El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (5 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
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—Podríamos quedarnos aquí, olvidar los crímenes, la justicia y a los hombres.

—¿Estás volviéndote soñador, juez Pazair?

—Han querido librarse de mí del modo más vil, y no renunciarán a ello. ¿Es prudente emprender una guerra perdida de antemano?

—Por Branir, por el ser que veneramos, tenemos el deber de combatir sin pensar en nosotros mismos.

—Soy sólo un pequeño juez, que la jerarquía destinará a la más alejada de las provincias. Me destruirán sin problemas.

—¿Tienes miedo ya?

—Me falta valor. El penal fue una prueba espantosa.

Ella posó la cabeza en su hombro.

—Ahora estamos juntos. No has perdido ni un ápice de tu fuerza, lo sé, lo siento.

Una dulce calidez invadió a Pazair. Los dolores desaparecieron, la fatiga se atenuó. Neferet era una hechicera.

—Cada día, durante un mes, beberás el agua recogida en una cubeta de cobre. Es un remedio eficaz contra la languidez y la desesperación.

—¿Quién ha podido tenderme esta trampa, sino alguien que supiera que Branir iba a convertirse en sumo sacerdote de Karnak e iba a ser, así, nuestro más fiel apoyo?

—¿A quién te confiaste?

—A tu perseguidor, el médico en jefe Nebamon, para impresionarle.

—Nebamon… Nebamon tenía la prueba de tu inocencia y me obligaba a casarme con él.

—Cometí un terrible error. Al saber el cercano nombramiento de Branir decidió dar un doble golpe: eliminarlo y acusarme del crimen.

En la frente de Pazair apareció una arruga.

—No es el único culpable posible. Cuando el jefe de policía, Mentmosé, me detuvo, se puso de acuerdo con el decano del porche.

—Policía y magistratura aliados en el crimen…

—Una conspiración, Neferet, una conspiración que reúne a hombres de poder e influencia. Branir y yo comenzábamos a ser molestos, porque yo había reunido indicios decisivos y él me habría permitido proseguir la investigación hasta el final. ¿Por qué fue exterminada la guardia de honor de la esfinge? Ésta es la pregunta a la que debo responder.

—¿Te olvidas del químico Chechi, del robo del hierro celeste, de Asher, el general felón?

—Soy incapaz de relacionar a los sospechosos con los delitos.

—Preocupémonos, ante todo, por la memoria de Branir.

Suti había querido festejar dignamente el regreso de su amigo Pazair invitando al juez y a su mujer a una respetable taberna de Menfis, donde se servía un vino tinto que databa del año uno de Ramsés, cordero asado de primera calidad, legumbres con salsa e inolvidables pasteles. Animado, había intentado hacerles olvidar durante unas horas el asesinato de Branir.

De regreso a casa, tambaleándose, con el cerebro lleno de brumas, chocó con Pantera. La rubia libia le agarró por los cabellos.

—¿De dónde vienes?

—Del penal.

—¿Medio borracho?

—Completamente borracho, pero Pazair está sano y salvo.

—¿Y de mí, te preocupas?

Él la tomó por la cintura, la levantó del suelo y la mantuvo sobre su cabeza.

—He vuelto, ¿no es un milagro?

—No te necesito.

—Mientes, nuestros cuerpos no han acabado de descubrirse.

La tendió dulcemente en la cama, le quitó el corto vestido con la delicadeza de un viejo amante y la penetró con el ardor de un joven. Ella aulló de placer, incapaz de resistir aquel asalto que tanto había esperado.

Cuando descansaron, uno junto a otro, jadeantes y encantados, ella puso la mano en el pecho de Suti.

—Prometí engañarte durante tu ausencia.

—¿Has tenido éxito?

—Nunca lo sabrás. La duda te hará sufrir.

—Desengáñate. Para mí sólo cuentan el instante y el goce.

—¡Eres un monstruo!

—¿Te lamentas de ello?

—¿Seguirás ayudando al juez Pazair?

—Mezclamos nuestra sangre.

—¿Está decidido a vengarse?

—Es juez antes que hombre. La verdad le interesa más que el resentimiento.

—Escúchame, por una vez. No lo alientes y, si persiste, mantente al margen.

—¿A qué viene esta advertencia?

—Se enfrenta a alguien demasiado fuerte.

—¿Y tú qué sabes?

—Un presentimiento.

—¿Qué me ocultas?

—¿Qué mujer podría engañarte?

El despacho del jefe de policía parecía una zumbante colmena. Mentmosé no dejaba de ir y venir, distribuía órdenes, contradictorias a veces, azuzaba a sus empleados para que transportaran los rollos de papiro, las tablillas de madera y los menores archivos acumulados desde que entró en funciones. Con ojos enfebrecidos, Mentmosé se rascaba el calvo cráneo y maldecía la lentitud de su propia administración.

Cuando salió a la calle para comprobar el cargamento de un cairo, chocó con el juez Pazair.

—Querido juez…

—Me contempláis como si fuera un fantasma.

—¡Qué idea! Espero que vuestra salud…

—El penal la quebrantó, pero mi esposa me recompondrá muy pronto. ¿Cambiáis de domicilio?

—Los servicios de irrigación han previsto una abundante crecida. Debo tomar precauciones.

—Este barrio no es inundable, o eso me parece.

—Nunca se es lo bastante prudente.

—¿Y dónde os instaláis?

—Bueno… en mi casa. Es provisional, claro.

—Sobre todo, es ilegal. ¿Lo sabe el decano del porche?

—Nuestro querido decano está muy cansado. Importunarlo habría sido inconveniente.

—¿No tendríais que interrumpir ese traslado de expedientes?

La voz de Mentmosé se hizo gangosa y aguda.

—Tal vez seáis inocente del crimen del que os acusaban, pero vuestra posición sigue siendo incierta y no os autoriza a darme órdenes.

—Es cierto, pero la vuestra os obliga a ayudarme.

Los ojos del jefe de policía se entornaron, como los de un gato.

—¿Qué queréis?

—Examinar de cerca la aguja de nácar que mató a Branir.

Mentmosé se rascó el cráneo.

—En pleno traslado…

—No se trata de archivos sino de pruebas de cargo. Debe de estar en un expediente junto al mensaje que me engañó: «Branir está en peligro, venid en seguida.»

—Mis hombres no lo encontraron.

—¿Y la aguja?

—Un momento.

El jefe de policía desapareció. La agitación se calmó. Algunos portadores de papiro dejaron su carga en las estanterías y recuperaron el aliento.

Mentmosé reapareció diez minutos más tarde con el rostro ensombrecido.

—La aguja ha desaparecido.

CAPÍTULO 8

E
n cuanto Pazair hubo bebido el agua curativa contenida en una copela de cobre,
Bravo
exigió su parte. El perro, de altas patas, provisto de una larga cola retorcida, grandes orejas caídas que se erguían cuando le acercaban la comida, y con el cuello adornado por un collar de cuero rosa y blanco donde se había inscrito «
Bravo
, compañero de Pazair», lamió el benéfico líquido, seguido pronto por el asno del juez, que respondía al dulce nombre de
Viento del Norte
.
Traviesa
, la mona verde de Neferet, saltó sobre el lomo del asno, tiró de la cola al perro y se refugió detrás de su dueña.

—¿Cómo cuidarme en estas condiciones?

—No os quejéis, juez Pazair. Tenéis el privilegio de que os cuide, a domicilio y permanentemente, un concienzudo médico.

La besó en el cuello, en el lugar preciso donde la hacia estremecerse. Neferet tuvo el valor de rechazarlo.

—La carta.

Pazair se sentó en la posición del escriba y desenrolló en sus rodillas un papiro de buena calidad, de unos veinte centímetros de ancho. Dada la importancia del mensaje, utilizaría sólo el anverso del documento. A la izquierda, la parte enrollada; a la derecha, la desplegada. Para dar un carácter augusto al texto, escribiría en líneas verticales, separadas por una línea muy recta, trazada con su más hermosa tinta y un cálamo, cuya punta estaba perfectamente afilada.

Su mano no tembló.

Al visir Bagey, de parte del juez Pazair.

Quieran los dioses proteger al visir, Ra iluminarle con sus rayos, Amón preservar su integridad, Ptalí darle coherencia.

Espero que vuestra salud sea excelente y que vuestra prosperidad no sea menor. Apelo a vos, en mi calidad de magistrado, para informaros de hechos de excepcional gravedad. No sólo fui acusado, falsamente, del asesinato de Branir el prudente y deportado a un penal de ladrones, sino que también el arma del crimen ha desaparecido, cuando estaba en poder del jefe de Policía, Mentmose.

Juez de barrio, creo haber puesto en evidencia el comportamiento sospechoso del general Asher y demostrado que los cinco veteranos destinados a la guardia de honor de la esfinge fueron asesinados.

En mi persona se ha escarnecido toda la justicia. Intentaron librarse de mí, con la activa complicidad del jefe de policía y del decano del porche, para impedir mi investigación y preservar a unos conspiradores que persiguen un objetivo que ignoro.

Mi suerte personal me importa poco, pero quiero identificar a los culpables de la muerte de mi maestro. Séame también permitido formular mis inquietudes por el país; si tantas muertes atroces permanecen impunes, ¿no serán pronto el crimen y la mentira los nuevos guías del pueblo? Sólo el visir tiene capacidad para arrancar las raíces del mal. Por ello solicito su intervención, ante la mirada de los dioses, y jurando por la Regla que mis palabras son verídicas.

Pazair fechó la carta, puso su sello en el papiro, lo enrolló, lo ató y después lo cerró con un sello de arcilla. Escribió su nombre y el del destinatario. En menos de una hora lo entregaría al mensajero, que lo depositaría aquel mismo día en el despacho del visir.

El juez se levantó inquieto.

—Esta carta puede significar nuestro exilio.

—Ten confianza. La reputación del visir Bagey es merecida.

—Si nos equivocamos, nos separarán para siempre.

—No, partiría contigo.

No había nadie en el jardincillo. La puerta de la pequeña casa blanca estaba abierta, y Pazair entró. Ni Suti ni Pantera estaban allí, a pesar de lo avanzado de la hora. Poco antes de la puesta del sol, los amantes habrían podido tomar el fresco en el cenador, junto al pozo.

Pazair, intrigado, atravesó la estancia principal. Por fin oyó unos ruidos. No procedían de la alcoba, sino de la cocina al aire libre, situada detrás de la vivienda. Sin duda alguna, Pantera y Suti estaban trabajando.

La rubia libia fabricaba mantequilla, mezclándola con fenogreco y alcaravea, para conservarla en la parte más fresca del sótano, sin añadirle agua ni sal para que no se oscureciera.

Suti preparaba cerveza. Había hecho una pasta, superficialmente cocida en moldes dispuestos alrededor de un hogar, con harina de cebada molida y amasada. Los panes obtenidos maceraban en agua azucarada con dátiles. Tras la fermentación era preciso agitar y filtrar el liquido, y luego verterlo en una jarra untada de arcilla, indispensable para la conservación.

Había tres jarras colocadas en los agujeros de una tabla elevada y provistas de un tapón de barro seco.

—¿Te dedicas a la artesanía? —preguntó Pazair.

Suti se volvió.

—¡Ni siquiera te había oído! Sí, Pantera y yo hemos decidido hacer fortuna. Ella fabricará mantequilla y yo cerveza.

Harta, la libia apartó la materia grasa, se secó las manos con un paño oscuro y desapareció sin saludar al juez.

—No se lo reproches, es una colérica. Olvidemos la mantequilla. ¡Afortunadamente, hay cerveza! Prueba esto.

Suti sacó de su agujero la jarra más grande, quitó el tapón y colocó el tubo conectado a un filtro que sólo dejaba pasar el líquido y que retendría los trozos de pasta en suspensión.

Pazair aspiró, pero se interrumpió casi enseguida.

—¡Agria!

—¿Cómo, agria? He seguido la receta al pie de la letra.

Suti aspiró a su vez y escupió.

—¡Infecta! Abandono la fabricación de cerveza, no es un oficio para mí. ¿Cuál es la situación?

—He escrito al visir.

—Peligroso.

—Indispensable.

—No resistirás el próximo penal.

—La justicia triunfará.

—Tu credulidad es conmovedora.

—El visir Bagey actuará.

—¿Y por qué no va a estar corrompido y comprometido, como el jefe de policía y el decano del porche?

—Porque es el visir Bagey.

—Ese viejo pedazo de palo es inaccesible a cualquier sentimiento.

—Defenderá el interés de Egipto.

—Espero que los dioses te oigan.

—Esta noche he recordado el horrible momento en que vi la aguja de nácar clavada en el cuello de Branir. Es un objeto precioso de elevado precio, que sólo una mano experta podía manejar.

—¿Una pista?

—Una simple idea, carente de interés quizá. ¿Aprobarías una visita al principal taller de tejido de Menfis?

—¿Yo, en misión?

—Parece que las mujeres son allí muy hermosas.

—¿Te dan miedo?

—El taller no está en mi jurisdicción. Mentmosé aprovecharía el menor paso en falso.

Monopolio real, el tejido empleaba gran número de hombres y mujeres. Trabajaban en telares de bajo lizo, formados por dos cilindros en los que se enrollaban los hilos de la urdimbre, y de alto lizo, formado por un marco rectangular colocado verticalmente, enrollándose el hilo de la urdimbre en el cilindro superior y la tela en el cilindro inferior. Algunos tejidos superaban los veinte metros de largo y su anchura variaba de un metro veinte a un metro ochenta.

Suti observó a un tejedor, con el pecho apoyado en las rodillas, que terminaba un galón para la túnica de un noble; prestó más atención a las muchachas que torcían los hilos y enrollaban en ovillo las fibras de lino enriadas. Sus colegas, no menos seductoras, disponían una urdimbre sobre el enjulio superior de un telar puesto a lo largo, antes de entrecruzar dos series de hilos tensos. Una hilandera utilizaba un bastón coronado por un disco de madera que manejaba con pasmosa destreza.

Suti no pasó desapercibido; su largo rostro, su mirada directa, sus largos cabellos negros, su aspecto lleno de elegancia y fuerza dejaban indiferentes a pocas mujeres.

—¿Qué buscáis? —preguntó la hilandera, que mojaba las fibras para obtener un hilo delgado y resistente.

—Me gustaría hablar con el director del taller.

—La señora Tapeni sólo recibe a los visitantes recomendados por palacio.

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