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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (17 page)

BOOK: El laberinto de oro
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Pero por encima de todo, en la Font del Gat aquella noche destacaba un profundo silencio. Aquel solitario lugar contenía infinidad de símbolos arcanos que pasaban totalmente desapercibidos para aquellos que no sabían interpretarlos adecuadamente. Por ejemplo, había una antiquísima losa de piedra que la tenue lluvia había dejado brillante y que estaba semioculta por la vegetación y la hojarasca. En ella podía contemplarse una desconocida inscripción que con sus sesenta y seis letras formaba un extraño triángulo-flecha en forma de monte de Venus, y que apuntaba hacia un terrorífico lugar.

ABRACADABRA

ABRACADABR

ABRACADAB

ABRACADA

ABRACAD

ABRACA

ABRAC

ABRA

ABR

AB

A

Se trataba del triángulo mágico de los Teósofos, al que, desde tiempo inmemorial, se le atribuían virtudes extraordinarias, relacionadas con las brujas y los aquelarres. Señalaba, como la saeta de una petrificada y hermética brújula, un lugar a cien metros de distancia.

El silencio permitía oír el cimbrear de los árboles, que parecían buscar un gran y abandonado caserón, que aparecía envuelto en las sombras como un lúgubre castillo en el que se escondiera de los simples mortales un ominoso Señor de la Noche.

Aquel semiderruido
casalot
se había levantado sobre el solar al que en la alta Edad Media acudían las brujas, provistas de escobas, tras dejar atrás las antiguas murallas de Barcelona, para celebrar de incógnito una misa diabólica, que después se llamaría misa negra, sabbat o aquelarre.

Ese olvidado lugar tuvo un sombrío nombre, que hoy en día tan sólo recuerdan aquellas personas que se sienten más próximos al Erebo, la zona más remota y oscura del infierno. Aquel solar era conocida como la
Fosca.

La
Fosca
significa «el monte», pero en catalán además significa oscuro, tenebroso, con lo cual se le añadían al lugar connotaciones negativas.

En la antigua losa de piedra que contenía el triángulo formado por la palabra «abracadabra», alguien que conocía el lugar hacia el que desde hace siglos apunta la flecha, había grabado toscamente una escueta palabra cargada de simbolismo diabólico: Brocken.

Con esa palabra se rendía homenaje al sabbat más conocido de la historia, el que tuvo lugar en el monte Brocken de la Selva Negra, concretamente en Hartz, una de las regiones más impenetrables de Alemania. Allí situó Goethe a Fausto en el momento de vender su alma al diablo.

Lorena se quitó el casco, miró su reloj y comprobó que eran las cuatro y cuarenta y ocho minutos. Pensó en que la noche estaba en su punto más oscuro, en el polo opuesto al que el sol en su cénit se encuentra durante el día.

«Ésta es la mejor hora para organizar un aquelarre», pensó mientras sonreía y observaba la concentración y la seriedad que mostraba el rostro de Grieg. Éste, por su parte, mientras tomaba su bolsa y le entregaba la otra a Lorena, continuaba pensando en quién era en realidad el maldito anciano del Liceo, y sospechaba que Lorena lo conocía. Únicamente era cuestión de tiempo. Esperaría el momento adecuado para vengarse.

Lorena, como si hubiera leído los sombríos pensamientos de Grieg, pareció entender que aquellos contornos, tan relacionados con los aquelarres y precisamente en la noche de Halloween, no constituían para él un lugar especialmente alentador.

—Parece como si todos hubiesen salido despavoridos. Esto está demasiado solitario para ser «la noche» —indicó ella con una extraña mueca, potenciada por la escasa luz que provenía de la carretera—. Se diría que realmente hubiesen visto al diablo.

—Nada de eso —repuso de inmediato Grieg—. El diablo, para el tipo de gente que podemos encontrar aquí esta noche, siempre será bienvenido.

—Da lo mismo —proclamó Lorena mirando fijamente a los ojos de Grieg, y como si le hubiera leído los pensamientos, prosiguió—: Aunque si ahora mismo entre esos pinos se apareciera el mismísimo diablo, nosotros no tendríamos nada que temer, puesto que nada le debemos.

—Pareces muy segura de eso, Lorena.

—Por supuesto. Nunca hicimos un pacto que nos comprometiese
innoxius ardet
con él. ¡Hay que ser muy inconsciente para establecer un pacto con el diablo…! ¡Él siempre encuentra a los morosos!

Lorena dejó escapar una formidable carcajada que se perdió entre los recovecos de la Font del Gat, y que hizo estremecer a Grieg. No sabían que alguien les escuchaba desde detrás de unos arbustos.

25

Agazapado tras unos setos, y envuelto en la oscuridad, una persona observaba los movimientos de Grieg y Lorena. Tenía la esperanza de verlos abrazarse, como había visto hacer a tantas otras parejas durante muchos años, y dirigirse a algún frondoso y oculto lugar donde, desnudos, pudieran llevar a cabo prácticas amatorias mientras él asistía al espectáculo.

Grieg seguía hablando ajeno a su presencia.

—Ahora nos será muy difícil encontrar la moneda, por la orografía y extensión del terreno.

—Sí —respondió Lorena con un elegante movimiento, que no pasó desapercibido a los ojos del que la observaba secretamente entre las sombras, mientras se imaginaba su maravilloso cuerpo desnudo—. Hace menos de una hora que hemos tenido que enfrentarnos a la iglesia y ahora lo haremos contra los poderes infernales. Nos vamos superando.

—Mejor no nos tomemos este asunto a broma porque…

Grieg se agachó y arrastró su mano izquierda por el suelo. Comprobó que sus dedos retenían una sustancia terrosa, de encendidos tonos multicolor disueltos en agua de lluvia, que parecía proceder de un bancal situado un poco más arriba de donde ellos estaban, casi oculto entre los pinos de la terraza principal situada en la entrada.

—Dime una cosa, Lorena… ¿Cuál es la culminación, el objetivo que persiguen todas las misas sabáticas y los aquelarres? —preguntó retóricamente.

Aquellas palabras hicieron que la persona que los estaba espiando en la oscuridad se convenciera de que la pareja no estaba allí por cuestiones amorosas.

—Si pienso mucho la respuesta, diría que rendir culto a los poderes demoníacos para convocar al diablo —contestó ella, mirándole de reojo y sin saber exactamente el motivo de aquella pregunta de respuesta tan obvia.

—Me parece suficiente de momento. El ser humano siempre ha procurado obtener, por métodos que llamaremos sobrenaturales, todo aquello que no podía conseguir por la vía ordinaria, y algunos optan incluso por solicitárselo al mismísimo Lucifer… —expuso Grieg mientras trataba de seguir el rastro del diminuto caudal de vivos colores que descendían de la terraza—. Pero, como tú muy bien has apuntado hace un momento, ese sistema es un mal negocio puesto que el diablo siempre pide algo a cambio y, por regla general, el solicitante siempre sale perdiendo.

Unos pasos más arriba, lo que en principio era tan sólo una fina hilera de colores se iba poco a poco expandiendo hasta llegar a formar una mancha polícroma. Grieg extrajo su linterna y, tras encenderla, la apuntó hacia el centro mismo de la pequeña terraza. Allí apareció una inquietante figura que estaba dibujada con lo que parecían ser tizas de colores sobre el mármol travertino. A causa de la lluvia se estaba desfigurando y el yeso resbalaba lentamente hacia el estanque.

Una frase escrita en griego, y al límite de la legibilidad, resaltó en tonos negruzcos bajo la luz de la linterna:

TEMllAI OMMYM HOMINYM FLAXIE ABBAE

«Templi Ommum Hominum Pacis Abbas.»

Sobre aquellas palabras estaba representada la escalofriante figura de un macho cabrío barbudo que tenía las patas cruzadas. Su tez era de color rojo y sobre su frente tenía representado un pentagrama, una estrella de cinco puntas, con una de ellas apuntando hacia arriba. De su enorme testa, sobresalían dos grandes cuernos entre los que estaba situada una antorcha que, según Eliphas Lévi en su
Dogme et rituel de toute magie,
representaba la inteligencia.

La forma de su cuerpo, a pesar de estar ya casi completamente disuelta por el agua de la lluvia, recordaba la de una mujer de grandes senos que con ambas manos componía el símbolo del ocultismo, consistente en tener recogidos los dedos meñique y anular, extendiendo casi completamente los demás. La mano izquierda estaba en contacto con un círculo de colores de tonos amarillentos en el que aparecía la luna de Chesed, y en la mano derecha tenía ligada, con lo que parecía ser los restos de una cadena, una blanca luna en cuarto menguante, que no podía ser otra que la luna de Geburah.

Los brazos, uno femenino y el otro masculino, llevaban impresas las palabras alquímicas
solve
y
coagula
de manera que recordasen al andrógino de Khunrath; y de su vientre sobresalía un órgano reproductor formado de escamas verdes que se difuminaba al llegar a sus dos alas azules, con la forma membranosa del patagio de un murciélago.

—¿Qué te parece? —preguntó Grieg, que se encontraba entre los cuernos y la antorcha del macho cabrío, ya que había preferido analizar la figura del revés.

—Parece una representación un tanto naif y romántica de la figura del demonio. Trata de fundir la descripción que hace Oswald Wirth en
Le Tarot des imagiers du Moyen Age
con la figura… —Mientras Lorena hablaba, Grieg buscaba en su bolsa negra un libro donde rebuscó la imagen entre sus páginas.

Al escuchar las palabras que la bella mujer había pronunciado, y que demostraban grandes conocimientos satánicos, el hombre que se ocultaba tras los arbustos comprendió que aquellos desconocidos no habían venido hasta allí para tener sexo y decidió cambiar de estrategia.

—… más estereotipada del demonio como macho cabrío…

Lorena no pudo acabar la frase porque ante ella apareció, y sin que Grieg aún se diera cuenta, un hombre de unos treinta años y de complexión muy delgada. Llevaba sobre su ropa de calle una extraña vestidura oscura a modo de capa, y un viejo, sucio y deformado sombrero multicolor parecido al que lleva en las cartas del tarot Ziripot de Lanz, el loco de la carta sin número de los Arcanos Mayores.

El tipo la miraba libidinosamente a los ojos. Grieg vio el extraño rictus que dibujaba la cara de Lorena y se volvió para ver qué lo provocaba.

De repente, la aparición empezó a hablar:

—Si habéis venido a buscar alguna cosa, quizá yo sea la persona adecuada para suministraros la información que buscáis… siempre, naturalmente, a cambio de algo —dijo el hombre del extraño sombrero mientras se acercaba con pequeños pasos, y casi de puntillas hacia Grieg, que continuaba inmóvil y con el libro de Eliphas Lévi en la mano—. ¿Estáis interesados en el tema del diablo? ¿Acaso pretendéis establecer contacto con él? —inquirió con los ojos desorbitados dando muestras de gran interés—. Si es así, como es natural y no podría ser de otra manera, yo os puedo ser de gran ayuda.

La aparición comenzó a caminar alrededor de la figura del diablo, que continuaba deshaciéndose como un cirio en el interior de una hoguera.

—Sí, estamos desesperadamente interesados en tus inestimables servicios —ironizó Grieg.

—Me avengo al trato, pero primero quiero saber con qué me pagaréis —indagó el extraño con la cara ladeada y los ojos muy abiertos, casi desencajados, tras lo cual profirió una estrafalaria carcajada, corta, pero muy aguda.

—Primero dinos qué puedes ofrecernos. Si tu respuesta no nos satisface, te enviaré con él —repuso Grieg, señalando condescendientemente la imagen del diablo en el suelo—. Si decidimos que estamos interesados, te entregaré a cambio esto.

Gabriel Grieg depositó el libro en su bolsa y extrajo una pequeña escarcela que retuvo en su mano.

—¿Qué escondes ahí que pueda recompensar mínimamente mis servicios? —preguntó el inquietante desconocido—. Os recuerdo que nada del diablo me es ajeno, aunque se esconda bajo el aspecto de Barbiel, o de Amduscias, Behemoto, Bael, Belzebub, Asmodeo, Belial, Maimón, o incluso cuando se camufla entre los caracteres de los libros y se hace llamar Mefistófeles.

El extraño cada vez peroraba más deprisa, impaciente por conocer el contenido de la pequeña bolsa que aquel desconocido sostenía en su mano.

—Si queréis, os puedo vender, como hago con mis adorables y adoradoras amiguitas que vienen por aquí en busca de mis servicios y que de tantos placeres me colman, los Objetos de Poder que yo les suministro. —El extraño volvió a soltar una carcajada—. Sé que después alardean de ellos durante el transcurso de las fiestas demoníacas que se celebran en la zona alta.

El proveedor guardó silencio durante algunos segundos mientras instalaba una extraña mueca en su rostro.

—Tal vez estéis buscando tierra auténtica del monte Brocken en la Selva Negra, o de Auvernia, quizá de Blocula… Las tengo guardadas ahí, en el morral que cuelga de mi bastón. Puedo venderos tinturas que elaboro con tierras malditas. La variedad y calidad de mis productos es muy alta. Con el tiempo, incluso podéis llegar a convertiros, como tantos otros, en clientes míos… También tengo mandrágora fresca…

—No estamos interesados en esa clase de fruslerías —le interrumpió Grieg—. Te ofrezco el contenido de la bolsa a cambio de tus servicios.

El delgado hombre del sucio sombrero, que aparecía iluminado fantasmagóricamente bajo la luz de la linterna que Lorena sostenía en su mano, se acercó hacia ellos y tomó con exquisita delicadeza el paquete que Grieg le ofrecía. Luego desenrolló la tira de cuero para ver su contenido. En primer lugar extrajo una pequeña navaja de plata que tenía grabada en una de sus cachas la figura de un gallo negro, que inmediatamente empezó a acariciar. A continuación, extrajo la bolsa de plástico y casi no pudo creer lo que vio.

—¡Ohhhh! —exclamó entornando los ojos y con cara de éxtasis—. ¡Es una auténtica pluma de ánade extraída en ceremonia! ¡Ahí está la marca! La que es blanca… La quinta del ala derecha, de un magnífico ejemplar.

Al sentir al tacto una forma cuadrangular, sospechó de inmediato que se trataba de un tintero que contenía un grimorio de casi imposible elaboración en la actualidad. El brujo no tuvo necesidad de colocar la etiqueta ante la luz de la linterna, porque se sabía de memoria la teoría para elaborar aquella tinta. La única con la que se podía escribir el pacto demoníaco con la pluma de ánade, y que después sería refrendado con la sangre que manaría tras el corte de la navaja de plata en su propio brazo.

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