El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (13 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
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—Qadash —repitió.

Mentmosé dio media vuelta, con la esperanza de que la revelación lo salvara. No había advertido la presencia de un atento testigo, cuyos enrojecidos ojos no se habían apartado de él ni un solo instante. El babuino, encaramado en el techo del porche, recordaba a la estatua del dios Thot. Sentado sobre sus posaderas, con las manos en las rodillas, parecía meditar.

Pazair supo que el jefe de policía no había mentido. De lo contrario, el mono se habría arrojado sobre él.

El juez llamó a
Matón
. El babuino vaciló, se deslizó a lo largo de una columna, se plantó ante Pazair y le tendió la mano.

Cuando se encontró con Kem, el animal saltó al cuello del hombre, que lloraba de júbilo.

Las codornices sobrevolaron los campos y cayeron sobre el trigo. Fatigada por una larga migración, la que encabezaba la bandada no había advertido el peligro. Calzados con sandalias de papiro, pegados al suelo, los cazadores desplegaron una red de prieta malla mientras sus ayudantes agitaban trapos para asustar a los pájaros. Aterrorizados, fueron capturados en gran número. Asadas, las codornices serían uno de los manjares más apreciados en las mejores mesas.

A Pazair no le gustaba el espectáculo. Ver a un ser privado de libertad, aunque fuera una simple codorniz, le causaba un verdadero sufrimiento. Neferet, que percibía el menor de sus sentimientos, lo condujo por la campiña. Caminaron hasta un lago de tranquilas aguas, rodeado de sicomoros y tamariscos, que un rey tebano había hecho excavar para su gran esposa real. Según la leyenda, la diosa Hator se bañaba allí al ocaso. La muchacha esperaba que la visión de aquel paraíso apaciguara al juez.

¿No probaba la confesión del jefe de policía que, desde los primeros días de su investigación a Mentmosé, Pazair se había orientado hacia uno de los responsables de la conspiración? Qadash no había vacilado en sobornar a Mentmosé para enviar al juez a presidio. Víctima del vértigo, el decano del porche se preguntaba si no sería instrumento de una voluntad superior que trazaba su camino y lo obligaba a seguirlo sucediera lo que sucediese.

La culpabilidad de Qadash lo impulsaba a hacerse preguntas a las que no debía contestar precipitadamente y sin pruebas. Un extraño ardor, a veces insoportable, lo atormentaba; impaciente por descubrir la verdad, ¿no estaría arriesgándose a desnaturalizarla quemando las etapas?

Neferet había decidido arrancarlo de su despacho y sus expedientes, sin hacer caso de sus protestas. Se lo había llevado así hasta las risueñas soledades de la campiña de Occidente.

—Estoy perdiendo unas horas preciosas.

—¿Tan pesada te resulta mi compañía?

—Perdóname.

—Necesitas distanciarte.

—El dentista Qadash nos lleva al químico Chechi, y éste al general Asher, por lo tanto, al asesinato de los cinco veteranos y, sin duda, al transportista Denes y su mujer. Los conspiradores pertenecen a la élite de este país. Quieren tomar el poder fomentando una conjura militar y asegurándose el monopolio de las nuevas armas. Por eso han suprimido a Branir, futuro sumo sacerdote de Karnak, que me habría permitido investigar en los templos el robo del hierro celeste; por eso intentaron suprimirme acusándome del asesinato de mi maestro. ¡Es un asunto enorme, Neferet! Sin embargo, no estoy seguro de tener razón. Dudo de mis propias afirmaciones.

Lo guió por un sendero que rodeaba el lago. A media tarde, bajo un calor abrumador, los campesinos dormitaban a la sombra de los árboles o las chozas.

Neferet se arrodilló en la orilla, recogió un capullo de loto y se adornó con él el pelo. Un pez plateado, de hinchado vientre, saltó del agua y desapareció en un estallido de brillantes gotitas.

La muchacha entró en el agua; mojada, el vestido de lino se pegó a su ligero cuerpo y reveló sus formas. Se zambulló, nadó con agilidad y, risueña, acompañó con la mano a una carpa que zigzagueaba ante ella. Cuando salió, su perfume parecía exaltado por el baño.

—¿No vienes?

Mirarla era tan maravilloso que Pazair había olvidado moverse. Se quitó el paño mientras ella se libraba del vestido.

Desnudos y abrazados, se sumieron en la espesura de papiro donde, llenos de felicidad, hicieron el amor.

Pazair se había opuesto firmemente a la gestión de Neferet. ¿Por qué la había convocado el médico en jefe Nebamon, sino para tenderle una trampa y vengarse?

Kem y su babuino seguirían a Neferet para proteger su seguridad. El mono se introdujo en el jardín de Nebamon; si el médico en jefe se ponía amenazador, intervendría del modo más brutal.

Neferet no sentía temor alguno; al contrario, se alegraba de conocer las intenciones de su más encarnizado enemigo.

A pesar de las advertencias de Pazair, aceptaba las condiciones de Nebamon: una entrevista cara a cara.

El portero dejó pasar a la joven, que tomó una avenida de tamariscos, cuyas abundantes y entremezcladas ramas rozaban el suelo; sus frutos, de largos pelos azucarados, tenían que recogerse con el rocío y secarse al sol. Con la madera se fabricaban famosos ataúdes, parecidos al de Osiris, y bastones que alejaban a los enemigos de la luz. Sorprendida por el anormal silencio que reinaba en aquella gran propiedad, Neferet lamentó de pronto no haberse provisto de semejante arma.

Ni un jardinero, ni un aguador, ni un criado… Los alrededores de la suntuosa mansión estaban desiertos. Vacilante, Neferet cruzó el umbral. La gran sala reservada a los visitantes era fresca, bien aireada, apenas iluminada por algunos focos de luz.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó.

Nadie respondió. La mansión parecía abandonada. ¿Había olvidado Nebamon su cita y había vuelto a la ciudad? Incrédula, exploró los aposentos privados.

El médico en jefe dormía, tendido de espaldas, en el gran lecho de su alcoba, cuyas paredes estaban decoradas con patos volando y garzas en reposo. Su rostro estaba fatigado, su respiración era corta e irregular.

—Nebamon, soy Neferet —dijo dulcemente.

Nebamon despertó. Incrédulo, se frotó los ojos y se incorporó.

—Os habéis atrevido… ¡Nunca lo hubiera creído!

—¿Tan temible sois?

La contempló.

—Lo era. Deseaba la desaparición de Pazair y vuestra decadencia. Saberos felices juntos me torturaba; os quería a mis pies, pobre, suplicante. Vuestra felicidad impedía la mía. ¿Por qué no pude seduciros? ¡Sucumbieron tantas otras! Pero vos no os parecéis a ellas.

Nebamon había envejecido mucho; su voz, de lánguidas inflexiones que se habían hecho famosas, se volvía entrecortada.

—¿Qué tenéis?

—Soy un anfitrión despreciable. ¿Os gustaría probar mis pasteles en forma de pirámide, rellenos de confitura de dátil?

—No soy golosa.

—Y, sin embargo, amáis la vida, os ofrecéis a ella sin freno alguno. Habríamos formado una pareja magnífica. Pazair no os merece, y lo sabéis; no será decano por mucho tiempo y habréis dejado pasar la fortuna.

—¿Es indispensable?

—Un médico pobre no progresa.

—¿Os libra vuestra riqueza del sufrimiento?

—Tumor vascular.

—No es irremediable. Para aliviar el dolor, receto aplicaciones de jugo de sicómoro, extraído del árbol a comienzos de la primavera, antes de que dé frutos.

—Excelente prescripción. Conocéis perfectamente la materia médica.

—La operación es inevitable. Practicaré una incisión con una caña afilada, extirparé el tumor calentándolo al fuego y cauterizaré con una lanceta.

—Tendríais razón si mi organismo fuera capaz de soportar la intervención.

—¿Tan debilitado estáis?

—Mis días están contados. Por eso he despedido a parientes y criados. Me aburren. En el palacio debe de haber un buen jaleo. Nadie tomará iniciativas en mi ausencia. Los imbéciles que me obedecen al pie de la letra ya no saben qué camino tomar. ¡Miserable comedia!… Volver a veros ilumina mi agonía.

—¿Puedo auscultaros?

—Divertios.

La muchacha escuchó los latidos de aquel corazón, débiles y desordenados. Nebamon no mentía. Estaba gravemente enfermo. Permanecía inmóvil, respirando el perfume de Neferet, disfrutando la suavidad de aquella mano en su piel, la ternura de aquella oreja en su pecho. Habría dado su eternidad para que aquellos instantes no terminaran, pero ya no disponía de semejante tesoro; al pie de la balanza del juicio, la devoradora lo aguardaba.

Neferet se apartó.

—¿Quién os cuida?

—Yo mismo, el ilustre médico en jefe del reino de Egipto.

—¿De qué modo?

—Con el desprecio. Me detesto, Neferet, porque no soy capaz de hacerme amar por vos. Mi existencia fue una letanía de éxitos, de mentiras y torpezas, pero me falta vuestro rostro, la pasión que habría debido arrastraros hacia mí. Muero por vuestra ausencia.

—No tengo derecho a abandonaros.

—¡No vaciléis ni un segundo, aprovechad vuestra oportunidad! Si recobrara la salud, volvería a ser una bestia feroz, no cesaría hasta suprimir a Pazair y capturaros.

—Un enfermo merece cuidados.

—¿Aceptaríais ese papel?

—En Menfis existen excelentes facultativos.

—Vos, o nadie más.

—No seáis niño.

—¿Me habríais amado sin Pazair?

—Ya conocéis la respuesta.

—¡Mentidme, os lo ruego!

—Esta misma noche regresarán vuestros servidores. Os receto una alimentación ligera.

Nebamon se incorporó.

—Os juro que no he participado en ninguna de las conspiraciones que preocupan a vuestro marido. Ignoro todo lo que se refiere al asesinato de Branir, a la muerte de los veteranos y a los manejos del general Asher. Mi único objetivo era enviar a Pazair al penal y obligaros a que fuerais mi mujer. Mientras viva, no tendré otra.

—¿No es preciso renunciar a lo imposible?

—El viento cambiará, estoy seguro de ello.

CAPÍTULO 16

P
antera, radiante, acariciaba el pecho de Suti. Le había hecho el amor con el ardor de una crecida reciente, tan ardiente que sus ondas se lanzaban al asalto de las montañas.

—¿Por qué estás tan sombrío?

—Preocupaciones sin importancia.

—Se murmura mucho.

—¿Sobre qué?

—Sobre la suerte de Ramsés el Grande. Algunos afirman que ha cambiado. El mes pasado hubo un incendio en los muelles, varios accidentes en el río, acacias partidas en dos por el rayo.

—Tonterías.

—No para tus compatriotas. Están convencidos de que el poder mágico del faraón está agotándose.

—¡Qué cosas! Celebrará una fiesta de regeneración y el pueblo gritará su júbilo.

—¿A qué espera?

—Ramsés tiene el sentido del acto justo en el momento oportuno.

—¿Y tus problemas?

—No tienen ninguna importancia, te lo repito.

—Una mujer.

—Mi investigación.

—¿Qué quiere?

—Me veo obligado a…

—¡Una boda, con un contrato en debida forma! Dicho de otro modo, ¡me repudias!

Desenfrenada, la rubia libia rompió algunas tazas de terracota y dislocó una silla de paja.

—¿Cómo es? ¿Alta, baja, joven, vieja?

—Baja, de cabellos muy negros, menos hermosa que tú.

—¿Rica?

—Claro.

—¡No te basto, no tengo fortuna! Te diviertes más con tu puta rubia y te vuelves honorable con tu burguesa morena.

—Necesito obtener una información.

—¿Y estás obligado a casarte?

—Simple formalidad.

—¿Y yo?

—Sé paciente. En cuanto haya obtenido lo que me interesa, me divorciaré.

—¿Cómo reaccionará?

—Para ella es sólo un capricho. Lo olvidará pronto.

—Niégate, Suti. Cometes un grave error.

—Imposible.

—¡Deja de obedecer a Pazair!

—El contrato matrimonial se ha firmado ya.

Pazair decano del porche, primer magistrado de Menfis, autoridad moral indiscutible, ponía mala cara, como un adolescente contrariado. No admitía los esfuerzos que Neferet había hecho en favor de Nebamon. La muchacha había reunido a varios terapeutas que habían acudido a la cabecera del médico en jefe, había devuelto los servidores a la propiedad, y velado para que el enfermo fuera cuidado y atendido.

Aquella actitud lo encolerizaba.

—No se ayuda a los enemigos —masculló.

—¿Cómo puede hablar así un juez?

—Debe hacerlo.

—Soy médica.

—Ese monstruo intentó destruirnos, a ti y a mí.

—Fracasó. Y hoy, él está destruyéndose desde el interior.

—Su mal no borra sus faltas.

—Tienes razón.

—Si lo admites, no te preocupes más por él.

—No ocupa el menor de mis pensamientos, pero cumplo con mi deber.

Pazair se tranquilizó un poco.

—¿No estarás celoso?

La atrajo hacia sí.

—Nadie lo está más que yo.

—¿Me darás permiso para cuidar a alguien más que a mi marido?

—Si la ley me lo permitiera, no.

Bravo
, con los ojos inquietos, tendió la pata derecha a Neferet y la izquierda a Pazair. Cualquier disensión entre sus dueños lo hacía desgraciado. Su acrobática postura provocó una carcajada que el perro, tranquilizado, compartió ladrando.

Suti apartó a dos escribas, con los brazos cargados de papiros, empujó a un escribano y forzó la puerta del despacho de Pazair, que estaba bebiendo una copa de agua cobriza.

Con los largos cabellos negros en desorden, el antiguo héroe era presa del furor.

—¿Algo va mal, Suti?

—¡Sí, tú!

El decano del porche se levantó y cerró la puerta. La tempestad sería violenta.

—Podríamos discutir en otra parte.

—¡De ningún modo! Este lugar es precisamente la razón de mi cólera.

—¿Eres víctima de una injusticia?

—¡Te aburguesas, Pazair! Mira a tu alrededor: chupatintas, funcionarios obtusos, almas mezquinas, preocupadas por su ascenso. Olvidas nuestra amistad, descuidas la investigación sobre el general Asher, ya no buscas la verdad, ¡como si ya no creyeras en mí! Has caído en la trampa de los títulos y la respetabilidad. Sin embargo, vi cómo Asher torturaba y mataba a un egipcio, sé que es un traidor, ¡y tú te pavoneas como un notable!

—Has bebido.

—Mala cerveza, y mucha. Lo necesitaba. Nadie se atreve a hablarte como yo.

—Los matices no son tu fuerte, pero no te sabía tan estúpido.

—¡No me insultes! Niégalo si te atreves.

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