hizo una pausa, aprovechando el reconfortante rugido de aprobación que llegó vibrando a sus oídos, y añadió—: Os aseguro que no pasarán demasiadas lunas nuevas… Entonces, hijos míos —continuó en un tono paternalista, tantas veces ensayado, que les hizo olvidar su voz de adolescente y su figura aún menuda y frágil, pero que ahora se les antojaba poderosa, divina, incluso—, yo ocuparé el trono de Horus, y vosotros viviréis en las tierras que os legaron vuestros antepasados. Son todos los que, desde la cúpula celeste, junto a los míos, velan por todos nosotros. —Corrió un murmullo de asentimiento entre la inmensa mayoría de los presentes—. Sed fuertes. Resistid, con fe en Egipto, el embate de los infieles. No os arredréis nunca; empeñad en ello vuestro esfuerzo, voluntad y fuerzas. —Alzó ahora su mano y su rostro al cielo azul de la mañana, sosteniendo los símbolos reales con más fuerza—. ¡Dioses de Egipto! —exclamó con suprema convicción—. ¡Oíd a vuestro hijo, contemplad a vuestro pueblo humillado, y no olvidéis nunca este día! ¡Acordaos! —Aumentó el volumen de su voz cuanto pudo—. ¡Acordaos de este aciago día, y concedednos un día la venganza suprema!

Un clamor gozoso aclamó a coro las palabras del que, desde entonces, iba a ser, ya para siempre, su dios viviente. Cientos de pechos, henchidos de entusiasmo, gritaron a una, coreando sus palabras, pronunciadas con voz de hombre, de rey, de dios en la Tierra…

Todos ellos regresaron a sus agujeros, a sus precarios refugios, obtenidos a empujones, pero llenos a rebosar de una nueva fuerza que les impulsaba a trabajar, a esperar, a sufrir penalidades sin fin, o a confiar, según fuera el trabajo que cada uno tenía asignado.

Algo había cambiado en sus mentes. Los estentóreos vítores que sus gargantas acababan de soltar habían elevado la moral de resistencia colectiva a cotas antes inimaginables. Ya eran el símbolo de la alegría catártica del renacido pueblo egipcio. Creían vivir momentos realmente históricos, sublimes, únicos en sus vidas.

Su guía en el exilio ya no era el faraón Kemoh; no, era el
Peraá
Kemoh, el de la gran morada, el hijo de Ra, señor del Alto y Bajo Egipto. Todo volvería a ser como antes…

Capítulo 12

Con el rabino Rijah

L
a puerta se abrió sin emitir un solo ruido, señal inequívoca de que sus bisagras estaban bien engrasadas. En el umbral se recortó la silueta, alta y todavía esbelta, de un hombre ya entrado en años, de frente ancha y despejada. Mojtar calculó que sobrepasaría los setenta y, sin embargo, su porte y su dignidad aparecían intactos.

—¿En qué puedo ayudarle? —Se dirigió en árabe a su inesperado visitante y con semblante serio, a pesar del tono de su voz, suave y bien timbrado.

—Disculpe la intromisión. Soy el comisario Mojtar El Kadem, jefe del quinto distrito policial de El Cairo. Necesito hacerle algunas preguntas referentes a un caso que estoy investigando porque en él ha aparecido su nombre.

—Pase, por favor. Pase y hablaremos dentro, comisario.

—Es usted muy amable —contestó el funcionario egipcio al tiempo que esbozaba su mejor sonrisa de compromiso.

Rijah guió al policía hasta una estancia, moviéndose con total sigilo, de tal manera que parecía que sus pies no tocaban el suelo. Un pequeño saloncito, decorado con evidente gusto judío, el cual le servía de biblioteca a su dueño, apareció al cruzar la puerta, en la que el rabino se había parado para cederle el paso cortésmente. Mojtar vio un gran candelabro de piata de siete brazos que presidía la estancia sobre un mueble de caoba con incrustaciones de naranjo en forma de estrella de seis puntas. Un gran paño rojo colgaba bajo el enorme candelabro, sobre el mueble, y en él se leía parte del
Semah
en letras hebreas, todas cosidas con hilo de plata.

Había varios bancos de madera, todos exquisitamente labrados, y una estantería que cubría por entero una de las paredes. Esta estaba repleta de libros que seguramente eran joyas, dada su antigüedad. Asimismo, Mojtar vio un atril, frente a la ventana, con una
Torá
de grandes proporciones abierta. Eran los elementos que completaban el mobiliario.

—Siéntese, por favor… ¿Quiere tomar algo? —le propuso con energía—. No tengo bebidas alcohólicas, pero puedo ofrecerle zumos o refrescos… Le diré que acabo de beber un antiguo remedio hecho con raíces asiáticas diluidas en miel. Es muy efectivo contra el reumatismo.

—No, gracias, no se moleste —dijo El Kadem con una mueca.

El rabino parecía incómodo ante una entrevista que en modo alguno entraba en sus cálculos más pesimistas.

—Entonces… —dijo sentándose frente a él y mirándole directamente a los ojos, aunque lo hizo con desconfianza atávica— usted dirá en qué puedo serle útil, comisario.

—Ha aparecido muerto, aunque sería más preciso si dijera «asesinado», un árabe seguidor de la Iglesia Ortodoxa copta de nombre Mustafá El Zarwi, en el Jan-Al-Jalili. Esto no sería nada extraordinario si no fuera porque en su establecimiento, en el que expendían toda clase de especias, ha aparecido una caja de cartón, desprecintada con evidentes prisas, en la que figuraba su nombre y dirección como remitente del envío…

Mojtar creyó notar un leve estremecimiento en su anfitrión al pronunciar el nombre de aquel desgraciado, incluso aseguraría que el color de su cara había bajado de tono. Así pues, se encontraba sobre una buena pista.

Rijah, por su parte, sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. Comprendió enseguida que Mustafá, siempre extremadamente cuidadoso, no había dispuesto del tiempo suficiente para hacer desaparecer la caja que contenía los libros que le enviara para Klug Isengard. Esto quería decir que lo controlaban y, además, habían caído sobre él poco después de efectuar la entrega. Si no era así, y aquellos libros acababan en poder de
ellos
, no les servirían de nada, pero lamentaría su pérdida. Pronto sabría si había acertado en sus deducciones. Tenía medios y contactos para averiguar más sobre lo sucedido, incluso más pronto que aquel pesado policía de tres al cuarto.

—Hace algunas semanas, ese hombre, Mustafá El Zarwi, solicitó de mí unos libros. No eran cualquier tipo de libros, sino verdaderas antigüedades… Las adquirí para él y se las envié… Así de simple. Debo reconocer que me pagó bien por ellos. Es todo lo que puedo decirle al respecto.

—¿Lo conocía de antes? —interrogó El Kadem, impertérrito.

—No —mintió descaradamente el rabino, simulando indiferencia, pues por nada del mundo le interesaba descubrir sus contactos—. Supongo que alguien le habló de mí… He de resaltar que soy bastante conocido en ciertos círculos.

—Sí, eso ya lo he podido comprobar… —dijo, desalentado, su interlocutor, al tiempo que pensaba cómo estaba perdiendo el tiempo miserablemente—. Así que dice que no le había visto antes —insistió, intentando pillarle en un renuncio.

—No, nunca lo he visto —respondió el rabino, sacudiendo la cabeza a ambos lados—. Se puso en contacto conmigo por medio del ordenador. Ya sabe. Envió un correo electrónico…

El comisario pensó en cuánto habían cambiado los métodos de los judíos desde que existía Internet. O quizás era él quien aún tenía una idea trasnochada sobre ellos. Sí, quizás era eso.

—Tengo que decirle, para serle del todo franco, que he investigado sobre usted… —apuntó Mojtar. Frunció el entrecejo y añadió—: Y tan solo he conseguido saber, además de que es un hombre respetado, incluso por sus enemigos religiosos, que es aficionado a todo lo que tiene que ver con algo tan especial como el llamado Árbol de la Vida.

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