—¿Qué te parece lo del medio millón en metálico? —pregunté.
—Que huele mal.
—Apesta —asentí—. Vázquez sospecha que hay algo delictivo en el asunto.
—¿Te lo ha dicho?
—Lo ha dejado entrever.
—¿Drogas?
—Quinientos mil euros en drogas es un poco excesivo para una sola persona, ¿no te parece?
—No si se dedica al narcotráfico —replicó Hermes—. A fin de cuentas, Mochedano nació en Colombia.
—Aunque te parezca mentira —ironicé—, hay colombianos que no son narcotraficantes. ¿Para qué va a querer traficar con drogas un futbolista millonario?
—Para ser más millonario aún.
Sacudí la cabeza.
—Demasiado riesgo. Además, Mochedano lleva más de diez años viviendo fuera de Colombia.
Hermes se encogió de hombros.
—Aunque no sea un asunto de narcotráfico —dijo—, puede que esté relacionado con las mafias. No sé, una vieja deuda, problemas con los parientes o algo así.
—Quizá —asentí—; pero sólo son suposiciones. ¿Por qué no preguntas por ahí e intentas averiguar si Mochedano anda metido en algo raro? Apuestas ilegales, sexo duro, juego, cosas así.
—Claro, jefa, descenderé al submundo del hampa y husmearé.
—Otra cosa: tenemos que controlar día y noche a Mochedano, así que vamos a necesitar al menos tres… no, cuatro turnos de vigilancia, a dos personas por turno.
—¿Quién se ocupará de eso?
Repasé mentalmente la lista de candidatos.
—¿Félix y su gente? —sugerí.
—El
Gato
y la
Pandilla Basura
… Bueno, son unos salvajes pero trabajan bien. ¿Algo más?
—De momento creo que no.
—Entonces voy a intentar localizar a ese
Gato Loco
.
Hermes salió del despacho y yo me quedé un rato contemplando los clips que yacían sobre el cuaderno. Cuando tengo que investigar a una persona, intento introducirme en su piel, pensar como él, sentir como él; nunca es fácil hacerlo, pero en el caso de Rubén Mochedano me resultaba sencillamente imposible. Yo jamás había visto un partido de fútbol, desconocía sus reglas y los únicos futbolistas que me sonaban eran Pelé, Maradona y Beckham, y este último más por ser el marido de Victoria Adams que por sus habilidades como futbolista. ¿Cómo iba a meterme en los zapatos de Mochedano si esos zapatos eran en realidad unas botas con tacos que yo ni siquiera sabría atar?
Exhalé un resignado suspiro y barrí con la mano los once clips que seguían empeñados en jugar un estático partido virtual sobre el cuaderno; luego me volví hacia el ordenador y tecleé en Google: «Rubén Mochedano». Obtuve más de trece millones de entradas, así que pinché en «páginas de España» y reduje la cifra a ochocientas mil. Una locura. Comencé a abrir páginas al azar, sin prestar mucha atención; de hecho, me sumí en una especie de trance hipnótico, con la mirada fija en las imágenes y los textos que desfilaban por la pantalla, pero la mente en blanco.
De pronto advertí que una de las páginas que acababa de pasar contenía algo distinto. Volví a ella y descubrí que, en efecto, una de las fotos no mostraba a Mochedano vestido de futbolista, sino embutido en un traje de Armani y enlazando el talle de una mujer asombrosamente bella. Según el texto, la estrella del Deportivo de Chamartín mantenía desde hacía meses un apasionado romance con la conocida
top model
española Raquel Tena. Amplié la imagen y examiné a aquella para mí absolutamente desconocida conocida modelo. Era alta, casi tanto como Mochedano, y rubia natural, y tan esbelta como una estatua de Venus. E igual de fría; a pesar de la radiante sonrisa que dibujaban sus labios, los ojos, intensamente azules, parecían dos témpanos de hielo. Era la mirada de una mujer plenamente consciente de su belleza y de los efectos que ésta obraba sobre los demás.
Raquel Tena, pensé, parecía exactamente la clase de mujer capaz de sacar lo peor de un hombre y obligarle a hacer cualquier locura. En fin, puede que sólo sea envidia femenina, pero cada vez que veo a una mujer demasiado guapa tiendo a sospechar que es culpable de algo.
* * *
Cuando concluyó la jornada de trabajo, cogí el
dossier
de Mochedano y me fui directamente a casa. Preparé una cena ligera —ensalada y queso—, puse un CD de Diana Krall en el reproductor y, mientras comía, comencé a leer el
dossier
. Veinte minutos más tarde sonó el teléfono; era mi madre para preguntarme si ya me había comprado el traje para la boda de Almudena. Sentí un escalofrío de terror; no, no lo había comprado, pero si lo confesaba, mi madre se embarcaría en un largo sermón salpicado de reproches. Diría que soy una dejada, que la boda era el miércoles y ya casi no me quedaba tiempo para comprar nada aceptable, que mi vida era un desastre, que me estaba convirtiendo en una ermitaña, que debía cuidar más mi aspecto… Por el contrario, si mentía y le decía que ya había comprado el traje, entonces ella insistiría en que se lo describiera con todo detalle, incluyendo el número de pespuntes, la clase de cremallera y el largo del dobladillo. Cualquiera de las dos opciones, en definitiva, conducía a una larguísima charla en la que no tenía el menor deseo de embarcarme, así que, mientras sostenía el auricular con una mano, utilicé la otra para sacar el móvil del bolso y comencé a manipularlo apresuradamente.
—Todavía no lo he comprado, mamá —dije—; estoy dudando entre dos modelos y no logro decidirme. Pero ya tengo los zapatos, no te preocupes.
—¿Los zapatos? —La voz de mi madre adquirió ecos de censura—. Pero, hija, si la boda es pasado mañana…
Mis dedos volaron sobre el teclado del Motorola hasta que, finalmente, consiguieron activar el tono de llamada.
—Suena el móvil, mamá —la interrumpí, acercando el aparato al auricular para que mi madre oyera bien los timbrazos—. Mañana te llamo. Un beso.
Y colgué. Me había librado por los pelos. Volví a coger el
dossier
, pero no pude leer ni un párrafo, porque, casi sin solución de continuidad, el teléfono sonó de nuevo. Descolgué el auricular temiendo que fuera otra vez mi madre, pero era Hermes para decirme que había localizado a Félix y para preguntarme cuándo quería reunirme con él. Le dije que al día siguiente, en la agencia, a la hora de comer, y nos despedimos. Luego, ya sin más interrupciones, me enfrasqué de nuevo en el
dossier
. Cuando acabé de leerlo, a eso de la medianoche, repasé las notas que había tomado y subrayé algunas.
Mochedano residía en un chalet de La Moraleja, una urbanización de lujo situada al norte de la ciudad, no muy lejos del estadio del Deportivo de Chamartín. Vivía solo; o, mejor dicho, acompañado por tres sirvientes —dos hombres y una mujer—, todos ellos naturales de San Bernardino, el pueblo natal del jugador.
Antes de reunirme con Félix tenía que echar un vistazo a la casa, así que incluí esa visita en el primer lugar de mi lista mental de tareas; luego me fui a la cama y dormí de un tirón toda la noche.
Al día siguiente me levanté a las siete, media hora antes de lo habitual, y tras asearme, vestirme y tomarme un café, monté en mi viejo Citroen y puse rumbo a La Moraleja. El tráfico era un puro atasco, de modo que tardé casi una hora en llegar y veinte minutos más en encontrar la casa de Mochedano.
Estaba situada en un extremo de la urbanización, frente a un bosquecillo de pinos, y no era un chalet, sino un palacete hipermoderno, una construcción de tres plantas rodeada por un extenso jardín y una valla metálica tapizada de arizónicas que impedía vislumbrar el interior. No se veía a nadie por los alrededores. Aparqué a unos cincuenta metros de distancia y caminé lentamente en torno a la casa. Tenía dos salidas: la principal, junto al portalón del garaje, y otra, sólo peatonal, justo al lado opuesto, en la calle paralela. Eso era un problema, porque dificultaría la vigilancia, y también resultaba problemático el hecho de que, por culpa de la valla, desde ningún lugar de la calle podían divisarse el jardín y la casa.
Contemplé el bosquecillo que marcaba el límite de la urbanización y advertí que, a unos ciento cincuenta metros de distancia, se alzaba una pequeña colina, así que eché a andar hacia ella, maldiciendo interiormente la mala idea que había tenido al ponerme aquella mañana unos Chie Mihara de tacón alto que ahora me hacían tropezar cada dos pasos. Remonté con dificultades la ladera de la loma y, al llegar a la cima, miré en derredor. Premio: desde allí podían verse con toda claridad una esquina del jardín y la parte superior de la casa. Además, los árboles que me rodeaban eran lo suficientemente frondosos como para ocultar la presencia de cualquiera que se apostase en la colina.
Saqué del bolso unos pequeños binoculares y examiné la residencia de Mochedano a través de la doble lente. En realidad, no había una, sino tres construcciones: en primer término, el edificio principal, ahora silencioso y solitario; al fondo, una casa de dos plantas mucho más pequeña —probablemente destinada a la servidumbre—, y a la derecha, un garaje rectangular, como una caja de cerillas tumbada. Detrás del garaje había una piscina cubierta con una lona y, un poco más allá, una pista de tenis. Con ayuda de los gemelos, examiné el perímetro de la residencia y comprobé que había una serie de cámaras de vigilancia y sensores térmicos distribuidos a lo largo de toda la valla. Aquel lugar era una pequeña fortaleza.
De pronto, la puerta de la casa de servicio se abrió y un hombre cubierto con un mono azul salió al exterior. Debía de ser uno de los empleados colombianos; tras frotarse las manos, cogió una pala y comenzó a cavar un hoyo cerca de unos parterres. Consulté el reloj: eran las nueve y veinte, tenía que irme. Desandé a trompicones el camino de regreso al asfalto y me aproximé al Citroen; antes de entrar en él, bajé la vista y me miré los pies. La caminata por el bosque había cubierto mis preciosos Chie Mihara de polvo y rozaduras.
No sé por qué, una oleada de desolación se abatió sobre mí y, al mismo tiempo, sentí un desagradable cosquilleo en la boca del estómago, como si la suciedad que cubría mis zapatos fuera una especie de mal presagio. Durante unos segundos me quedé inmóvil, con la mirada fija en los pies, embargada por una inexplicable aprensión; finalmente, sacudí la cabeza, entré en el coche y arranqué.
* * *
El estadio del Deportivo de Chamartín —llamado Augusto Berenguer en homenaje a un antiguo presidente del club— se hallaba a las afueras de Madrid, al comienzo de la carretera de Burgos, no muy lejos de La Moraleja. El aparcamiento general estaba cerrado, así que estacioné en el de visitantes y me dirigí al edificio de oficinas que, como una prolongación del estadio, se alzaba en la parte trasera. Tras mostrarle mi documentación al guardia que vigilaba la entrada, una azafata me condujo a un despacho en cuya puerta una placa rezaba: «Director de Seguridad». Dentro me aguardaba Emilio Santamaría.
Debía de rondar los cuarenta y cinco años de edad; había engordado un poco desde la última vez que nos habíamos visto, cinco o seis años atrás, y también había perdido pelo, pero aún conservaba el aspecto fornido y amenazador de un luchador profesional. Estaba en mangas de camisa, con el primer botón desabrochado y la corbata suelta; cuando entré en el despacho, se levantó del sillón que ocupaba frente a un escritorio metálico y, sin esbozar siquiera una leve sonrisa, me estrechó la mano; luego me invitó a sentarme frente a él.
—Así que ya no eres policía —dije tras unos segundos de silencio.
Emilio encogió levemente sus hombros de gorila.
—No he dejado el cuerpo; sólo he pedido la excedencia —respondió—. Vázquez paga mejor.
—Me alegro de que te vaya bien.
—Tú tampoco puedes quejarte; el año pasado te vi en la tele. Eres famosa.
—Oh, sí, tuve mis tres minutos de gloria en los telediarios, pero al día siguiente ya nadie se acordaba de mí.
—No es eso lo que he oído —replicó él—. Por lo que me han contado, desde entonces tu agencia va de puta madre.
—Bueno, supongo que conseguí un poco de publicidad gratuita. Por cierto, te agradezco que le dieras buenas referencias mías a Vázquez.
Volvió a encogerse de hombros.
—Dicen que eres una profesional cojonuda.
Le dediqué una sonrisa y pregunté:
—¿También le hablaste de Gonzalo?
Emilio desvió la mirada, súbitamente incómodo.
—Le dije a Vázquez —respondió— que si Gonzalo trabajaba contigo no te contratase. —Me miró fijamente, como retándome a negar lo que iba a decir—. Fuimos compañeros durante años, Carmen; le conozco bien. Tu marido no es de fiar.
—Ex marido —le corregí sin perder la sonrisa—. Y te quedas corto: Gonzalo es un hijo de puta. —Sacudí la cabeza—. No sólo me abandonó, Emilio; también me estafó, así que pierde cuidado porque lo último que haría en este mundo es trabajar con él. O dirigirle la palabra, si vamos a eso.
Emilio respiró hondo y dejó escapar el aire bruscamente.
—Ya —dijo—. Pero las mujeres sois muy gilipollas con los hombres. Siempre elegís lo peor.
Se produjo un largo silencio. De pronto, recordé que Emilio estaba casado, incluso pude evocar con claridad los rasgos de su esposa, una mujer menuda y vivaracha, bastante más joven que él, pero no logré acordarme de su nombre.
—Bueno, vamos a lo nuestro —dijo Emilio, dando un palmetazo sobre la mesa—. Vázquez me ha pedido que colabore contigo en lo que quieras, así que tú dirás.
Hice un último esfuerzo por recordar el nombre de su esposa y pregunté:
—¿Conoces a Rubén Mochedano?
—A él y a toda la plantilla —asintió.
—¿Cómo es?
—Raro —contestó al instante.
—¿En qué sentido?
Emilio alzó las cejas y dudó unos segundos, como si no estuviera muy seguro de la respuesta.
—Es callado y tímido —repuso al fin—. También es muy correcto, la leche de educado; siempre llama de usted al mister y a los directivos, incluso a mí mismo. Cualquiera diría que es un tipo tranquilo, pero… a veces se le cruzan los cables. Por ejemplo, hace un par de meses, jugando un partidillo, Alonso le hizo una entrada un poco dura y Rubén le dio un puñetazo. Los separaron y, al día siguiente, Rubén se disculpó con Alonso; en fin, ahí acabó la cosa, pero en aquel momento, en medio de la bronca, la mirada de Rubén me acojonó. Tenía los ojos inyectados en sangre, era como si quisiera matar a alguien; parecía un salvaje.
—¿Y eso le sucede con frecuencia?