Read El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—Tengo tres meses para pagar.
—En provincias, pero no en Menfis. Aquí disponéis sólo de tres días. El plazo ha vencido.
Pazair estaba atónito.
—¿Por qué actuáis así?
—Por simple respeto a la ley. Un juez debe dar ejemplo, y no es ése vuestro caso.
Pazair contuvo el furor que le dominaba. Agredir al decano agravaría su situación.
—Estáis persiguiéndome.
—¡Nada de grandes palabras! Sean quienes sean, debo obligar a los morosos a ponerse en regla.
—Estoy dispuesto a pagar mi deuda.
—Veamos… dos sacos de grano.
El juez se sintió aliviado.
—Pero la multa es algo distinto. Digamos… un buey bien gordo.
Pazair se rebeló.
—¡Es desproporcionado!
—Vuestra función me impone la severidad.
—¿Quién está detrás de esto?
El decano del porche señaló la puerta de su despacho.
—Salid.
Suti se prometía galopar hasta Tebas, entrar en el harén y apretarle el gaznate a la hitita. De acuerdo con el análisis de Pazair, ¿quién si no podía ser el origen de aquella inverosímil sanción? La fiscalidad, por lo común, no se discutía. Las denuncias eran tan raras como los fraudes. Al atacar a Pazair de aquel modo y al utilizar la reglamentación de las grandes ciudades, lograba que el pequeño juez fuera reducido al silencio.
—No te aconsejo un escándalo. Perderías tu calidad de oficial y cualquier credibilidad durante el proceso.
—¿Qué proceso? ¡Ya no puedes organizarlo!
—Suti… ¿He renunciado, acaso?
—Casi.
—Casi, tienes razón. Pero ese ataque es demasiado injusto.
—¿Cómo puedes quedarte tan tranquilo?
—La adversidad me ayuda a reflexionar, tu hospitalidad también.
Como teniente de carros, Suti disponía de una casa de cuatro habitaciones, precedida de un jardín donde el asno y el perro de Pazair dormían a pierna suelta. Sin ningún entusiasmo, Pantera se encargaba de la cocina y la limpieza. Afortunadamente, Suti interrumpía con frecuencia las tareas domésticas para arrastrarla a juegos más divertidos.
Pazair no salía de su habitación. Rememoraba los distintos aspectos de sus principales expedientes, indiferente a los escarceos amorosos de su amigo y de su hermosa amante.
—Reflexionar, reflexionar… ¿Y qué sacas de tus reflexiones?
—Gracias a ti, tal vez podamos progresar. Qadash, el dentista, intentó robar cobre en un cuartel donde el químico Chechi tiene un laboratorio secreto.
—¿Armas?
—Sin duda alguna.
—¿Un protegido del general Asher?
—Lo ignoro. Las explicaciones de Qadash no me han convencido. ¿Por qué merodeaba por aquel lugar? Según dice, le había informado el responsable del cuartel. Será fácil comprobarlo.
—Yo me encargo.
Pazair alimentó a su asno, paseó a su perro y almorzó con Pantera.
—Me dais miedo —confesó ella.
—¿Tan horroroso soy?
—Demasiado serio. ¿Nunca os enamoráis?
—Más de lo que podéis imaginar.
—Mejor así. Sois diferente a Suti, pero sólo ve por vuestros ojos. Me ha hablado de vuestros problemas; ¿cómo pagaréis la multa?
—Francamente, eso es lo que me pregunto. Si es necesario, trabajaré en los campos durante unos meses.
—¡Un juez campesino!
—Crecí en una aldea. Tener que sembrar, labrar o cosechar no me asusta.
—Yo robaría. ¿No es el fisco el mayor de los ladrones?
—La tentación está siempre presente; por eso existen jueces.
—¿Vos sois honesto?
—Esa es mí ambición.
—¿Y por qué os acosan?
—Lucha de influencias.
—¿Hay acaso algo podrido en el reino de Egipto?
—No somos mejores que los demás hombres, pero somos conscientes de ello. Si existe la podredumbre, sanearemos.
—¿Vos solo?
—Suti y yo. Y si fallamos, otros nos sustituirán.
Pantera apoyó en su puño un enfurruñado mentón.
—En vuestro lugar, me dejaría corromper.
—Cuando un juez traiciona, es un paso hacia la guerra.
—A mi pueblo le gusta combatir, al vuestro no.
—¿Es una debilidad?
Los ojos negros llamearon.
—La vida es un combate que quiero ganar, de cualquier modo y a cualquier precio.
Suti, entusiasta, vació la mitad de una jarra de cerveza.
Sentado a horcajadas en el murete del jardín, saboreaba los rayos del sol poniente. Pazair, sentado en la posición del escriba, acariciaba a
Bravo
.
—¡Misión cumplida! El responsable del cuartel se ha sentido halagado al recibir a un héroe de la última campaña. Además, es charlatán.
—¿Su dentadura?
—En excelente estado. Nunca ha sido paciente de Qadash.
Suti y Pazair se estrecharon la mano. Acababan de sacar a la luz una soberbia mentira.
—Pero eso no es todo.
—No me hagas sufrir.
Suti se pavoneaba.
—¿Tendré que suplicarte?
—Un héroe debe ser modesto en su triunfo. El almacén contenía cobre de primera calidad.
—Ya lo sabía.
—Pero ignorabas que Chechi, en cuanto terminaste de interrogarle, hizo trasladar una caja sin inscripción. Contenía material pesado, porque entre cuatro hombres la levantaron a duras penas.
—¿Soldados?
—La guardia destinada a la protección del químico.
—¿Destino?
—Desconocido. Ya lo sabré.
—¿Qué necesita Chechi para fabricar armas irrompibles?
—El material más raro y más caro es el hierro.
—Eso pienso yo también. Si tenemos razón, ése es el tesoro que Qadash ambicionaba, instrumentos para dentista de hierro… Creyó que gracias a ellos recobraría su habilidad. Nos falta saber quién le indicó el escondrijo.
—¿Cómo actuó Chechi durante vuestra entrevista?
—Discreción ante todo. No presentó denuncia.
—Bastante extraño; el arresto de un ladrón debería alegrarle.
—Lo que significa…
—¡… que son cómplices!
—No tenemos pruebas.
—Chechi reveló la existencia del hierro a Qadash, que intentó robar una parte para su uso personal. Al fracasar Qadash, no tuvo ganas de mandar a su cómplice ante un tribunal en el que tendría que prestar testimonio.
—El laboratorio, el hierro, las armas… todo nos lleva al ejército.
—¿Pero por qué Chechi, tan poco parlanchín, iba a hacer confidencias a Qadash? ¿Y qué hace un dentista en una conspiración militar? ¡Es absurdo!
—Tal vez nuestra reconstrucción no sea perfecta, pero tiene algunas verdades.
—Estamos extraviándonos.
—¡No seas derrotista! El personaje clave es Chechi. Le espiaré día y noche, preguntaré en su entorno, perforaré el muro que ese sabio tan discreto y tan eficaz ha erigido a su alrededor.
—Si pudiera actuar…
—Ten un poco de paciencia.
Pazair levantó unos ojos llenos de esperanza.
—¿Tienes alguna solución?
—Vender mi carro.
—Te expulsarían del ejército.
Suti dio un puñetazo en el murete.
—¡Tenemos que sacarte de ahí, y pronto! ¿Sababu?
—¡Ni lo sueñes! ¡La deuda de un juez pagada por una prostituta! El decano me expulsaría.
Bravo
extendió las patas y puso unos ojos confiados.
A
Bravo
le horrorizaba el agua. Se mantenía pues a prudente distancia de la orilla; corría hasta perder el aliento, volvía sobre sus pasos, olisqueaba, se reunía con su dueño y volvía a marcharse. Los alrededores del canal de riego estaban desiertos y silenciosos. Pazair pensaba en Neferet e intentaba interpretar a su favor la menor señal; ¿no le había hecho sentir, acaso, una nueva inclinación o, al menos, no aceptaba escucharle? Detrás de un tamarisco se movió una sombra.
Bravo
no había advertido nada. Tranquilizado, el juez prosiguió su paseo. Gracias a Suti, la investigación había progresado; ¿pero sería capaz de ir más lejos? Un juez insignificante y sin experiencia estaba a la merced de su jerarquía. El decano del porche se lo había recordado del modo más brutal.
Branir había consolado a su discípulo. Si era necesario, cambiaría su casa para permitir al magistrado pagar su deuda. Ciertamente, la intervención del decano no debía tomarse a la ligera; testarudo, empecinado, gustaba de atacar a los jóvenes jueces para formar su carácter.
Bravo
se detuvo en seco con el hocico al viento.
La sombra salió de su escondite y caminó hacia Pazair. El perro gruñó, su dueño le sujetó por el collar.
—No tengas miedo, somos dos.
Con el hocico,
Bravo
tocó la mano del juez. Una mujer.
Una mujer esbelta, con el rostro oculto por una tela oscura. Caminaba con paso seguro y se detuvo a un metro de Pazair.
Bravo
se inmovilizo.
—No debéis temer nada —afirmó ella.
Y se quitó el velo.
—La noche es suave, princesa Hattusa, y propicia la meditación.
—Quería veros a solas, sin testigos.
—Oficialmente, estáis en Tebas.
—Muy perspicaz.
—Vuestra venganza ha sido eficaz.
—¿Mi venganza?
—Me han suspendido, como deseabais.
—No lo comprendo.
—No os burléis más de mi.
—Por el nombre del faraón, no he intervenido contra vos en nada.
—¿No fui demasiado lejos, según vuestras propias palabras?
—Me horrorizasteis, es cierto, pero me gusta vuestro valor.
—¿Reconocéis que mi gestión estaba justificada?
—Os bastará con una prueba: hablé con el juez principal de Tebas.
—¿Resultado?
—Conoce la verdad, el incidente está cerrado.
—No para mí.
—¿No os basta la opinión de vuestro superior?
—En el caso presente, no.
—Por eso estoy aquí. El juez principal suponía, con razón, que mi visita sería indispensable. Voy a confiaros la verdad, pero exijo vuestro silencio.
—No acepto ninguna coacción.
—Sois intratable.
—¿Esperáis algún compromiso?
—No me apreciáis demasiado, como la mayoría de vuestros compatriotas.
—Deberíais decir: de nuestros compatriotas. Ahora sois egipcia.
—¿Quién puede olvidar los orígenes? Me preocupa la suerte de los hititas traídos a Egipto como prisioneros de guerra. Algunos se integran, otros sobreviven con dificultad. Mi deber es ayudarles; por lo tanto, les he procurado trigo procedente de los silos de mi harén. Mi intendente me advirtió que nuestras reservas se agotarían antes de la próxima cosecha. Me propuso un arreglo con uno de sus colegas de Menfis, estuve de acuerdo. Soy pues la única responsable de esa transferencia.
—¿Estaba informado el jefe de la policía?
—Naturalmente. Alimentar a los más pobres no le pareció criminal.
¿Qué tribunal podía condenarla? Sólo la acusaría de una falta administrativa que, además, recaía en los dos intendentes. Mentmosé negaría, el transportista quedaría fuera del asunto y Hattusa ni siquiera comparecería.
—El juez principal de Tebas y su homólogo menfita han regularizado los documentos —añadió ella—. Si consideráis que el procedimiento es ilegal, sois libre de intervenir. No se ha respetado la letra, os lo concedo, ¿pero no es más importante el espíritu?
Le derrotaba en su propio terreno.
—Mis compatriotas más desfavorecidos ignoran el origen de los alimentos que reciben, y no deseo que lo sepan. ¿Me concederéis este privilegio?
—Creo que el expediente lo tratan en Tebas.
Ella sonrío.
—¿Tenéis el corazón de piedra?
—Lo desearía.
Bravo
, tranquilizado, comenzó a corretear olisqueando suelo.
—Una última pregunta, princesa; ¿habéis hablado con el general Asher?
Hattusa se puso rígida, su voz se hizo cortante.
—El día de su muerte, me alegraré. Que los monstruos del infierno devoren al asesino de mi pueblo.
Suti se daba buena vida. A consecuencia de sus hazañas y a causa de sus heridas, gozaba varios meses de reposo antes de incorporarse al servicio activo.
Pantera jugaba a la esposa sumisa, pero sus desenfrenos amorosos demostraban que su temperamento no se había suavizado. Cada noche recomenzaba la justa; a veces, radiante, la muchacha triunfaba y se lamentaba de la flojedad de su compañero. Al día siguiente, Suti le hacía solicitar gracia. El juego les fascinaba pues ambos obtenían placer y sabían provocarse utilizando, a las mil maravillas, sus cuerpos. Pantera repetía que nunca se enamoraría de un egipcio, y afirmaba detestar a los bárbaros.
Cuando él le anunció una ausencia indeterminada, la muchacha se le arrojó encima golpeándole. Él la pegó a la pared, abrió sus brazos y le dio el más largo beso de su existencia en común. Zalamera, la muchacha se agitó, frotándose contra Suti y provocando un deseo tan violento que la tomó de pie, sin liberarla.
—No te marcharás.
—Misión secreta.
—Si te vas, te mataré.
—Volveré.
—¿Cuándo?
—No lo sé.
—¡Mientes! ¿Cuál es esa misión?
—Secreta.
—No tienes misterios para mí.
—No seas pretenciosa.
—Llévame contigo, te ayudaré.
Suti no había contemplado esta posibilidad. Espiar a Chechi sería, sin duda, largo y aburrido; además, en ciertas circunstancias, dos no serían demasiado.
—Si me traicionas, te cortaré un pie.
—No te atreverás.
—Vuelves a equivocarte.
Encontrar el rastro de Chechi les había costado sólo unos días. Por la mañana trabajaba en el laboratorio de palacio, acompañado por los mejores químicos del reino. Por la tarde, se dirigía a un cuartel de las afueras, del que no salía antes del alba. Suti sólo había recogido elogios sobre su persona: trabajador, competente, discreto, modesto. Apenas si le reprochaban su mutismo y su recogimiento.
Pantera se aburrió en seguida. Ni movimiento ni peligro, debían limitarse a aguardar y a observar. La misión no tenía demasiado interés. El propio Suti se desanimó. Chechi no veía a nadie y se concentraba en su trabajo.
La luna llena iluminaba el cielo de Menfis. Acurrucada contra Suti, Pantera dormía. Sería su última noche de acecho.
—Ahí va, Pantera.
—Tengo sueño.
—Parece nervioso.
Huraña, Pantera miró.
Chechi cruzó la puerta del cuartel, se instaló a lomos de un asno y dejó caer blandamente sus piernas. El cuadrúpedo se puso en marcha.