El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (27 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
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El harén de la princesa Hattusa, de acuerdo con la tradición, era una pequeña ciudad donde artesanos de excepcional talento se tomaban el tiempo necesario para vivir la belleza en sus corazones y sus manos con el fin de transmitirla a objetos o productos sin defecto.

Si no hubiera solicitado audiencia como decano del porche, Pazair habría deambulado horas y horas por aquel mundo ordenado, donde el trabajo parecía ligero, habría vagabundeado por las arenosas avenidas, dialogado con los jardineros que arrancaban hierbas inoportunas, degustado los frutos mientras charlaba con proyectas viudas que habían decidido vivir allí.

El chambelán lo introdujo en la sala de recepción presidida por la princesa Hattusa, que se encontraba acompañada por dos escribas.

Pazair se inclinó.

—Estoy muy ocupada, os ruego que seáis breve.

—Deseo hablar a solas con vos.

—El carácter oficial de vuestra visita nos lo impide.

—Creo más bien que nos lo impone.

Pazair desenrolló un papiro.

—¿Deseáis que los escribanos tomen nota de las acusaciones?

Con un gesto enojado, la princesa despidió a los escribas.

—¿Sois consciente de las palabras que utilizáis?

—Princesa Hattusa, os acuso de apropiación de géneros alimenticios y tentativa de asesinato en mi persona.

Los hermosos ojos negros llamearon.

—¡Cómo os atrevéis!

—Dispongo de pruebas, testimonios y declaraciones escritas. Os considero pues inculpada; antes de organizar un proceso, os conmino a explicar vuestras acciones.

—Nadie me ha hablado nunca en ese tono.

—Ninguna esposa real cometió tales delitos.

—¡Ramsés os destrozará!

—El faraón es el hijo y el servidor de Maat. Puesto que la verdad anima mis palabras, no intentará acallarlas. Vuestra sangre no puede ocultar vuestras fechorías.

Hattusa se levantó y se alejó de su trono.

—¡Me odiáis porque soy hitita!

—Sabéis muy bien que no es cierto. Ningún resentimiento guía mis pasos, aunque hayáis ordenado mi desaparición.

—¡Detener vuestro barco, impedir que llegara a Tebas, eso es todo lo que exigí!

—Vuestros esbirros lo habrán comprendido mal.

—¿Quién podría arriesgarse a suprimir a un juez de Egipto? El tribunal rechazará vuestra tesis y tratará de mentirosos a vuestros testigos.

—Vuestra defensa es hábil, pero ¿cómo justificar la apropiación de géneros frescos?

—Si vuestras falsas pruebas son tan convincentes como vuestras alegaciones, mi buena fe resultará evidente.

—Consultad este documento.

Hattusa leyó el papiro.

Su fino rostro se frunció, sus largas manos se anudaron.

—Negaré.

—Los testimonios son precisos, los hechos abrumadores.

Ella lo desafió, soberbia.

—Soy la esposa del faraón.

—Vuestra palabra no tiene más valor que la del más humilde campesino. Vuestra posición hace más imperdonables aún esos actos.

—Os impediré celebrar un proceso.

—Lo presidirá el visir Bagey.

Ella se sentó en un peldaño, hundida.

—¿Por qué buscáis mi ruina?

—¿Qué ambición perseguís, princesa?

—¿Realmente queréis saberlo, juez de Egipto?

Tenso, Pazair sostuvo una mirada de extremada violencia.

—Odio vuestro país, odio a su rey, su gloria y su poder. Mi mayor felicidad sería ver cómo los egipcios mueren de hambre, sus hijos gimen, los animales revientan. Manteniéndome prisionera en este falso paraíso, Ramsés creyó que mi furia desaparecería. ¡Y no ha dejado de crecer! Soy yo quien sufre la injusticia, y ya no la soporto. ¡Que desaparezca Egipto, que sea invadido por los míos o por cualquier tribu bárbara! Seré el mejor sostén para los enemigos del faraón. Creedme, juez Pazair, son cada vez más numerosos.

—¿El transportista Denes, por ejemplo?

La exaltación de la princesa desapareció.

—No soy vuestra confidente.

—¿No habréis caído en una trampa?

—Os he dicho la verdad, esa famosa verdad que tanto gusta a Egipto.

CAPÍTULO 27

C
omo de costumbre, la recepción había sido muy brillante. La señora Nenofar se había exhibido con unos suntuosos atavíos, aceptando con delectación los solícitos cumplidos de sus huéspedes.

Denes había cerrado algunos ventajosos contratos, satisfecho con el continuo crecimiento de una empresa de transportes que despertaba la admiración de todos los que eran algo en Egipto. Nadie sabía que tenía en sus manos el poder supremo. Sin impaciencia alguna, aunque nervioso, experimentaba sensaciones cada vez más excitantes; mañana, quien lo hubiese criticado caería más bajo que el propio suelo, y quien lo hubiera apoyado sería gratificado. El tiempo jugaba a su favor.

Fatigada, Nenofar se había retirado a sus aposentos. Cuando los últimos invitados se hubieron marchado, Denes paseó por su vergel para asegurarse de que no habían robado fruto alguno.

Una mujer brotó de la oscuridad.

—¡Princesa Hattusa! ¿Qué estáis haciendo en Menfis?

—No pronunciéis mi nombre. Espero vuestra entrega.

—No comprendo.

—El hierro celeste.

—Sed paciente.

—Imposible. Lo necesito, y en seguida.

—¿Por qué tanta prisa?

—Me arrastrasteis a una locura.

—Nadie podrá llegar hasta vos.

—El juez Pazair lo ha conseguido.

—Tentativa de intimidación.

—Me ha inculpado y piensa hacerme comparecer, como acusada, ante un tribunal.

—¡Bravuconadas!

—Lo conocéis mal.

—Su expediente está vacío.

—Lleno de pruebas, testimonios y declaraciones.

—Ramsés intervendrá.

—Pazair confía el caso al juez Bagey; el rey tendrá que someterse a la ley. Seré condenada, Denes, privada de mis tierras y, en el mejor de los casos, recluida en un palacio provincial. Y tal vez la pena sea más grave.

—Enojoso.

—Quiero el hierro celeste.

—No lo tengo todavía.

—Mañana como muy tarde. De lo contrario…

—¿De lo contrario?

—Os denunciaré al juez Pazair. Sospecha de vos, pero ignora que sois el instigador de la apropiación de alimento fresco. Los jueces me escucharán, sabré ser convincente.

—Concededme un plazo más largo.

—Dentro de dos días habrá luna llena; gracias al hierro celeste, mi magia será eficaz. Mañana por la noche, Denes, o vos caeréis conmigo.

Ante la pasmada mirada de
Traviesa
, la mona verde de Neferet,
Bravo
tomó un baño. Con pata prudente, el perro se aventuró por el estanque de los lotos y el agua le pareció a su gusto. Era el día de descanso de las sirvientas y Neferet sacó personalmente la jarra del pozo. Su boca parecía un capullo de loto, sus pechos amorosas manzanas; Pazair la veía ir y venir, colocar flores en un altar a la memoria de Branir, alimentar a los animales, levantar la mirada hacia las golondrinas que, cada anochecer, revoloteaban por encima de su mansión, entre ellas, la superviviente, que mantenía sus alas abiertas.

Neferet vigiló los frutos del sicómoro, ahora de un hermoso color amarillo, pero se volverían rojos al madurar. En mayo, los abriría en el mismo árbol para que se vaciaran de los insectos que habían establecido en ellos su domicilio.

Dulces y carnosos, los higos serían entonces comestibles.

—He leído el expediente de Hattusa, mis escribanos han comprobado la forma. Puedo transmitirlo al visir con mis conclusiones.

—¿Lo sospecha la princesa?

—Conoce mi decisión.

—¿Cómo va a interponerse?

—No importa. Bagey debe dirigir el proceso; ninguna intervención me impedirá actuar.

—¿Ni siquiera si el faraón te pide que renuncies?

—Me destituirá, pero no renunciaré. De lo contrario, mi corazón quedaría mancillado para siempre; ni siquiera tú podrías lavarlo.

—Kem me ha dicho que han perpetrado contra ti una tercera tentativa de asesinato.

—Los esbirros de Hattusa querían ahogarme; antes era un solo hombre el que intentaba dejarme tullido.

—¿Lo ha identificado el jefe de policía?

—Todavía no. El tipo parece especialmente astuto y hábil. Los informadores de Kem permanecen mudos. ¿Qué ha decidido el consejo médico?

—Han aplazado la elección. Nuevos postulantes han sido invitados a presentarse; Qadash mantiene su candidatura y hace visita tras visita a los miembros del comité.

Ella posó la cabeza en sus rodillas.

—Suceda lo que suceda, habremos vivido felices.

Pazair puso su sello en la sentencia de un tribunal de provincias que condenaba a un alcalde de pueblo a veinte bastonazos y a una pesada multa por denuncia calumniosa. Probablemente, el edil apelaría; si la sentencia se confirmaba, se le doblaría la pena.

Poco antes de mediodía, el juez recibió a la señora Tapeni. Pequeña, menuda, con los cabellos muy negros, sabía utilizar su encanto y había convencido a unos huraños escribas para que le abrieran la puerta del decano del porche.

—¿Qué puedo hacer por vos?

—Lo sabéis muy bien.

—Aclarádmelo.

—Deseo conocer el lugar donde se oculta vuestro amigo Suti, que es también mi marido.

Pazair esperaba el asalto. Después de Pantera, a Tapeni tampoco le era indiferente la suerte del aventurero.

—Ha salido de Menfis.

—¿Por qué razón?

—Misión oficial.

—Naturalmente, no me revelaréis su naturaleza.

—De ningún modo.

—¿Corre peligro?

—Cree en su suerte.

—Suti volverá. No soy mujer a la que se olvide y abandone.

La voz contenía más amenazas que ternura. Pazair intentó una experiencia.

—¿Os ha molestado, en estos últimos tiempos, alguna gran dama?

—Dada mi posición, de buena gana solicitan los mejores tejidos.

—¿Nada más grave?

—No comprendo.

—¿La señora Nenofar, por ejemplo, os ha exigido silencio?

Tapeni pareció turbada.

—Hablé de ella a Suti porque maneja admirablemente la aguja.

—No es la única en Menfis. ¿Por qué arrojasteis su nombre a las fieras?

—Vuestras preguntas me molestan.

—Sin embargo, son indispensables.

—¿Con qué fin?

—Investigo un delito grave.

Una extraña sonrisa apareció en los labios de Tapeni.

—¿Está complicada Nenofar?

—¿Qué sabéis exactamente?

—No tenéis derecho a retenerme aquí.

Rápidamente se dirigió hacia la puerta.

—Tal vez sepa muchas cosas, juez Pazair, pero ¿por qué voy a confiaros mis secretos?

¿Es posible sentirse satisfecho por la buena marcha de un hospital? En cuanto un enfermo curaba, otros lo sustituían, y el combate empezaba de nuevo. Neferet no se cansaba de curar; vencer el sufrimiento le producía un goce inagotable. El personal la ayudaba con abnegación, los escribas de la administración se encargaban de una gestión sana; así podía consagrarse a su arte, perfeccionar los remedios conocidos, intentar descubrir otros nuevos. Día tras día operaba tumores, reparaba miembros quebrados, reconfortaba a los pacientes incurables. A su alrededor tenía un equipo de médicos, experimentados unos, principiantes otros, que, sin necesidad de levantar la voz, la obedecían sin preocupaciones.

La jornada había sido dura. Neferet había salvado a un hombre de cuarenta años, víctima de una oclusión intestinal. Cansada, bebía agua fresca cuando Qadash irrumpió en la sala donde los facultativos se lavaban y cambiaban. El dentista de blancos cabellos apostrofó a Neferet con voz pedregosa.

—Quiero consultar la lista de las drogas que posee el hospital.

—¿Con qué derecho?

—Soy candidato al puesto de médico en jefe, y necesito esta lista.

—¿Qué pensáis hacer con ella?

—Debo completar mis conocimientos.

—Como dentista, sólo utilizáis algunos productos específicos.

—¡La lista, rápido!

—Vuestras exigencias no tienen fundamento. No pertenecéis al personal especializado del hospital.

—Juzgáis mal la situación, Neferet. Debo probar mis competencias. Sin una enumeración de las drogas, mi candidatura seguirá incompleta.

—Sólo el médico en jefe del reino podría obligarme a obedeceros.

—¡Soy el futuro médico en jefe!

—Que yo sepa, Nebamon todavía no ha sido sustituido.

—Cumplid mis órdenes, no lo lamentaréis.

—No pienso hacerlo.

—Si es necesario, forzaré la puerta de vuestro laboratorio.

—Seríais gravemente castigado.

—No sigáis resistiéndoos. Mañana seré vuestro superior. Si os negáis a cooperar, os expulsaré de vuestro puesto.

Avisados por el altercado, varios facultativos rodearon a Neferet.

—Vuestra jauría no me impresiona.

—Salid de aquí —ordenó un joven médico.

—Hacéis mal hablándome en este tono.

—¿Es vuestro comportamiento digno de un terapeuta?

—Caso de urgencia —estimó Qadash.

—Sólo desde vuestro punto de vista —rectificó Neferet.

—El cargo de médico en jefe debe ser atribuido a un hombre de experiencia. Aquí me apreciáis todos. ¿Por qué enfrentarnos de ese modo? Actuamos con el mismo deseo de servir a los demás.

Qadash defendió su causa con emoción y convicción; evocó su larga carrera, su abnegación con los enfermos, su voluntad de ser útil al país sin verse trabado por una ridiculez administrativa.

Pero Neferet siguió mostrándose inflexible. Si Qadash quería obtener la lista de los venenos y las drogas, debía justificar su uso; mientras no se designara al sucesor de Nebamon, ella sería su vigilante custodio.

El jefe del estado mayor del general Asher deploró la ausencia de su superior. El juez Pazair insistió.

—No se trata de una visita de cortesía. Tengo que interrogarlo.

—El general abandonó el cuartel.

—¿Cuándo?

—Ayer por la noche.

—¿Con qué destino?

—Lo ignoro.

—¿No le obliga el reglamento a informaros de sus desplazamientos?

—Sí.

—¿Y por qué no lo hizo?

—¿Cómo puedo saberlo?

—No puedo contentarme con vagas explicaciones.

—Registrad el cuartel si lo deseáis.

Pazair interrogó a otros dos oficiales, sin obtener mayores aclaraciones. Según varios testigos, el general se había marchado hacia el sur en carro.

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