Read El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—¿Qué os trae por Tebas?
Tuvo ganas de gritar: «¡Vos, Neferet, sólo vos!», pero las palabras no salieron de su garganta. Estaba seguro de que ella advertía su pasión, aguardaba que le ofreciera la posibilidad de expresarla, no se atrevía a quebrar su serenidad con una locura que, sin duda, la muchacha desaprobaría.
—Tal vez un crimen, tal vez varios crímenes.
La sintió turbada por un drama que no le concernía.
¿Tenía derecho a mezclarla en un asunto cuya naturaleza real él mismo ignoraba?
—Tengo total confianza en vos, Neferet, pero no deseo importunaros con mis preocupaciones.
—¿No debéis guardar secreto?
—Hasta que formulo conclusiones.
—Asesinatos… ¿Éstas son vuestras conclusiones?
—Mi íntima convicción.
—¡Hace tantos años que no se ha cometido ningún crimen!
—Cinco veteranos que componían la guardia de honor de la gran esfinge murieron al caer de cabeza durante una inspección. Accidente: ésta es la versión oficial del ejército. Ahora bien, uno de ellos se ocultaba en una aldea de la orilla oeste donde trabajaba de panadero. Me hubiera gustado interrogarle, pero esta vez estaba realmente muerto. Un nuevo accidente. El jefe de la policía hace que me sigan, como si fuera culpable de hacer una investigación. Estoy perdido, Neferet. Olvidad mis confidencias.
—¿Deseáis renunciar?
—Siento una ardiente afición a la verdad y la justicia. Si renunciara, me destruiría.
—¿Puedo ayudaros?
Una fiebre distinta llenó los ojos de Pazair.
—Si pudiéramos hablar, de vez en cuando, tendría más valor.
—Un resfriado puede tener consecuencias secundarias que es mejor vigilar de cerca. Serán necesarias nuevas consultas.
L
a noche en el albergue había sido tan alegre como agotadora. Lonchas de buey asado, berenjenas a la crema, pasteles a voluntad y una soberbia libia de cuarenta años que había huido de su país para distraer a los soldados egipcios. El teniente de carro no había mentido a Suti: un hombre solo no le bastaba. Él, que se creía el más enérgico de los amantes, había tenido que arriar bandera y pasar el testigo a su superior. La libia, risueña e inflada, adoptaba las posiciones más inverosímiles.
Cuando el carro prosiguió su ruta, Suti abrió los ojos con dificultad.
—¡Hay que saber prescindir del sueño, muchacho! No olvides que el enemigo ataca cuando estás cansado. Una buena noticia: ¡somos la vanguardia de la vanguardia! Los primeros golpes serán nuestros. Si querías convertirte en héroe, tienes suerte.
Suti apretó el arco contra su pecho.
El carro avanzó a lo largo de los Muros del rey
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, formidable línea de fortalezas construidas por los soberanos del Imperio Medio y mejoradas, sin cesar, por sus sucesores; verdadera gran muralla cuyas distintas construcciones estaban conectadas entre sí por medio de señales ópticas y que impedía cualquier tentativa de invasión por parte de los beduinos y los asiáticos. Desde las orillas del Mediterráneo hasta Heliópolis, los Muros del rey albergaban, al mismo tiempo, guarniciones permanentes, soldados especializados en la vigilancia de fronteras y aduaneros. Nadie entraba ni salía de Egipto sin haber dado su nombre y el motivo del viaje; los comerciantes precisaban la naturaleza de sus mercancías y pagaban una tasa. La policía rechazaba a los extranjeros indeseables y sólo entregaba salvoconductos tras un atento examen de los expedientes, debidamente refrendados por un funcionario de la capital, encargado de la inmigración. Como proclamaba la estela del faraón: «Quien cruza esta frontera se convierte en uno de mis hijos.»
El teniente presentó sus papeles al comandante de una fortaleza cuyos muros de doble pendiente, con seis metros de altura, estaban rodeados de fosos. En las almenas, arqueros; en los torreones, vigías.
—Se ha reforzado la guardia —advirtió el oficial—. Realmente, tienen cara de enchufados.
Diez hombres armados rodearon el carro.
—Bajad —ordenó el jefe de puesto.
—¿Bromeáis?
—Vuestros papeles no están en regla.
El teniente tomó las riendas dispuesto a lanzar sus caballos a galope tendido. Lanzas y flechas le apuntaron.
—Bajad inmediatamente.
El teniente se volvió hacia Suti.
—¿Qué te parece, pequeño?
—Tenemos mejores combates en perspectiva.
Pusieron pie a tierra.
—Falta el sello del primer fortín de los Muros del rey —advirtió el jefe de puesto—. Media vuelta.
—Vamos con retraso.
—El reglamento es el reglamento.
—¿Podemos discutir?
—En mi despacho, pero no tengáis esperanza alguna.
La entrevista fue de corta duración. El teniente salió corriendo del local administrativo, saltó sobre las riendas y lanzó el carro por el camino de Asia.
Las ruedas chirriaron, levantando una nube de polvo.
—¿Por qué tanta prisa? Ahora estamos en regla.
—Más o menos. Le he dado fuerte, pero el muy idiota podría despertar antes de lo previsto. Este tipo de tozudos tiene la cabeza dura. Yo mismo he regularizado nuestros papeles. En el ejército, pequeño, hay que saber improvisar.
Las primeras jornadas de viaje fueron apacibles. Largas etapas, cuidados a los caballos, verificación del material, noches al aire libre, avituallamiento en los poblados donde el teniente se ponía en contacto con un mensajero del ejército o un miembro de los servicios secretos encargados de avisar al grueso de la tropa que nada impediría su avance.
El viento cambió, se hizo molesto.
—En Asia, las primaveras suelen ser frescas; ponte el manto.
—Parecéis inquieto.
—Se acerca el peligro. Lo huelo, como un perro.
—¿Comida?
—Nos quedan unas tortas, albóndigas de carne, cebollas y agua para tres días.
—Debería bastamos.
El carro entró en un pueblo silencioso.
En la plaza principal no había nadie. Suti sintió un nudo en el estómago.
—Nada de pánico, pequeño. Tal vez estén en los campos.
El carro avanzó muy lentamente. El teniente había empuñado una lanza y echaba a su alrededor aceradas miradas.
Se detuvo ante el edificio oficial donde se alojaban el intérprete y el delegado militar. Vacío.
—El ejército no recibirá informe. Sabrá que se ha producido un incidente grave. Rebelión evidente.
—¿Nos quedamos aquí?
—Prefiero seguir adelante. ¿Tú no?
—Depende.
—¿De qué, pequeño?
—¿Dónde está el general Asher?
—¿Quién te ha hablado de él?
—Su nombre es muy famoso en Menfis. Me gustaría servir a sus órdenes.
—Realmente tienes suerte. Tenemos que reunimos con él.
—¿Habrá evacuado este pueblo?
—De ningún modo.
—¿Quién, entonces?
—Los beduinos
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. Los seres más viles, más fanáticos y más pérfidos. Correrías, saqueos, rehenes, ésa es su estrategia. Si no conseguimos exterminarlos, pudrirán Asia, la península entre Egipto y el mar Rojo, las provincias circundantes. Están dispuestos a aliarse con cualquier invasor, desprecian a las mujeres tanto como nosotros las amamos, escupen sobre la belleza y los dioses. No tengo miedo a nada, pero les temo, con sus barbas mal cortadas, sus tejidos enrollados en la cabeza y sus largas túnicas. Recuérdalo, pequeño: son cobardes. Golpean por la espalda.
—¿Habrán matado a todos los habitantes?
—Es probable.
—Así pues, el general Asher está aislado, separado del ejército principal.
—Es posible.
Los largos cabellos negros de Suti bailaban al viento.
Pese a su corpulencia y su poderoso torso, el joven se sentía débil y vulnerable.
—Y entre él y nosotros, ¿cuántos beduinos habrá?
—Diez, cien, mil…
—Me quedo con diez. Con cien, vacilaría.
—Pequeño, mil son para un verdadero héroe. ¿No me abandonarías?
El teniente azuzó los caballos. Galoparon hasta la entrada de un barranco flanqueado por abruptas paredes. Los matorrales, agarrados a la roca, se enmarañaban y dejaban sólo un estrecho paso.
Los caballos relincharon, encabritándose; el teniente los tranquilizó.
—Presienten la celada.
—También yo, pequeño. Los beduinos acechan en los matorrales. Intentarán cortar con sus hachas los jarretes de los caballos, hacernos caer, degollamos y arrancamos los testículos.
—El precio del heroísmo me parece muy alto.
—Gracias a ti, apenas correremos riesgos. Una flecha en cada matorral, cierta velocidad y ganaremos.
—¿Estáis seguro?
—¿Lo dudas? Pensar es malo. El teniente tiró de las riendas. A regañadientes, los caballos se lanzaron hacia el barranco. Suti no tuvo tiempo de sentir miedo. Tiró flecha tras flecha. Las dos primeras se perdieron en unos matorrales vacíos, la tercera se clavó en el ojo de un beduino que salió aullando de su escondrijo.
—¡Sigue, pequeño!
Con los cabellos de punta, la sangre helada, Suti apuntó a los matorrales girando a derecha e izquierda con una rapidez de la que se habría creído incapaz. Los beduinos caían, heridos en el vientre, en el pecho, en la cabeza.
Piedras y abrojos cerraban la salida del barranco.
—¡Agárrate bien, pequeño, vamos a saltar!
Suti dejó de disparar para asirse al borde de la caja. Dos enemigos a los que no había podido traspasar lanzaron sus hachas hacia los egipcios.
A todo galope, ambos caballos saltaron la barrera por su punto más bajo. Los abrojos les arañaron las patas, una piedra quebró los radios de la rueda derecha, otra abolló el costado derecho de la caja. Por un instante, el carro vaciló; con un último esfuerzo, los corceles franquearon el obstáculo.
El carro recorrió varios kilómetros sin detenerse. Traqueteado, aturdido, manteniendo a duras penas el equilibrio, Suti se agarró a su arco. Jadeantes, cubiertos de sudor, con los ollares espumeando, los caballos se inmovilizaron al pie de una colina.
—¡Teniente!
Con un hacha hundida entre los omoplatos, el oficial se derrumbó sobre las riendas. Suti intentó incorporarle.
—Recuérdalo, pequeño… los cobardes atacan siempre por la espalda…
—¡No os muráis, teniente!
—Ahora, tú eres el único héroe…
Sus ojos quedaron en blanco y dejó de respirar.
Suti estrechó largo tiempo el cadáver contra su pecho. El teniente no volvería a moverse, ya no podría alentarle, no intentaría de nuevo lo imposible. Estaba solo, perdido en un país hostil, él, el héroe cuyas virtudes sólo podía alabar un muerto.
Suti enterró al oficial, cuidando de grabar en su memoria aquel lugar. Si sobrevivía, vendría a buscar el cuerpo y lo llevaría a Egipto. Para un hijo de las Dos Tierras no había un destino más cruel que ser inhumado lejos de su país.
Volver hacia atrás era caer de nuevo en la trampa; avanzar suponía arriesgarse a topar con otros adversarios. Sin embargo, adoptó esta solución, esperando establecer con la mayor rapidez el contacto con los soldados del general Asher, suponiendo que no hubieran sido exterminados.
Los caballos aceptaron proseguir la ruta. Si le tendían una nueva emboscada, Suti no podría, a la vez, conducir el carro y manejar el arco. Con un nudo en la garganta, siguió un camino pedregoso que llevaba a una casa destartalada.
El joven puso pie a tierra y tomó una espada. Salía humo de una chimenea rudimentaria
—¡Salid de ahí!
En el umbral, una bribonzuela harapienta, con los cabellos sucios, blandía un tosco cuchillo.
—Tranquilízate y suelta el arma.
La silueta parecía frágil, incapaz de defenderse. Suti no desconfió. Cuando estuvo junto a ella, la chiquilla se arrojó hacia delante e intentó hundirle la hoja en el corazón. La esquivó pero sintió una quemadura en el bíceps izquierdo. Desenfrenada, golpeó de nuevo. Suti la desarmó de una patada y la arrojó al suelo. De su brazo manaba sangre.
—Tranquilízate o te ato.
Se debatía como una furia. Él le dio la vuelta y la aturdió de un golpe en la nuca. Como héroe, sus relaciones con las mujeres tomaban mal aspecto. La llevó al interior de la casucha, cuyo suelo era de tierra batida. Piojosas paredes, mobiliario miserable, hogar cubierto de hollín. Suti depositó su pobre captura en una estera trenzada y le ató las muñecas y los tobillos con una cuerda.
La fatiga le abrumó. Se sentó de espaldas a la chimenea, con la cabeza hundida entre los hombros, y tembló con todo su ser. El miedo brotaba de su carne.
La mugre le asqueaba. Detrás de la casa había un pozo.
Llenó unas jarras, lavó su herida superficial y limpió la única habitación.
—También tú necesitas una limpieza.
Roció a la muchacha, que despertó aullando. El contenido de una nueva jarra ahogó sus gritos. Cuando le quitó la ropa sucia, ella se retorció como una serpiente.
—¡No quiero violarte, idiota!
¿Advirtió sus intenciones? La muchacha se sometió. De pie, desnuda, pareció apreciar la ducha. Cuando él la secó, esbozó una sonrisa. Sus cabellos rubios le sorprendieron.
—Eres hermosa. ¿Alguien te ha besado ya?
Por su modo de abrir los labios y mover la lengua, Suti comprendió que no era el primero.
—Si me prometes ser buena, te desataré.
Sus ojos imploraron. Él desanudó la cuerda que inmovilizaba los pies, acarició sus pantorrillas, sus muslos y posó la boca en los dorados rizos de su sexo. Ella se tensó como un arco. Cuando sus manos estuvieron libres, le abrazó.
Suti había dormido diez horas sin soñar. Su herida le despertó, se levantó de un salto y salió de la choza.
La muchacha había robado sus armas y cortado las riendas del carro. Los caballos habían huido.
Ya no tenía arco, ni daga, ni espada, ni botas, ni manto. El carro quedaría allí, inútil, bajo el diluvio que caía desde media mañana. El héroe, reducido al rango de imbécil engañado por una bribona, ya sólo podía caminar hacia el norte.
Furioso, destrozó el carro a pedradas para que no cayera en manos del enemigo. Vestido con un simple paño y cargado como un borrico, Suti caminó bajo la constante lluvia. En una bolsa llevaba pan seco, un fragmento del pértigo con la inscripción jeroglífica que daba el nombre del teniente, unas jarras llenas de agua fresca y la estera agujereada.
Franqueó un collado, atravesó un bosque de pinos y bajó por una empinada pendiente que daba a un lago, lo rodeó siguiendo la orilla.