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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (58 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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Pero ¿cómo? Intentó acordarse de cómo lo había hecho ella, pero el proceso era demasiado complicado (el baño, el silencio) y sin duda tendría pocas ocasiones para emprender el viaje antes de que cambiasen las circunstancias. Su única esperanza era la realidad de su camisa ensangrentada: cómo había sentido, mientras se dirigía hacia allí, que Carys había derribado una barrera en su cabeza, y que el daño causado era permanente. Quizá su mente pudiera seguirla por la herida abierta, y rastrear su aroma con tanta tenacidad como ella había perseguido el suyo.

Cerró los ojos, ignorando el pasillo, a Whitehead y al cuerpo que yacía a los pies del Europeo. La vista era una trampa; ella se lo había dicho en una ocasión. Y también el esfuerzo. Tenía que relajarse. Dejar que el instinto y la imaginación lo llevasen adonde la razón y el intelecto no podían.

La conjuró, sin esfuerzo, olvidando la sombría realidad de su cadáver, y evocando en cambio su sonrisa viva. Pronunció su nombre mentalmente y apareció ante él en una docena de momentos: riéndose, desnuda, confusa, arrepentida. Pero prescindió de los detalles, dejando solo su presencia esencial en su cabeza.

Estaba soñando con ella. La herida estaba abierta, y le dolía volver a tocarla. La sangre manaba de su boca abierta, pero la sensación era un fenómeno lejano. Tenía poco que ver con su estado actual, que era cada vez más alienado. Le parecía que se desprendía de su cuerpo. Era innecesario: un desecho. La facilidad del procedimiento lo asombró; solo le preocupaba haberse puesto demasiado ansioso; tendría que controlar su entusiasmo, no fuese a olvidar la precaución, y ser descubierto.

No veía nada; no oía nada. El estado en que se movía (¿se movía siquiera?) no era susceptible a los sentidos. Aunque no tenía pruebas de su percepción, estaba seguro de que se había abstraído de su cuerpo. Lo había dejado atrás, debajo de él: una envoltura vacía. Delante de él, Carys. Soñaría hasta ella.

Y entonces, cuando pensaba que podría disfrutar de aquel extraordinario viaje, el Infierno se desplegó frente a él…

Mamoulian, absorto en el Tragasables, no sintió nada cuando Marty se adentró en él. Breer tomó carrerilla hacia él, alzó el machete y le asestó un golpe. Se apartó para esquivarlo con perfecta economía de movimientos, pero Breer se volvió para descargar otro golpe con sobrecogedora velocidad, y esta vez, más por azar que por puntería, el machete se deslizó por el brazo de Mamoulian, hundiéndose en la tela de su traje gris oscuro.

—Chad —dijo el Europeo sin apartar los ojos de Breer.

—¿Sí? —respondió el muchacho rubio. Seguía apoyado en la pared, junto a la puerta, con la pose de un héroe indolente; había encontrado el alijo de puros de Whitehead, se había embolsado varios, y había encendido uno. Exhaló una nube de humo azul polvoriento, y observaba a los gladiadores, embotado por el alcohol—. ¿Qué quieres?

—Busca la pistola del Peregrino.

—¿Para qué?

—Para nuestro visitante.

—Mátalo tú —respondió Chad con indiferencia—, puedes hacerlo.

La mente de Mamoulian se sublevó ante la idea de tocar aquella corrupción; mejor una bala. A corta distancia, acabaría con el Tragasables. Ni siquiera los muertos podían caminar sin cabeza.

—¡Ve a buscar la pistola! —exigió.

—No —respondió Chad. El reverendo había dicho que era mejor hablar con franqueza.

—No es momento para juegos —dijo Mamoulian, apartando su atención de Breer por un instante para mirar a Chad. Fue un error. El cadáver volvió a blandir el machete, y esta vez el golpe impactó en el hombro de Mamoulian, alojándose en el músculo cercano al cuello. El Europeo no emitió sonido alguno, tan solo un gruñido al recibir el golpe, y otro más cuando Breer retiró la hoja de la hendidura.

»Detente —le dijo a su atacante.

Breer meneó la cabeza. Para eso había venido, ¿verdad? Era el preludio de un acto que había esperado mucho tiempo para representar.

Mamoulian se llevó la mano a la herida del hombro. Podía encajar un balazo y sobrevivir; pero un ataque más traumático, que comprometiera la integridad de su carne, era peligroso. Tenía que acabar con Breer, y si el santo no le traía la pistola tendría que matar al Tragasables con las manos desnudas.

Breer pareció percatarse de su intención.

—No puedes hacerme daño —intentó decirle, pero las palabras salieron confusas—. Estoy muerto.

Mamoulian meneó la cabeza.

—Te haré pedazos si es necesario —murmuró—. Te haré pedazos.

Chad sonrió al escuchar la promesa del Europeo. Dios bendito, pensó, así acabaría el mundo. Un laberinto de habitaciones, los coches de la autopista que volvían a casa serpenteando, los muertos y los moribundos peleando a la luz de las velas. El reverendo estaba equivocado. El Diluvio no era una ola, ¿verdad? Eran ciegos con hachas; eran los poderosos de rodillas, suplicando para no morir a manos de los idiotas; era la epidemia del impulso irracional. Mientras observaba pensaba cómo le describiría esa escena al reverendo, y por primera vez en sus diecinueve años, un espasmo de pura alegría recorrió su linda cabecita.

Marty no se había percatado de cuán placentera había sido la experiencia del viaje, un pasajero del pensamiento puro, hasta sumergirse en el cuerpo de Mamoulian. Se sintió como un hombre desollado inmerso en aceite hirviendo. Se retorció, y su esencia imploró a gritos que acabase ese Infierno del físico de otro hombre. Pero Carys estaba allí. Tenía que aferrarse a esa idea por encima de todo, como si fuera una piedra de toque.

En aquel maremoto sus sentimientos por ella tenían la pureza de las matemáticas. Sus ecuaciones, complejas, pero de pruebas elegantes, ofrecían una delicadeza parecida a la verdad. Tenía que obstinarse en ese descubrimiento. Si cejaba una sola vez estaba perdido.

Aunque estaba privado de sus sentidos, le parecía que aquel nuevo estado trataba de imponerle una visión de sí mismo. Por el rabillo de sus ojos ciegos vio que destellaban luces, se abrían perspectivas y volvían a cerrarse en un instante, soles amenazaban con explotar sobre su cabeza y se extinguían antes de ofrecer calor o luz. Una irritación lo poseyó: una picazón de locura.
Si te rascas,
le decía,
ya no tendrás de qué preocuparte.
Resistió la seducción pensando en Carys.

Se ha ido,
dijo la picazón,
más abajo de donde osarías llegar. Mucho más abajo.

Lo que aseguraba podía ser cierto. Se la había tragado entera, la había llevado dondequiera que guardase sus objetos favoritos. A donde se originaba el vacío con el que había interferido en Caliban Street. Si se enfrentaba a semejante vacío se marchitaría: ya no tendría salvación.
Qué sitio,
dijo la picazón,
qué sitio tan terrible. ¿Quieres verlo?

No.

¡Venga, mira! ¡Mira y tiembla! ¡Mira y muere! Querías saber lo que era, pues estás a punto de ver lo peor de él.

No te escucho,
pensó Marty. Siguió avanzando, y aunque, al igual que en Caliban Street, en aquel lugar no había arriba ni abajo, ni delante ni detrás, tenía la sensación de descender. ¿Serían solo las metáforas que llevaba consigo, que describían el Infierno como un abismo? ¿O se estaba arrastrando por las entrañas del Europeo hasta el intestino donde se ocultaba Carys?

Por supuesto, nunca escaparás,
sonrió la picazón.
No cuando llegues ahí abajo. No hay vuelta atrás. No te cagará nunca. Te quedarás encerrado ahí dentro para siempre.

Carys escapó,
repuso él.

Ella estaba en su cabeza,
le recordó la picazón.
Ojeando su biblioteca. Tú estás enterrado en un montón de estiércol; y bien profundo, sí señor, bien profundo.

¡No!

Claro que sí.

¡No!

Mamoulian meneó la cabeza. Estaba llena de extraños dolores, y de voces. ¿O solo era el pasado que le hablaba? Sí, el pasado. Le había susurrado y cuchicheado al oído con más fuerza en aquellas últimas semanas que en todas las décadas anteriores. Cuando su mente estaba ociosa, la gravedad de la historia la había reclamado, y había regresado al patio del monasterio con la nieve, el tamborilero que temblaba a su derecha y los parásitos que abandonaban los cadáveres cuando estos se enfriaban. De esa conspiración de momentos habían surgido doscientos años de vida. Si el disparo que mató al verdugo se hubiera retrasado tan solo unos segundos el hacha habría caído, su cabeza habría rodado, y los siglos que había vivido no lo habrían contenido; ni él a ellos.

¿Y por qué volvía ese ciclo de pensamientos al ver a Anthony al otro lado de la habitación? Estaban a mil kilómetros y ciento setenta años de aquel suceso.
No estoy en peligro,
se reprendió, así que,
¿para qué temblar?
Breer vacilaba, a punto de derrumbarse definitivamente; despacharlo sería una tarea sencilla, aunque desagradable.

Se movió con rapidez y agarró la garganta de Breer con la mano buena antes de que el otro pudiera reaccionar. Los delgados dedos del Europeo se hundieron en la masa blanduzca y se cerraron en torno al esófago de Breer. Luego tiró con fuerza. Una buena porción del cuello de Breer se desprendió con un chisporroteo de grasa y fluidos. Se oyó un sonido como el de un escape de vapor.

Chad aplaudía con el puro en la boca. En el rincón donde se había derrumbado, Tom había dejado de gemir, y contemplaba también la mutilación. Un hombre luchaba por su vida, el otro por su muerte. ¡Aleluya! Los santos y los pecadores, todos juntos.

Mamoulian arrojó el puñado de escoria. A pesar de su formidable herida, el Tragasables seguía en pie.

—¿Es que tengo que despedazarte? —dijo Mamoulian. En el instante en que habló, algo arañó su interior. ¿La muchacha todavía se resistía a su encierro?

»¿Quién anda ahí? —preguntó con suavidad.

Carys respondió. No a Mamoulian, sino a Marty.
Aquí,
le dijo. Él la oyó. No, no la oyó: la sintió. Ella lo llamó, y él la siguió.

La picazón de Marty estaba en el séptimo cielo.
Es demasiado tarde para ayudarla,
decía:
ya es demasiado tarde para todo.

Pero ella estaba cerca, lo sabía, su presencia sofocaba el pánico.
Estoy contigo:
le decía.
Ahora somos dos.

La picazón no se dejó impresionar. La idea de que escaparan le divertía.
Estás encerrado para siempre,
dijo,
es mejor que lo admitas. Si ella no puede salir, ¿por qué ibas a poder hacerlo tú?

Dos,
dijo Carys.
Ahora somos dos.
Por un momento sobrecogedor, Marty entendió el significado de sus palabras. Estaban juntos, y juntos eran más que la suma de sus partes. Pensó en sus cuerpos entrelazados, en el acto físico que era una metáfora de aquella unión distinta. Hasta entonces no lo había comprendido. Su mente se regocijó. Ella estaba con él: y él con ella. Eran un pensamiento indivisible, imaginándose el uno al otro.

¡Vamos!

Y el Infierno se dividió; no tuvo elección. La provincia se fragmentó cuando escaparon del alcance del Europeo. Experimentaron algunos momentos exquisitos como una sola mente, hasta que se impuso la gravedad, o la ley que se aplicase en ese estado, cualquiera que fuese. Entonces se produjo la separación, una expulsión brusca de aquel edén momentáneo, y ambos cayeron en picado hacia sus propios cuerpos, terminada la conjunción.

Mamoulian sintió su fuga como una herida más traumática que cualquiera que Breer le hubiese infligido hasta el momento. Se llevó el dedo a la boca, con una mirada de pérdida terrible en su rostro. Las lágrimas surgieron sin freno, diluyendo la sangre de su cara. Breer pareció advertir una invitación en aquello: había llegado su momento. Una imagen apareció espontáneamente en su cerebro licuado, como si fuera una de las fotografías granuladas de su libro de atrocidades, pero esta imagen se movía. Estaba nevando; las llamas de un brasero bailaban.

El machete que sostenía le pesaba más cada segundo: más bien era un hacha. Lo alzó; su sombra cayó sobre el rostro del Europeo.

Mamoulian observó los rasgos devastados de Breer, y los reconoció; entendió cómo todo le había llevado hasta este momento. Inclinado bajo el peso de los años, cayó de rodillas.

Mientras tanto, Carys abrió los ojos. Había sido un regreso abyecto y demoledor; más terrible para Marty que para ella, que estaba acostumbrada a la sensación. Pero nunca era muy agradable sentir cómo el músculo y la grasa se solidificaban en torno al espíritu.

Marty también había abierto los ojos, y contemplaba el cuerpo que ocupaba. Era pesado y mezquino. Buena parte de él (las capas de piel, el pelo, las uñas) era materia muerta. La sustancia lo asqueaba. Encontrarse en ese estado era una burla de la libertad que acababa de disfrutar. Se incorporó de un brinco, emitiendo un pequeño grito de asco, como si al despertar hubiese encontrado su cuerpo cubierto de insectos.

Miró a Carys en busca de consuelo, pero había reclamado su atención una visión oculta de Marty por la puerta semicerrada.

El espectáculo le resultaba familiar. Pero el punto de vista era distinto, y tardó algún tiempo en ubicar la escena: el hombre arrodillado, con el cuello descubierto, los brazos un poco separados del cuerpo, los dedos extendidos en el gesto universal de sumisión; el verdugo de rostro borroso que alzaba la hoja para decapitar a la víctima dispuesta; alguien que se reía en las proximidades.

La última vez que había visto esa imagen había estado tras los ojos de Mamoulian, un soldado en un patio salpicado de sangre, esperando el golpe que acabase con su joven vida. Un golpe que nunca se había producido; o que más bien se había pospuesto hasta aquel momento. ¿Había esperado tanto tiempo el verdugo, viviendo en un cuerpo y desechándolo por otro, persiguiendo a Mamoulian a través de las décadas hasta que al fin el destino juntase las piezas de una reunión? ¿O todo era obra del Europeo? ¿Acaso su voluntad había convocado a Breer para que acabase una historia interrumpida por accidente generaciones antes?

Nunca lo sabría. El acto había empezado por segunda vez y no habría de retrasarse de nuevo. El arma se abatió y estuvo a punto de separar la cabeza del cuello de un solo golpe. Resistió dos golpes sucesivos, gracias a los tendones resistentes que la sostuvieron del tronco, colgando con la nariz contra el pecho, antes de soltarse, rodando entre las piernas del Europeo y descansando a los pies de Tom. El muchacho la apartó de una patada.

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