—Ayuda… Rogar ayuda… —dijo la voz, casi en un susurro.
—Un momento… —y Malco cogió el pasaporte que antes había abierto. Buscó el nombre—. ¿Es usted Milka? Oiga, ¿es usted Milka? ¡Siga al aparato! ¡Oiga! ¿Dónde está?
Se cortó la comunicación.
—¡Maldita sea! —gritó Malco.
Nona le iba a hacer una pregunta. Pero se quedó con la boca abierta al oír unos pasos presurosos en el primer piso. Miró a Malco. Este tenía los ojos en el techo. También había oído los pasos.
Cuando cesaron, Malco salió detrás del mostrador. Caminaba con sigilo, en dirección a la escalera. Nona se levantó.
—No subas —le dijo y lo detuvo con una mano.
—He de hacerlo. Puede ser la muchacha extranjera…
—¡Por favor!
Él, sin responder, comenzó a subir la escalera, con cuidado de que ninguno de los peldaños crujiera.
Al llegar al primer piso, se detuvo.
Escuchó, atento.
Ningún ruido.
Llegó hasta la habitación número ocho, la que ocupaba el matrimonio sueco. La puerta estaba abierta. Pero sólo logró desplazarla unos centímetros. Había algo detrás de ella que impedía que se abriera del todo. Malco apoyó su cuerpo en la puerta. Y empujó, poco a poco, dosificando sus fuerzas. Algo, en el interior parecía arrastrarse debido al movimiento de la puerta. Algo que Malco no tardó en ver. Era el cuerpo de un hombre, salvajemente mutilado. Más allá, sobre la cama, una mujer yacía desnuda, totalmente ensangrentada.
Malco se quedó paralizado, al igual que cuando vio al niño golpear al viejo con el bastón. Estuvo a punto de desvanecerse. Pero el mismo horror lo salvó de caer desplomado.
Sin poder contenerse, arrojó cuanto había en su estómago.
Cerró la puerta, cuando sintió que le faltaba la respiración.
—El niño… —dijo con voz quebrada—. No puede haber en él tanta maldad…
Quedaba la habitación número diez, la reservada a la hija del matrimonio. Malco estuvo a punto de irse, de echar a correr junto con su esposa hasta llegar a la lancha. Suponía, espantado, que otro cadáver lo aguardaba en aquella habitación. Hizo un esfuerzo, que en otro momento consideraría sobrehumano, y fue a confirmarlo.
—Dios mío… —y, con un suspiro de alivio, se apoyó en la puerta.
En la habitación número diez no había nadie. Al menos allí no se había llevado a cabo ningún abominable asesinato. Quedaba la esperanza de que la muchacha se hubiera salvado.
Malco cerró la habitación.
—El niño… —murmuró confundido.
Volvió a la escalera, que continuaba hacia un piso superior. Miró hacia arriba. En la penumbra descubrió una puerta, seguramente la de un desván.
El ratoncito Keaton preguntó al osito Pilgrim:
«¿Dónde te esconderías?».
La respuesta:
«En el desván».
«¿Por qué?», volvió a preguntar el ratoncito Keaton.
«Porque es el único lugar donde todos irán a buscarte, pero donde nadie te encontrará porque nadie sabe buscar en un desván».
Malco decidió subir.
Quería confirmar la teoría de su personaje, su propia teoría.
No vio, a sus espaldas, que alguien salía de la habitación número cuatro.
♦ ♦ ♦
Nona oyó pasos por la escalera.
—¿Malco?
No hubo respuesta.
Nona no se atrevió a llegar hasta la escalera. Ni tampoco a volver a repetir el nombre de su marido.
Sólo escuchó.
Los pasos eran sigilosos.
Demasiado sigilosos para ser de Malco.
Nona miró a su alrededor, cual si buscara donde refugiarse.
Cuando, en el descansillo de la escalera, aparecieron unos pies calzados con alpargatas, gritó.
Inconscientemente, cogió el bastón ensangrentado.
♦ ♦ ♦
En el desván, sumido en la penumbra, entraba un chorro de luz por una claraboya. Había amontonados allí toda clase de objetos. Malco se detuvo ante un barco encerrado en una botella. Al ir a quitar el polvo del vidrio que protegía al tosco velero, oyó a Nona pronunciar desgarradoramente su nombre.
No supo cómo, pero al instante estaba a su lado.
—¿Qué ocurre? —le preguntó, y le quitó el bastón, que ella ya miraba horrorizada.
—¡Alguien está ahí arriba! —y le indicó la escalera.
—No puede ser. Si yo mismo…
—¡He visto unos pies! —lo interrumpió.
Ella temblaba. Evidentemente, algo la había asustado. Malco se dijo que los muertos no andan por este mundo. Las habitaciones, salvo las que en ellas entrara, estaban cerradas. Las llaves colgaban en el casillero. Pero, antes de subir, él también escuchó unos pasos. Su mujer no era persona dada a las alucinaciones. No obstante, al bajar del desván, nadie se interpuso en su camino. Y, en cuestión de segundos, había alcanzado el vestíbulo. El ratón y el gato. Él ya no estaba dispuesto a participar más en ese juego.
—No me moveré de tu lado.
Aquello tranquilizó algo a Nona.
—Estás pálido…
—Y tú, cariño… —le dijo y volvió a mirar los escalones que se perdían en el primer piso.
—¿Nadie arriba?
—Nadie —mintió Malco.
Malco notó un sudor frío en su frente. Los cadáveres que descubriera en una de las habitaciones volvieron a su entendimiento.
—¡No te creo, ya no te creo! —exclamó ella.
Nona se mordió los labios.
—¡Vámonos, marchémonos de esta maldita isla! —dijo suplicante.
—Pero, el niño…
—¡Tengo miedo!
—¿De él?
—¡Y de ti!
Malco la miró confundido.
—¿De mí?
—¡Lo matarías!
—¿Por qué habría de matarlo?
—En caso de que no hubiera otra solución, ¡estoy segura de que lo harías! No me digas que no, Malco. Lo vi reflejado en tus ojos… ¡Y no quiero! ¡Será un monstruo, pero también es un niño! ¡Como nuestros hijos! ¡Como David y Esther! —explotó.
—¡No soy ningún asesino! —gritó Malco, casi fuera de sí.
Aquello era demasiado.
Hubo un pesado silencio.
Evitaban mirarse.
Nona se mordía las uñas. Hacía años que no se mordía las uñas. Malco tenía la vista puesta en las aspas de un ventilador adosado al techo. No funcionaba. En la isla hacía mucho calor por el día y bastante frío por la noche. Si los habitantes de
Th’a
se hubieran ido de día, tan precipitadamente como suponían, los ventiladores los habrían encontrado funcionando. Se fueron de noche, llegó a concluir Malco, sumido en un profundo mal humor.
El silencio quedó roto por un ruido.
—¿Has oído? —preguntó ella entre hipidos.
Malco le hizo un gesto con la mano para que se callara. Alguien bajaba por la escalera. Malco retrocedió un poco y se acercó al butacón en el que dejara el bastón. Lo aferró, no sin asco por aquella sangre ya seca que tenía en el mango, dispuesto a defenderse.Todos sus músculos se tensaron. No sabía a lo que tendría que enfrentarse. Pero, fuera lo que fuera, no lo sorprendería.
Aparecieron unos pies. Se detuvieron. Después, siguieron bajando.
—Malco… —gimió ella.
Y vieron a un hombre.
—Dios mío… —murmuró Malco y dejó de aferrarse al bastón.
El hombre tenía el rostro desencajado y los cabellos revueltos, llenos de sangre coagulada procedente de una herida en la cabeza. Su camisa, desgarrada por varias partes, dejaba ver incontables moratones en sus brazos y en el pecho.
El hombre, al llegar al vestíbulo, con la mirada fija en la calle, se acercó a la puerta.
—¿Dónde estáis? ¡Dónde estáis, malditos! —rugió.
M
alco, a cuya espalda se parapetara su mujer, observó detenidamente a aquel hombre que miraba la solitaria calle y parecía que se hubiera olvidado de que ellos existían.
Con una botella rota en la mano, era como si desafiara a un invisible enemigo, como si estuviera dispuesto a una última batalla, sin importarle ya nada excepto el morir en pleno combate.
—¿Quién es usted? —le preguntó Malco.
El hombre se volvió rápido, casi como un felino. La pregunta de Malco lo había hecho reaccionar ante una realidad que olvidara por unos instantes. Tenía expresión conjunta de temor y de amenaza. Malco intuyó que, al menor movimiento que ellos hicieran, aquel hombre intentaría despedazarles con el lacerante vidrio roto de la botella. El hombre los miró fijamente, como si pretendiera descubrir algo en sus ojos, como si le ocultaran lo que ni Malco ni Nona podían imaginar.
—¿Y ustedes quiénes sois? —preguntó a su vez.
—Nosotros…
—¿Son como ellos? —interrumpió a Malco.
—¿Cómo quiénes?
El hombre levantó el brazo y señaló hacia la calle.
—¡Como esos demonios! —bramó.
Malco miró a donde indicara su interlocutor. No había nadie fuera. La calle estaba desierta. Quizá el hombre viera a alguien gracias a su imaginación. Quizá viera más que ellos, que su mirada penetrara a través de las paredes. Nona dedujo que tenían ante sí a un demente. La locura parecía reinar en la isla. Malco pretendió ganar la confianza del hombre y logró esbozar una débil sonrisa. Dio a entender, con su expresión, que no lo comprendía. El hombre se encaró a ellos. Era como si estuviera obsesionado por una idea fija.
—No, no han podido escapar, imposible… —dijo con los ojos desorbitados, con una sonrisa astuta, como si los sorprendiera con un callado secreto—. Yo sí… ¡Pero nadie más! Excepto yo… ¡Ustedes tienen que ser como ellos! Criaturas infernales… ¿Quieren matarme, verdad? —y alzó la botella—. Pero ¡no podrán! Ahora tengo esta arma ¡que vale por mil cuchillos! ¡No se muevan!
Malco sintió que Nona se apretaba más contra él. Tenía que dar fin a aquella absurda situación. No podían permanecer allí enfrentados de ese modo, con recelos de unos hacia los otros. Y aquel hombre, de no cambiar las cosas, parecía dispuesto a perpetuar la absurda contienda. Malco procuró mostrarse sereno. Dijo:
—Nosotros no pretendemos hacerle ningún daño…
El hombre esbozó una irónica sonrisa. Su incredulidad era manifiesta.
—Pero ¿y usted? —preguntó Malco—. ¿Quién nos asegura que usted no está dispuesto a matarnos?
—Yo sé muy bien quién soy.
—Nosotros también sabemos quiénes somos —aseveró Malco.
—Nunca los he visto en la isla —dijo el hombre, cargado de recelo.
—Hemos llegado hace unas horas…
—¿Para qué?
—Para descansar —respondió Malco, en tono cordial.
El hombre, sin dejar de amenazarlos, rió estrepitosamente.
—¡Descansar!
Pero aquella risa, que hacía estremecerse al hombre, acabó trocándose en un grotesco y amargo llanto. Malco quiso acercársele, pero el hombre lo volvió a amenazar con la botella.
—¡Quieto!
—Mi intención era… ayudarle.
El hombre reparó en el bastón que aún tenía Malco en su mano.
—¡Está manchado de sangre! —gritó—. ¿A quién han asesinado, malditas bestias?
Malco arrojó a un lado el bastón y alzó los brazos. Le demostró así que no tenía intención alguna en utilizarlo en contra suya. Respondió:
—No sé si me creerá… Se lo quité a…
—¡Diga!
—A un niño.
—Un niño… —murmuró el hombre entre dientes.
—Sé que es difícil de que acepte que le estoy diciendo la verdad… Puesto en su lugar… Pero un niño, ahí, en la calle, frente a la fonda, se regodeó en darle bastonazos en la cabeza a un anciano… Cuando llegué, el viejo ya estaba muerto. Decidimos irnos de la isla… Todo lo que ha sucedido es muy extraño… Si nos quedamos es por advertirles de lo que sucede a los demás…, advertirles que un pequeño, el hijo de alguien, ha perdido el juicio… Nuestra posición, por otra parte, es difícil… También he pensado en ello… Los agentes, si no dan crédito a esta historia, sospecharán que fuimos mi mujer y yo los que matamos al anciano…
El hombre lo escuchaba sin dar ninguna muestra de asombro. Era como si aquella historia la conociera él también.
—Le creo… —dijo el hombre y lanzó la botella, con rabia, contra una ventana.
Un eco repitió el ruido de cristales al romperse.
El hombre dio unos pasos, hasta llegar a uno de los butacones, en el que se apoyó.
—La isla se ha convertido en un infierno… —dijo desfallecido, como si estuviera a punto de desmayarse.
Malco se acercó al hombre y observó la herida que marcaba la parte derecha de la cabeza, cerca de la coronilla.
—¿Cómo está? —y señaló la cabeza ensangrentada.
—No es nada. Fue contra una puerta, en mi casa.
—Al menos un poco de agua oxigenada no le iría mal —dijo Nona—. Se puede infectar…
—Tal vez haya un botiquín en alguna parte —y Malco se dirigió al vestíbulo.
El hombre se sentó en un butacón.
Nona, sin saber qué hacer, se quedó de pie.
Guardaron silencio.
♦ ♦ ♦
Malco buscó una habitación reservada y penetró en un sencillo despacho donde no le cupo duda de que el dueño de la fonda se sentía muy importante allí, a juzgar por la cantidad de fotos que colgaban de la pared y cuyo motivo era instantáneas del establecimiento en las que estaba siempre presente un hombre de abultado vientre. Pasó a un cuarto de baño que quedaba frente a la habitación. En el fondo, un manoseado botiquín. En él descubrió muchos frascos, casi todos vacíos. Un paquete de algodón, un rollo de esparadrapo y algo de agua oxigenada en una botella que en su día fuera de cerveza.
—Algo es algo…
Malco retiró lo que necesitaba del pequeño botiquín, en el que la cruz roja apenas era visible. Iba a salir de semejante habitáculo cuando reparó en el lavabo. Había sangre en él. También en el espejo. Como si alguien se hubiera lavado allí alegremente y salpicara todo a su alrededor. Unas gotas de sangre en el suelo llegaban hasta la ducha, que tenía echada la cortina. Malco se acercó a ella. Pero no la descorrió. Sabía lo que iba a encontrar tras de la tela. No quería sentir un nuevo escalofrío de horror. Pensó en la muchacha. Respiró profundamente, se infundió valor, apretó los músculos de su cara y descorrió la cortina. Bajo la ducha, en una posición tan macabra como grotesca, completamente lleno de cuchilladas, imposibles de contar, estaba el hombre que aparecía en todas las fotografías.
♦ ♦ ♦
—Toma —Malco tendió el botiquín a su esposa.
Nona lo abrió, con gesto de desilusión al ver lo que había dentro de él. Apenas tenía para una elemental cura.
—No se moleste —dijo el hombre.