—¿Dónde está? —preguntó con sequedad al tiempo que ponía una de sus manos sobre el hombro de la mayor.
Antes de que Malco reaccionara, las tres bajaron precipitadamente por la escalera para salir hacia la calle por el pasillo central.
Malco, sin saber cómo, tal vez porque asiera inconscientemente el vestido de la niña, se quedó con un trozo de la tela en la mano.
—Sangre… —murmuró al examinarlo.
Él también bajó rápido del púlpito, tanto que estuvo a punto de caer al pisar mal los escalones.
La puerta de la sacristía estaba abierta. Se proyectaban unas sombras desde ella. Alguien se hallaba en el lugar reservado de la iglesia. Malco pasó ante el altar mayor y se asomó a aquella entrada.
«¿Te sorprendes?».
Y, a la pregunta del ratoncito Keaton, respondió al osito Pilgrim:
«Ya no».
Cinco niños se inclinaban sobre el cuerpo de una muchacha tendida en el suelo. Tenía tan sólo puesto un transparente conjunto de ropa interior. Uno de los pequeños puso de lado a la muchacha, que Malco supuso inconsciente, y le desabrochó el sostén. Los niños, curiosos, miraron los pechos que quedaron al desnudo. Otro de los pequeños, con una nerviosa sonrisa, se dispuso a tocar uno de los sonrosados pezones. Pero, Malco, fuera de sí, gritó:
—¡Basta!
Su mirada, brutal, atemorizó a los niños. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no emprenderla a salvajes golpes con ellos. Los pequeños, tras mirarse unos a otros, huyeron por la puerta de la sacristía que daba a un descuidado jardín situado detrás de la iglesia.
Malco se arrodilló al lado de la muchacha.
No cabía duda. Se trataba de Milka. Era la chica que viera retratada en el pasaporte.
La tomó por la nuca y levantó con cuidado la cabeza.
La muchacha tenía cerrados los ojos.
—Milka… —susurró, con una débil esperanza.
No hubo respuesta.
Cuando Malco volvió a reclinarla sobre el suelo, la mano con la que la tomara por la nuca, estaba ensangrentada.
Con una casulla cubrió el cuerpo de la muchacha.
No podía hacer otra cosa. Había llegado tarde.
El teléfono de la sacristía estaba descolgado.
Al volver a pasar delante del altar mayor, se detuvo un instante ante la figura de el Cristo.
—Son niños… —murmuró con voz quebrada.
El órgano resonó en la iglesia.
Alguien pulsaba arbitrariamente las teclas.
Pero a él ya no le importaba.
♦ ♦ ♦
—Nos iremos cuanto antes de la isla —dijo Malco nada más entrar en la fonda.
Nona lo miró interrogante.
—¿Muerta? —preguntó.
—Sí; y no quieras saber más —respondió Malco.
El hombre dio un puñetazo en el mostrador de la recepción y balbució unos cuantos juramentos. Lanzó la botella de vino contra una pared.
—Son demonios… —rugió y apretó los dientes—. ¡Mis hijos! ¡Todos los niños de esta isla maldita! Monstruos, pequeños monstruos… Querían matarme. Y todas las noches les daba un beso… —y unas lágrimas de desesperación aparecieron en sus ojos—. Están por ahí, en cualquier parte. No tienen prisa. Se divierten… ¡Están jugando! ¡Ellos lo dijeron! Pero ¿por qué? ¿Por qué ha tenido que ocurrir semejante catástrofe?
—Tiene que haber una explicación… —dijo Nona.
—¡Al infierno con las explicaciones! —gritó el pescador—. El caso es que ha sucedido, que está sucediendo. ¡Y nadie podrá devolver la vida a mi mujer! Nosotros, ¡también estamos sentenciados a muerte! ¿Es que no se dan cuenta? ¡No nos dejarán escapar! Somos, somos parte de su juego… Nos necesitan. ¡Hasta que se cansen de nosotros! Esos monstruos se entretienen prolongando nuestras vidas… ¡Pero nos la quitarán cuando les apetezca! Mis tres hijos… Paulo, Ana, Bruno… ¡Eran buenos! Eran niños, ¡niños! ¡Maldito sea quien los convirtió en asesinos! Si es que hay alguien capaz de tal cosa…
Malco se acordó de David y de Esther.
—Nona… —dijo pálido, asaltado por una horrible idea.
—¿Qué?
—Nuestros hijos…
—¡Habla, por Dios! —exclamó ella.
—¿Será sólo aquí, en la isla, donde sucede lo que sucede?
Malco se precipitó sin esperar ninguna respuesta por parte de su mujer tras el mostrador. Allí descubrió un transistor. Le parecía imposible que antes no se hubiera percatado de ello. Puso el aparato en funcionamiento y buscó de manera febril las estaciones.
Música, concursos, retransmisiones deportivas, noticias. Nada de particular, nada semejante parecía ocurrir en ninguna otra parte del mundo. Sólo en
Th’a
se cebaban las garras del horror.
Malco suspiró aliviado.
Nona estaba demasiado confundida como para poder pensar.
—Si pudiéramos avisar a… —dijo Malco—. En la costa están ajenos a todo lo que aquí ocurre. Pero, como no enviemos un mensaje dentro de una botella… —ironizó.
♦ ♦ ♦
Cercana oyeron una voz. Era la de un niño, en la calle.
Estaba frente a la fonda. Había dicho, cariñosamente, lo que de nuevo repetía:
—Papá.
El hombre se llegó hasta la puerta.
—Es Bruno… —y la voz le tembló.
El niño se detuvo ante la entrada de la fonda.
—Mi hijo… —y miró al matrimonio en busca de la respuesta sobre algo que ni tan siquiera sabía preguntarse a sí mismo.
El niño tenia una extraña sonrisa, al igual que si estuviera a punto de llevar a cabo una travesura. Pero esa sonrisa no la vio el hombre. Sólo Malco, porque tan sólo duró un instante.
—Papá…, por favor, tienes que ayudarme… Ven conmigo… —dijo el niño, con su voz más tierna, con su mirada más candorosa.
El hombre entreabrió la puerta de la fonda.
—¿Qué va a hacer? —le preguntó Malco, sobresaltado por lo que acababa de realizar el hombre.
—No lo sé, no lo sé… Es mi hijo, el pequeño… Dice que me necesita… —y el pescador abrió más la puerta.
—¡Quieto! —le gritó Malco.
El hombre se detuvo. Dudaba. Pero el niño volvió a hablar.
—Es Ana… Papá, está malita… Paulo me ha mandado a que te buscara… Te necesitamos, papá… Le duele en la barriguita, como aquella vez que vomitó tantas veces… Se quedó llorando allí…
—Debo ir con mi hijo —dijo resuelto el hombre.
Pero Malco se interpuso en su camino y lo detuvo.
—¡No cometa una locura! ¡Amigo, no salga de la fonda!
—¡Es mi hijo! ¡Él me llama! —exclamó el hombre enojado.
—¡Una trampa! ¿Es que ha olvidado cuanto ha ocurrido? Por favor, ¡piense! Su hijo le aguarda ahí fuera, sí, pero ¿para qué? ¡Hay muertos por todas partes! ¡En las habitaciones de la fonda! ¡Los he visto! —Nona se horrorizó— ¡Y usted ha presenciado todo lo sucedido! No harán con usted una excepción, como no hicieron con la madre, se lo aseguro. Mandan a su hijo para… ¡Todos, todos lo esperan en alguna parte!… ¡Tiene que creerme!
El hombre parecía no escucharlo. Miraba atentamente a su hijo.
—Papá…
—¡Tápese los oídos! —le gritó Malco.
—Es Bruno, señor… Nunca hizo nada malo… Como todos los chicos… Las travesuras de siempre… Seguro que ya está curado, que la locura ya ha pasado… De lo contrario, no vendría a buscarme. Y Ana está mal… Lo ha oído… La pobre Ana, si sólo tiene diez años… Es cosa del estómago… Esa chica siempre ha estado mal del estómago…
—¡Mentira! ¡Su hijo miente! —Malco señaló al pequeño.
—¡No es su hijo! —el hombre se encaró a él.
—Lo sé, ¡lo sé! ¡Le… le van a matar!
El hombre lo miró amenazador.
—No haga nada para impedir que salga —amenazó.
—Por Dios… —y Malco se sintió desfallecer—. Su esposa, ¡ellos la asesinaron! Sí, fue anoche… Pero, todo sigue igual… En la iglesia, poco antes de que yo llegara, asesinaron a la chica que se hospedaba en esta fonda… ¡Minutos antes! Con usted harán lo mismo… Además, debo decírselo…
—¿El qué?
—Ese niño, ¡es el mismo que mató al viejo! Y eso fue tan sólo hace unas horas. ¡Están jugando! Y ahora le toca el turno a usted… Quieren que sea la nueva víctima de su juego… Seguro que su hijo no sabe lo que hace… ¡Pero lo hará! Junto con Paulo y Ana y todos los demás!
Se quedaron en silencio al oír al niño.
—Ven… papá.
El hombre, de un manotazo, apartó a Malco, que estuvo a punto de caer al suelo. Antes de que pudiera recobrar el equilibrio, el pescador había salido de la fonda. Se detuvo ante su hijo. Este se abrazó a sus piernas gimoteando. El hombre le acarició los cabellos.
—¡Regrese! —gritó Malco.
El niño miró suplicante a su padre.
—Papá, pronto…
—¿Dónde está Ana?
—Ven, ven…
—¿Me necesitáis, verdad?
—Sí, papá.
—Yo curaré a Ana.
El hombre tomó la mano que le ofrecía su hijo. Ambos se alejaron de la fonda. Caminaban despacio, en silencio.
Malco volvió a gritar con todas sus fuerzas:
—¡Vuelva!
Pero el hombre no lo escuchó. En sus ojos había lágrimas, un llanto de felicidad. Volvía con sus hijos. Estaba dispuesto a perdonarles por lo sucedido. Ellos no eran los culpables, no eran conscientes de lo que hacían. Su mano apretó tiernamente la mano de su hijo.
—Es inútil… —dijo Nona.
Poco después de que el hombre y su hijo desaparecieran tras una esquina, oyeron un espantoso alarido seguido de un macabro griterío infantil.
Nona se tapó los oídos. Y cerró los ojos.
No quería oír, no quería estar en el lugar en el que se encontraba el hombre.
Malco, paralizado, lanzó una maldición al escuchar una canción infantil que él conocía muy bien.
Que te pillo,
ratoncillo.
¡Pum, pum!
¡Era una de las canciones del osito Pilgrim!
Y no le hacía falta estar presente para saber lo que los niños llevaban a cabo cada vez que gritaban el «¡Pum, pum!».
♦ ♦ ♦
Aquella ceremonia de sangre duró un tiempo imposible de contar.
Cuando volvió a hacerse el silencio, Malco apartó las manos de Nona de sus oídos. Estaban como pegadas a las orejas. Nona, presa del miedo, movió de un lado a otro la cabeza. Dijo varias veces:
—Era su hijo…
Malco apretó la cabeza de su mujer contra su pecho.
—Tranquilízate… —y le acarició suavemente los cabellos.
Ella lloraba.
—Vamos a huir —dijo Malco
Y se preguntó cuantas probabilidades tendrían de salir de la isla.
Ella, el hijo que llevaba en sus entrañas y él.
«Para huir, hay que ir hacia adelante».
Era la respuesta del osito Pilgrim.
La respuesta que él concibiera para uno de sus libros.
Pero en ninguno de sus libros, ni en ningún otro libro creado por los hombres, se anticipaba lo que acontecía en la isla de
Th’a
.
Allí todo era distinto.
N
i una nube.
Pero tampoco ni una gaviota.
—Las cinco —dijo Malco.
Nona, sin que él lo advirtiera, hizo un gesto de dolor.
En otra ocasión, hubiera comentado feliz que se trataba de un día hermoso, de esos que se desea que no terminen nunca, que se detenga el tiempo en ellos, para siempre.
El sol desbordante.
Pero Malco se hallaba entre tinieblas. La realidad era demasiado cruel, tan absurda como repugnante. No cabía argüir que en ella hubiera algo más que oscuridad.
—¿Llegaremos hasta la lancha? —preguntó Nona después de callar durante bastante tiempo.
—Creo que sí —tardó en responder Malco.
—Sólo crees… —dijo ella, sin ninguna esperanza.
—¡Hay que intentarlo! —Malco procuró contener sus zaheridos nervios—. No queda otra solución. Al menos a mí no se me ocurre otra cosa. Quedarse en
Th’a
significaría…
—La muerte —le interrumpió Nona.
—Sí… —suspiró.
—No quiero morir, Malco —dijo ella—. Quiero que nazca nuestro hijo. Él no será como los niños de
Th’a
… Igual que David y Esther. Si ellos supieran… Nos creerán pasando unas felices vacaciones. Hasta estarán algo resentidos porque no vinieron con nosotros. Fuera de esta isla, todos tan ajenos a lo que ocurre aquí… Vamos, Malco. Este lugar es una ratonera. Parece que no hay niños, que se han olvidado de nosotros. Estoy segura de que nos acechan desde todas partes, pero hemos de intentarlo.
Malco advirtió un gesto de dolor en su esposa. Ella se llevó las manos al vientre y lo apretó por unos instantes.
—¿Dolores? —preguntó él.
—Alguno.
—¿Intensos?
—No, no mucho. Pero no son como otras veces, son diferentes. No sé explicártelo…
—Sólo faltaba que se adelantara el parto —dijo Malco preocupado.
—No creo que sea eso —y ella sonrió para tranquilizarlo.
—En caso de que se precipitara el parto, tendría que ayudarte. No sabría ni por dónde empezar… Es algo que, ¡maldita sea!, no enseñan en ninguna parte. Deberían hacerlo en las escuelas, en la universidad… Y, en las dos ocasiones anteriores, no me permitieron entrar en el quirófano. Yo quería estar a tu lado…
—Malco, partamos cuanto antes. Es lo único que debe interesarnos en estos momentos. Si no, para los demás, de llegar a ser cierto que los niños pueden salir de
Th’a
, no será tan fácil huir de estas criaturas.
—¿Estás preparada?
—Lo estoy.
—Correremos todo lo rápido que nos sea posible. Pase lo que pase, no te detengas. Ni un instante. Perder un segundo puede ser fatal. Nada más llegar a la lancha pondré el motor en marcha y nos iremos. Tienes que correr cuanto puedas.
—Lo haré.
Malco abrió la puerta de la fonda. Se cercioró de que nadie había por los alrededores. Reparó, volviéndose hacia Nona, en las maletas. Las dejarían allí. Abandonarían todo lo que trajeron a la isla. Hasta su caña de pescar, la preferida, la que hacía dos años le regalaran su mujer y sus hijos en su cumpleaños. Lo único que importaba era conservar la vida. Malco tomó la mano a Nona. Se la apretó fuerte.
—¡Ahora! —gritó.
Los dos iniciaron una desesperada carrera.
Bajo el sol.
Por calles de casas encaladas.
En medio de un olor a muerte.
Nona, fatigada, se apretó el vientre, consciente de que no era capaz de mantener la velocidad de su marido. Respiraba mal. Abría mucho la boca. Se agotaba a cada paso. Las piernas no le obedecían, temblaban.
Cayó al tropezar con un adoquín.