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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (55 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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Por su parte, no sabía (al menos de un modo consciente) adónde ir a continuación, ni por qué. Pero cuando bajó las escaleras y llegó a la acera, sus piernas lo llevaron en una dirección en la que nunca había ido hasta entonces, y no se perdió, aunque pronto se adentró en territorio desconocido. Alguien lo estaba llamando. A él, con su machete y su rostro borroso y gris. Fue tan rápido como le permitió su cuerpo, como un hombre al que llamase la historia.

70

Whitehead no tenía miedo a morir; solo temía que al morir descubriera que no había vivido suficiente. Esa había sido su preocupación al enfrentarse a Mamoulian en el pasillo de la suite del ático, y todavía le atormentaba cuando se sentaron en la sala, con el zumbido de la autopista a sus espaldas.

—Se acabó el correr, Joe —dijo Mamoulian.

Whitehead no dijo nada. Recogió un gran cuenco con las mejores fresas de Halifax del rincón, y volvió a su silla. Examinó la fruta con sus dedos expertos, escogió una fresa especialmente apetitosa, y empezó a mordisquearla.

El Europeo lo observó, sin que su expresión traicionase indicio alguno de sus pensamientos. La persecución había terminado; ahora, antes del final, había esperado que pudieran hablar un rato de los viejos tiempos. Pero no sabía por dónde empezar.

—Dime —dijo Whitehead devorando la pulpa de la fruta hasta el corazón—, ¿te has traído una baraja? —Mamoulian lo miró.

—Por supuesto —respondió el Europeo—, siempre.

—¿Y estos buenos muchachos juegan? —Hizo un gesto en dirección a Chad y a Tom, que estaban junto a la ventana.

—Hemos venido por el Diluvio —dijo Chad.

El viejo frunció el ceño.

—¿Qué les has dicho? —le preguntó al Europeo.

—Es todo cosa suya —respondió Mamoulian.

—El mundo se va a acabar —dijo Chad, que se estaba peinando con obsesivo cuidado y miraba fijamente a la autopista, dando la espalda a los dos ancianos—. ¿No lo sabía?

—No me digas —dijo Whitehead.

—Los pecadores serán exterminados.

El viejo dejó el cuenco de fresas.

—¿Y quién los juzgará? —preguntó.

Chad dejó su peinado en paz.

—Dios —dijo.

—¿Nos lo jugamos? —contestó Whitehead. Chad se volvió a mirarlo, confuso; pero la pregunta no se dirigía a él, sino al Europeo.

—No —respondió Mamoulian.

—Por los viejos tiempos —insistió Whitehead—. Solo una partida.

—Tu maestría me impresionaría, Peregrino, si no fuera una táctica dilatoria tan evidente.

—Entonces, ¿no quieres jugar?

Mamoulian parpadeó. Amagó una sonrisa al decir:

—Sí. Claro que quiero jugar.

—Hay una mesa en la habitación de al lado, en el dormitorio. ¿Quieres que la traiga una de tus fulanas?

—No son fulanas.

—Estás demasiado viejo para eso, ¿verdad?

—Los dos son hombres piadosos. Que es más de lo que se puede decir de ti.

—Ese siempre ha sido mi problema —dijo Whitehead encajando la puya con una sonrisa. Era como en los viejos tiempos: el intercambio de ironías, la conversación agridulce, el conocimiento que compartían cada momento que pasaban juntos, las palabras que disimulaban sentimientos tan profundos que avergonzarían a un poeta.

—¿Podrías traer la mesa? —le pidió Mamoulian a Chad. Este no se movió. Estaba absorto en la lucha de voluntades entre los dos hombres. No comprendía gran parte de su significado, pero la tensión que había en la habitación era inconfundible. Había algo sobrecogedor en el horizonte. Quizá una ola; quizá no.

—Ve tú —le dijo a Tom; no estaba dispuesto a apartar los ojos de los combatientes ni un solo instante. Tom obedeció, encantado de que algo le hiciera olvidar sus dudas.

Chad se aflojó el nudo de la corbata, lo cual para él equivalía a desnudarse. Le dirigió a Mamoulian una sonrisa intachable.

—Va a matarlo, ¿no? —dijo.

—¿Tú qué crees? —respondió el Europeo.

—¿Qué es? ¿El Anticristo?

Whitehead emitió una risita de placer ante una idea tan absurda.

—¿Les has dicho que…? —reprendió al Europeo.

—¿Eso es lo que es? —le instó Chad—. Dígamelo. Puedo soportar la verdad.

—Soy peor que eso, muchacho —dijo Whitehead.

—¿Peor?

—¿Quieres una fresa? —Whitehead cogió el cuenco y le ofreció la fruta. Chad miró a Mamoulian de reojo.

—No las ha envenenado —le aseguró el Europeo.

—Son frescas. Cógelas. Vete a la habitación de al lado y déjanos en paz.

Tom había regresado con una mesita de noche. La puso en el centro de la habitación.

—Si vais al baño —dijo Whitehead— encontraréis un abundante surtido de licores. Sobre todo vodka. Y un poco de coñac, creo.

—Nosotros no bebemos —dijo Tom.

—Haced una excepción —respondió Whitehead.

—¿Por qué no? —dijo Chad, con la boca llena de fresas; tenía jugo en la barbilla—. ¿Por qué cojones no? Es el fin del mundo, ¿no?

—Exacto —asintió Whitehead—. Ahora marchaos a comer, beber y tocaros.

Tom miró fijamente a Whitehead, que le devolvió una falsa mirada de arrepentimiento.

—Lo siento, ¿tampoco os dejan masturbaros?

Tom emitió un ruido de repugnancia y salió de la habitación.

—Tu colega está triste —le dijo Whitehead a Chad—. Venga, llévate el resto de la fruta. Tiéntalo.

Chad no sabía si se estaba riendo de él, pero aceptó el cuenco y siguió a Tom hasta la puerta.

—Vas a morir —espetó a Whitehead a modo de despedida. Luego cerró la puerta dejando solos a los dos hombres.

Mamoulian había puesto una baraja de cartas sobre la mesa. No se trataba de la baraja pornográfica: la había destruido en Caliban Street, al igual que los pocos libros que tenía. Las cartas de la mesa eran muchos siglos más antiguas. Los rostros estaban pintados a mano, y las ilustraciones de las figuras presentadas con crudeza.

—¿Tengo que hacerlo? —preguntó Whitehead, retomando la observación final de Chad.

—¿Tienes que hacer qué?

—Morir.

—Por favor, Peregrino…

—Joseph. Llámame Joseph, como hacías antes.

—Déjalo.

—Quiero vivir.

—Claro que sí.

—Lo que pasó entre nosotros… no te dolió, ¿verdad?

Mamoulian le ofreció las cartas a Whitehead para que las barajase y cortase; como este ignoró la oferta, lo hizo él mismo, manipulando las cartas con la mano buena.

—Y bien, ¿te dolió?

—No —respondió el Europeo—. No; la verdad es que no.

—Pues entonces, ¿por qué quieres hacerme daño a mí?

—Malinterpretas mis motivos, Peregrino. No he venido por venganza.

—Pues, ¿por qué?

Mamoulian empezó a repartir las cartas para una partida de
blackjack.

—Para cerrar nuestro trato, por supuesto. ¿Es tan difícil de entender?

—Yo no hice ningún trato.

—Me engañaste, Joseph, me estafaste mucha vida. Me echaste cuando ya no te servía de nada, y dejaste que me pudriera. Te perdono. Es agua pasada. Pero la muerte, Joseph… —terminó de barajar— es el futuro. El futuro cercano. Y cuando me adentre en ella no iré solo.

—Me he disculpado. Si quieres actos de contrición, dímelo.

—Nada.

—¿Quieres mis huevos? ¿Mis ojos? ¡Cógelos!

—Juega, Peregrino.

Whitehead se levantó.

—¡No quiero jugar!

—Pero si ha sido idea tuya.

Whitehead clavó la mirada en las cartas que descansaban en la mesa de marquetería.

—Así me has traído hasta aquí —dijo en voz baja—. Con ese puto juego.

—Siéntate, Peregrino.

—Me has obligado a sufrir los tormentos de los condenados.

—¿Ah, sí? —dijo Mamoulian, con un deje de preocupación—. ¿De veras has sufrido? Si es así, lo siento mucho. El objeto de la tentación es que los beneficios valgan el precio.

—¿Eres el diablo?

—Ya sabes que no —dijo Mamoulian, molesto por ese nuevo melodrama—. Cada uno es su propio Mefistófeles, ¿no crees? Si no hubiese aparecido yo, habrías hecho un trato con otra potencia. Y habrías obtenido tu fortuna, tus mujeres, y tus fresas. Esos son los tormentos que te he obligado a sufrir.

Whitehead escuchó mientras la voz aflautada le explicaba esas ironías. Por supuesto, no había sufrido: había tenido una vida placentera. Mamoulian leyó el pensamiento en su rostro.

—Si de verdad quisiera que sufrieras —dijo con la lentitud de un caracol—, podría haber tenido esa dudosa satisfacción hace muchos años. Y lo sabes.

Whitehead asintió. El Europeo puso una vela en la mesa, junto a las cartas, la llama temblaba.

—Lo que quiero de ti es algo mucho más permanente que el sufrimiento —dijo Mamoulian—. Ahora juega. Me pican los dedos.

71

Marty salió del coche y se demoró unos segundos contemplando la mole del hotel Pandemonio cernirse sobre él. La oscuridad no era completa. En una de las ventanas del ático brillaba una luz, aunque frágil. Por segunda vez ese día, se dispuso a cruzar el erial, mientras le temblaba todo el cuerpo. Carys no había vuelto a contactar con él desde que emprendiera el viaje hasta allí. No cuestionaba su silencio: había demasiadas razones plausibles que lo explicaban, y ninguna era agradable.

Al acercarse vio que habían forzado la puerta principal del hotel. Al menos podría acceder al interior por una ruta directa en lugar de encaramándose a la escalera de incendios. Franqueó los restos de los tablones, y traspuso el grandioso umbral hasta el recibidor, donde se detuvo para que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad, antes de iniciar un cauteloso ascenso por las escaleras quemadas. En la penumbra, cada sonido que hacía era como un disparo en un funeral, un estrépito asombroso. Por mucho que intentaba acallar sus pasos, la escalera ocultaba demasiados obstáculos para que el silencio fuese completo; con cada paso que daba estaba más seguro de que el Europeo lo oía, y se preparaba para exhalar un vacío asesino sobre él.

Cuando llegó al punto por donde había entrado a través de la escalera de incendios, la marcha se hizo más fácil. Al adentrarse en la zona alfombrada se dio cuenta, y la idea le inspiró una sonrisa, de que se había presentado allí sin un arma ni un plan, por primitivo que fuese, para rescatar a Carys. Solo podía esperar que la muchacha ya no fuera importante en los planes del Europeo: que la pasaran por alto durante unos momentos cruciales. Cuando empezó a subir el último tramo de escaleras se miró en uno de los espejos del pasillo: delgado, sin afeitar, con la camisa oscura a causa de la sangre, parecía un lunático. La imagen, que reflejaba con tanta precisión el modo en que se veía a sí mismo, desesperado, bárbaro, le infundió valor. Su reflejo estaba de acuerdo con él: había perdido el juicio.

Por segunda vez en su larga asociación se sentaron uno frente al otro en torno a la mesita, y jugaron al
blackjack.
La partida transcurrió sin incidentes; al parecer, estaban más igualados de lo que habían estado en la plaza Muranowski, hacía más de cuarenta años. Y mientras jugaban, hablaban. La conversación también era tranquila y nada dramática: hablaron de Evangeline, de cómo había caído la Bolsa en los últimos tiempos, de América, incluso, a medida que progresaba la partida, de Varsovia.

—¿Has vuelto alguna vez? —preguntó Whitehead.

El Europeo meneó la cabeza.

—Es terrible lo que han hecho.

—¿Los alemanes?

—Los urbanistas.

Siguieron jugando. Barajaron las cartas y volvieron a repartirlas, una y otra vez. La brisa que levantaban sus movimientos avivaba el destello de la llama. La partida se inclinó en un sentido, y luego en otro. La conversación vaciló, y volvió a empezar: circunstancial, casi banal. Era como si en aquellos últimos momentos que pasaban juntos, cuando tenían tantas cosas que decirse, no pudieran decir nada de la menor importancia, por miedo a que se abriesen las compuertas. Tan solo en una ocasión la conversación mostró su auténtica naturaleza, cuando en cuestión de segundos pasó de una simple observación a la metafísica:

—Me parece que estás haciendo trampas —observó el Europeo con ligereza.

—Si lo hiciera lo sabrías. Todos los trucos que utilizo son tuyos.

—Oh, venga ya.

—Es cierto. Todas las trampas que sé, las aprendí de ti.

El Europeo parecía casi halagado.

—Incluso ahora —dijo Whitehead.

—Incluso ahora, ¿qué?

—Sigues haciendo trampas, ¿verdad? No deberías estar vivo, a tu edad.

—Es cierto.

—Estás igual que en Varsovia, quitando alguna cicatriz. ¿Cuántos años tienes? ¿Cien? ¿Ciento cincuenta?

—Más.

—¿Y de qué te ha servido? Tienes más miedo que yo. Necesitas que alguien te coja la mano mientras mueres, y me elegiste a mí.

—Juntos, podríamos haber vivido para siempre.

—¿Oh?

—Podríamos haber fundado mundos.

—Lo dudo.

Mamoulian suspiró.

—Entonces, ¿solo fue apetito? Desde el principio.

—Casi todo.

—¿Nunca te importó encontrarle sentido a todo?

—¿Sentido? No hay ningún sentido. Me lo dijiste tú: la primera lección. Todo es azar.

El Europeo había perdido la mano, y arrojó las cartas.

—Sí… —dijo.

—¿Otra partida? —ofreció Whitehead.

—Solo una más. Y luego tenemos que irnos, de verdad.

Marty se detuvo al final de las escaleras. La puerta de la suite de Whitehead estaba ligeramente entreabierta. No tenía idea de la disposición de las habitaciones que había al otro lado: las dos
suites
que había investigado en este piso eran completamente distintas, de modo que no podía inferir su distribución a partir de la suya. Pensó en la última conversación que había mantenido con Whitehead. Al terminar tuvo la clara impresión de que el viejo había recorrido cierta distancia antes de cerrar una puerta interior para poner fin a la charla. Habría entonces un largo pasillo, que posiblemente ofrecería algunos escondites.

La astucia era inútil; quedarse allí sopesando sus posibilidades solo empeoraba la nerviosa expectación que sentía. Tenía que actuar.

Volvió a detenerse al llegar a la puerta. Se oía un murmullo de voces en el interior, pero amortiguado, como si quienes hablaban se hallaran detrás de una puerta cerrada. Puso los dedos en la puerta y echó un vistazo al interior. Como había supuesto, había un pasillo vacío que conducía a la suite propiamente dicha; de él salían cuatro puertas. Tres estaban cerradas, la otra entornada. Las voces que había oído procedían de una de las habitaciones cerradas. Se concentró, intentando entender el murmullo, pero no pudo discernir más que alguna palabra suelta. No obstante reconoció a quienes hablaban: uno era Whitehead, el otro Mamoulian. Y el tono de la conversación también era evidente; caballeroso, civilizado.

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