—A toda prisa… Como si fuéramos dos vampiros y estuviésemos buscando un par de aterciopelados ataúdes para refugiarnos de la luz del día… —añadió Lorena, abrazándose por la espalda a Grieg, y mostrándole provocativamente sus blancos colmillos por encima de su hombro—. Y la solución, de nuevo, se encuentra en una de estas pequeñas monedas.
Lorena lanzó la moneda al aire y Grieg la recogió con destreza con la mano.
—Veamos. El que acuñó la moneda daba por supuesto que sobre este terreno se encontraba la capilla de la buena muerte, la que en el anverso figura como
«tumulus Mortem Sancti Geruasii»,
con la figura del gran olivo de copa redondeada…
Antes de que Grieg acabara la frase, Lorena extrajo la cámara fotográfica y amplió la foto que había tomado en el bar para observar con mayor claridad los detalles. En la imagen se podía ver una tabla de madera tallada en la que aparecía un gigantesco olivo en comparación con la construcción de la que surgía, y sobre el que figuraban unas palabras escritas en catalán:
«l'olivera rodona».
—En la tabla que había colgada en el bar también se puede leer una frase en latín —dijo ella entregándole la cámara con el texto ya ampliado.
IN TERMINIO DE MONTEROLOS
PROPE
ECCLESSIAM SANCTIGERVASII
—La talla de madera es muy común —dijo Grieg—, y en este barrio hay muchas parecidas. El cuadro se hace eco del gran olivo que se encontraba en la loma de Monterols, muy cerca de una iglesia de Sant Gervasi.
—O sea, el lugar que estamos pisando ahora.
—Exacto —le confirmó Grieg—. La cuestión reside en el término
prope,
que como tú sabes en latín significa «cerca». ¿Cómo de cerca? —se preguntó a sí mismo de forma retórica—. Si se te ocurre la respuesta, Lorena, házmela saber.
—Sólo contamos con esta ayuda. —Lorena le tendió la moneda, que Grieg observó con displicencia.
—Es muy poca la información que nos aporta. Aunque…
—Sea lo que sea… dilo, vampiro —le apuró Lorena, volviéndole a mostrar sus blancos incisivos—. Ya casi es de día.
—Durante la Edad Media, casi todas las iglesias, por no decir todas, tenían su propio cementerio. Posteriormente, y por cuestiones de salubridad que ahora no vienen al caso, a partir del siglo XIX se prohibió esa práctica. En la entrada de cada una de las iglesias se hacía saber a los feligreses, mediante una losa de piedra situada en el suelo del atrio, la posibilidad de ser enterrados allí.
—¿Y qué se esculpía en esa losa?
—La etimología, las menciones, las variantes… La situación del cementerio…
Lorena le arrebató de las manos la moneda y se dirigió rápidamente hacia donde estaba situada la valla metálica. Allí empezó a rebuscar por entre los escombros.
—En la moneda se ve claramente que la fachada de la iglesia tenía dos arcos en ojivas. Por tanto, si éste es el lugar que buscamos, en el solar deberíamos encontrar la base de cuatro pilastras ¿No crees, Gabriel?
Sin perder ni un segundo, los dos empezaron a rebuscar por el solar y no tardaron en confirmar el dato. Lorena fue la primera en detectar un texto que sobresalía entre los restos de ladrillos rojizos.
—Aquí dice
«Anno domine MDCC…».
Grieg levantó de inmediato un gran mazacote formado por escombros provenientes de una obra y dejó así al descubierto una losa de piedra recubierta de un polvo rojo blanquecino.
Tras golpear la inscripción con un viejo periódico, apareció un texto profundamente grabado en la piedra.
IN TERRIT:: BARC::NONE:P::: OLIVARIAM
ROTUND:M, PROPE MONTEROLS
coemen::::
ANNO DOMINE MDCC::::
Después de una lectura detenida, Lorena miró a Grieg con un rictus que denotaba impaciencia y preocupación.
—¡Estamos como antes! —exclamó, decepcionada—. Aquí sólo se dice otra vez que está cerca… pero cerca puede ser aquí debajo, en los cimientos, en la casa de al lado… estamos en lo mismo.
—Quizás estés equivocada… —dijo Grieg con la linterna en la mano, tras soplar fuertemente sobre la losa—. Faltan algunas letras de las palabras, que parecen haber sido borradas intencionadamente con un escoplo. Creo que el texto original era
«In territorio barchinone ipsam olivariam rotundam, prope monterols. Coementerium ocultum. Anno domine MDCC…»,
que significa…
—Literalmente significa: «En Barcelona se encuentra el cementerio oculto cerca del olivo de copa circular de Monterols. Año de nuestro Señor MDCC…» —dijo Lorena, y después se quedó mirando fijamente a Grieg.
—Sin darte cuenta, has cometido el mismo error que seguramente muchos otros cometieron antes que tú…
—Instrúyame, señor Champollion… —dijo ella, cruzando los brazos.
—Has supuesto que entre los términos
Barchinone
y
olivariam
estaba esculpido el demostrativo
ipsam,
pero me temo que no es así. —Grieg señaló con el dedo los restos de la palabra—. Aquí únicamente puede leerse una «P» y estoy en disposición de jugarme contigo un café doble bien cargado a que ahí figuraba un adverbio.
—De lugar —intuyó ella de inmediato.
—Vas bien.
—
Post,
que significa…
Ambos volvieron la cabeza hacia el fondo del descampado, en el que se insinuaba un gran muro que estaba casi completamente oculto por la vegetación. Apagaron las linternas que ya resultaban inútiles, y se acercaron hacia el muro al que habían conducido sus deducciones. Frondosas buganvillas recubrían por completo aquel muro, igual que si se tratara de una pequeña y verdosa catarata que ponía una pincelada de naturaleza y orden en aquel caos de escombros.
—Si estamos en lo cierto, detrás de esos arbustos trepadores llenos de espinas, debería encontrarse la entrada que da acceso al cementerio —apuntó Lorena.
Grieg vio que un montón de brácteas procedentes de la buganvilla estaban apiladas en el suelo, ya muy resecas, pero mucho más alejadas del muro que el resto. Rebuscó por el suelo y no tardó en encontrar un listón de madera alargado, que introdujo en un orificio del muro a modo de palanca para separar una parte de las buganvillas, como si fuera una gran cortina.
Sin duda, el trozo de muro que quedó a la vista pertenecía a la parte trasera de la única nave del antiguo templo; lo que en su día fue la parte posterior del altar, y en que todavía se podían observar restos de esgrafiados, pedazos de tribunas y restos incrustados de la vieja carpintería, ya en estado de putrefacción. Fue Lorena quien atisbo un grueso y robusto portón de roble semioculto por las espinosas enredaderas. Estaba plafonado en tres tableros y tenía los típicos herrajes con que los herreros del siglo XIX forjaban artesanalmente sus trabajos, y que en su conjunto mostraba un muy aceptable estado de conservación, dado el arrasado lugar en el que se encontraba.
Del portón sobresalía una pequeña losa de piedra que tenía esculpida sobre su superficie un dibujo que llenó de optimismo a Lorena, ya que era muy común encontrarlo en la mayoría de los cementerios. Se trataba de un reloj de arena del que sobresalían dos grandes alas de paloma. Debajo del dibujo alegórico figuraban dos cortas pero míticas palabras.
TEMPUS FUGIT
«El tiempo vuela.»
Grieg también vio un cartel sujetado con clavos en la madera del portón.
PROHIBIDO EL PASO
PROPIEDAD PRIVADA
Lib. Antiquit. D.B. Vol. II, fol. 29, documento 85
Dos herrumbrosas argollas, destinadas a que pasaran por ellas un candado, estaban vacías, y tras presionar ligeramente, la puerta cedió con facilidad. Cuando el portón se entreabrió, Grieg y Lorena se preguntaron si aquel lugar sería el
«tumulus Mortem coementerium Sancti Gervasii».
«La tumba de la muerte.»
No hizo falta abrir del todo la puerta de roble para que Lorena y Grieg intuyeran con alivio que aquello era el escondido cementerio que buscaban.
Ante ellos apareció una alargada escalera, construida con cantos rodados de río amalgamados, y que empezaba a ser iluminada por los primeros rayos de sol de la mañana. La escalera se elevaba desde un pequeño patio conformado enteramente con brillantes losas de mármol blanco, hasta la escultura de un gran ciprés de piedra que marcaba el límite del pequeño cementerio. Los escalones, en tramos de diez en diez, formaban cinco espaciosos rellanos resguardados por una amplia y sólida barandilla. Al final de aquella mole de piedra se encontraba la más celosa protectora de aquel pequeño cementerio: una gigantesca y escarpada pared de roca viva.
En la parte izquierda de la escalera se alineaban media docena de monumentales panteones adosados, tan esplendorosos que parecían ser los regios portales de unas mansiones de estilo corintio. Ante la visión de aquella sorprendente necrópolis, y tras un rato en completo silencio, Lorena dio un paso al frente y no pudo reprimir un hondo suspiro:
—
Memento mori!
«No olvides que tarde o temprano tú también te morirás», aquélla era la sentencia que un esclavo en la antigua Roma repetía, una y otra vez, al general victorioso cuando era recibido triunfalmente por la multitud tras una gran victoria, para que no olvidara que, al fin y al cabo, tan sólo era un hombre de carne y hueso.
«Nunca imaginé que este lugar pudiese encontrarse aquí», pensó Grieg, sorprendido ante la fría belleza de aquel pequeño cementerio, mientras aseguraba el portón con una gruesa barra de acero.
Lorena contemplaba uno de aquellos hipogeos de estilo neogótico, y pensaba en quiénes podrían ser los afortunados que habían tenido el privilegio de que aquélla fuera su morada eterna.
Aquél no era un cementerio convencional. Una primera peculiaridad destacaba poderosamente: todas las puertas de los panteones estaban abiertas.
Grieg y Lorena observaron con detenimiento el primer mausoleo. Sus cristales, tras unas gruesas rejas de forja artística, estaban completamente relucientes, como si los hubieran acabado de limpiar; y unos pulidos pomos de bronce reflejaban con destellos dorados los primeros rayos de la mañana. La fachada lucía una profusión de detalles ornamentales, que llenaba toda la pared hasta la parte superior, donde destacaba un gran ángel de mármol con los brazos abiertos.
Al entrar en el panteón vieron tres sepulcros fabricados en mármol de Carrara y con forma de arca. Estaban colocados uno sobre otro, esculpidos con motivos florales. El que había en la parte superior lucía un elaborado pináculo que coronaba y confería una sutil unidad al conjunto.
Lorena observó en silencio el maravilloso mosaico multicolor que la luz del amanecer formaba en los cristales del hipogeo, a modo de relucientes flores de colores. Resultaba turbador que allí no hubiera ni un ápice de polvo. El mármol relucía esplendorosamente, a pesar de que la cripta se había construido hacía más de un siglo. Lo más lógico habría sido que aquellas tres tumbas estuviesen completamente recubiertas de polvo y telarañas, pero no era así.
Grieg se encaramó hasta el arca de mármol situada en la parte superior y comprobó que, como las dos inferiores, mostraba la misma particularidad: las tres tumbas estaban vacías.
Extrañados, salieron a la escalera y no tardaron en comprobar que todas aquellas construcciones funerarias no sólo estaban impecablemente limpias… sino también vacías.
Y aunque continuaban siendo custodiadas por ángeles de piedra, aquella mañana la radiante luz del amanecer reducía las tumbas a meras y ridículas comparsas. Parecía como si la misma Muerte se hubiese apiadado por una vez de todos aquellos difuntos y los hubiese liberado de sus pesadas losas y de sus gélidos sarcófagos, para que pudieran volver a ver la luz del sol… A cambio, Ella se refugiaría entre aquellos muros.
Grieg descubrió dos falsas gárgolas con forma de animales fabulosos, que parecían mirarse recelosamente, como si estuvieran condenadas a desconfiar eternamente la una de la otra. Entonces se percató de que las figuras de piedra, a medida que iban ascendiendo por la escalera, se iban transformando paulatinamente, hasta llegar a algo mucho más sombrío. Las estatuas con delicadas facciones y cara de ángel, y estilizadas formas femeninas que engalanaban los mausoleos inferiores, daban paso a gárgolas y quimeras de aspecto cada vez más amenazador que descollaban entre pequeños demonios anfibios. Había mujeres con rostro de bruja, esculpidas junto a las puertas de los hipogeos, y a medida que continuaban ascendiendo, comprobaron que los dorados pomos de las puertas de los panteones inferiores se transformaban en calaveras y enormes ojos de metal.
Al llegar a la parte más elevada de la gran escalera encontraron un gran ciprés de piedra que custodiaba la última construcción funeraria. Era la única que no era visible desde la parte inferior, y se trataba de un imponente panteón de estructura circular y estilo modernista. Doce grandes columnas, con hojas de olivo esculpidas en los capiteles, rodeaban el panteón. Como todo lo demás, las paredes y el suelo relucían, y las puertas estaban abiertas de par en par.
La entrada recordaba al lujoso
lobby
de una mansión victoriana, aunque más colorista. Incluso había un sofá circular de terciopelo rojo. El panteón estaba completamente enlosado de cerámica y mosaicos con figuras modernistas que acababan en el techo, donde podía observarse otra de aquellas monstruosas figuras amenazantes. Del suelo partía una marmórea escalera de caracol que ascendía hacia la parte superior del mausoleo.
Sin pensárselo dos veces, Lorena comenzó a subir por la escalera, y Grieg la siguió a escasa distancia. A medida que ascendían, la luz del día se fue desvaneciendo y, una vez arriba, Grieg encendió su linterna. Los dos fijaron la vista en un hueco abierto en la pared del tamaño de media puerta, que estaba enmarcado con cenefas de piedra. La losa que debería cerrar el hueco estaba apoyada sobre el rellano de la escalera.
Ambos intuyeron que la solución del misterio que los había conducido hasta allí residía en el interior de aquella cámara mortuoria. Fuera cual fuese su contenido.
Grieg y Lorena inclinaron sus cabezas para entrar en la tumba, y mientras descendían los tres pequeños escalones de la entrada, escucharon con inquietud un alarmante sonido, monótono y mecánico.
Tictac… tictac… tictac…
Grieg y Lorena contemplaron un gran sarcófago de piedra abierto, con la losa que debería cubrirlo apoyada contra una de las paredes circulares. De aquel lugar procedía aquel inquietante sonido.