Carmen Hidalgo es una detective de 35 años, moderna, independiente y con mucho sentido del humor, que dirige su propia agencia con más discernimiento que su vida personal, siempre al borde del desastre. La acción comienza cuando le encargan investigar el caso de un futbolista colombiano de un equipo de primera división que, al parecer, está siendo extorsionado por alguien que sabe un secreto inconfesable de su pasado. A pesar de no tener ni la menor idea de fútbol, Carmen pone en juego su excepcional sentido común y llama en su ayuda a un "selecto" equipo de secundarios para resolver el misterio.
Una novela policíaca fresca, original y contemporánea, con una protagonista muy poco corriente que encantará sobre todo al público femenino.
César Mallorquí
El juego de Caín
ePUB v1.0
Pachi6915.08.12
Título original:
El juego de Caín
César Mallorquí, 2008.
Diseño portada: Manuel Calderón
Editor original: Pachi69 (v1.0)
ePub base v2.0
Este libro está dedicado a Marta José Álvarez, Pepa,
mi enemiga, mi amiga, mi amante, mi compañera,
mi Imelda Marcos, mi refugio.
Demasiado grande es mi culpa para que pueda soportarla.
Tú me echas hoy de sobre la faz de la tierra, y de tu presencia
habré de esconderme. Andaré fugitivo y errante por la tierra,
por lo que cualquiera que me encuentre, me matará.
Génesis 4, 13-14.
Nunca me ha interesado el fútbol; apenas conozco sus reglas y sólo he presenciado un partido en mi vida. Sin embargo, podría contarte un par de cosas que desconoces acerca de este deporte. Tampoco creo en las apariciones, pero una noche vi asesinar a un hombre y, poco después, le vi caminando entre los vivos, aunque estaba condenadamente muerto. No obstante, lo más increíble de todo es que jamás había oído hablar de Rubén Mochedano. De acuerdo, sí, seguro que tú le conoces; era una estrella, ya lo sé, un as del fútbol. Pero yo no tenía ni idea de quién se trataba hasta que me confiaron la tarea de descubrir su secreto. Porque Rubén Mochedano ocultaba algo, un misterio, un acertijo cuya resolución trajo una tormenta de odio, celos, engaños, traiciones, muerte y dolor. ¿Quieres que te cuente su historia? Aunque, claro, puede que te preguntes quién soy yo para contarte nada…
Si un día, caminando por la calle, te cruzaras conmigo, no te molestarías en dedicarme un segundo vistazo; si fueras un hombre, no volverías la cabeza para mirarme el culo ni me sonreirías como un zorro hambriento, y si fueras una mujer, no prestarías atención al traje de Zara, ni al abrigo de El Corte Inglés, ni al bolso de Mango, ni a las mechas que me aclaran la media melena, ni a mi maquillaje Max Factor. Aunque, si eres observador, si sueles prestar atención a los detalles, puede que entonces te fijes en mis pies y adviertas que en ellos hay algo distinto, un elemento discordante entre tanta vulgaridad. Los zapatos. Quizá sean de Farrutx, o Mascaró, o Dolce Gabbana, da igual, la cuestión es que serán tan caros, sofisticados y elegantes que a lo mejor comienzas a sospechar que no soy exactamente lo que parezco.
¿Y qué parezco? Un ama de casa, una secretaria, la cajera de una mercería, una camarera, una maruja de clase media, una funcionaría de Correos, cualquier cosa menos lo que soy en realidad. Esa falsa impresión no se debe sólo al
atrezzo
; también contribuye, y no poco, mi aspecto físico: mido un metro sesenta y siete de estatura, tengo treinta y cinco años, el pelo castaño, los ojos tan castaños como el pelo, la cara ovalada, el culo algo más grande de lo que a mí me gustaría y al menos cuatro kilos de más. No, nadie me pagaría por contornearme a lo largo de una pasarela.
Bueno, ya sabes lo que parezco; ¿quieres saber lo que de verdad soy? Soy Carmen Hidalgo, la ignorante que jamás había oído hablar de Rubén Mochedano.
Un momento, ya que vamos a estar juntos durante muchas páginas será mejor que no haya secretos entre nosotros: «Hidalgo» ocupa en realidad el tercer puesto en mi lista de apellidos. Los dos primeros son López y Corral, así que me pareció mejor usar el segundo apellido de mi padre. A fin de cuentas, «Hidalgo» tiene empaque y resalta en las páginas amarillas cuando buscas la sección dedicada a las agencias de detectives.
Ya está, ya lo he dicho; eso es lo que soy: la propietaria de una agencia de detectives llamada investigaciones Hidalgo. Bonito nombre, ¿verdad? Un nombre del que te puedes fiar, un nombre sólido y grande. De hecho, el nombre de mi negocio es mucho más grande que el negocio en sí mismo. La agencia está situada en la Gran Vía de Madrid, cerca de la Plaza de España, y ocupa un local de ochenta escasos metros cuadrados en la tercera planta de un edificio de oficinas. Aparte de mí, sólo hay otras dos personas en nómina: Gabriel Ramos, secretario, recepcionista y telefonista, y Hermenegildo Astray, alias
Dosdedos
, más conocido como Hermes, una herencia de mi desaparecido esposo y también uno de mis mejores amigos. Además, cuento con diversos colaboradores ocasionales a tiempo parcial. Aparte de mi familia, por supuesto.
Ahora volvamos a Rubén Mochedano. Por increíble que parezca, jamás había oído hablar de él hasta aquella mañana de comienzos de primavera, cuando llegué a la oficina y me encontré con una llamada telefónica esperándome…
Pasaban unos minutos de las nueve y media cuando crucé el umbral de Investigaciones Hidalgo. Llegaba tarde, y no sólo porque fuera lunes —los lunes funciono más despacio—, sino también por las, ay, excesivas copas que había consumido la noche anterior y que ahora se abatían sobre mí como una plaga bíblica en forma de dolor de cabeza y estómago revuelto.
—Buenos días, señora Hidalgo —me saludó Gabriel desde detrás de su mesa de trabajo.
Gabriel Ramos tenía veintitrés años, medía un metro ochenta de estatura y poseía el rostro y el cuerpo de un héroe griego. Llevaba año y medio trabajando para mí; antes, su puesto lo ocupaba Ramona Fernández, una cincuentona insoportable —también herencia de mi marido— que nunca hizo el menor esfuerzo por disimular lo mal que le caía yo. Y eso que soy un encanto. Un buen día, afortunadamente, decidió dejarme plantada, ocasión que aproveché para sustituirla por lo que siempre había soñado.
En las películas americanas, los detectives privados tienen, invariablemente, secretarias despampanantes; así pues, ¿por qué no podía tener yo el equivalente masculino de esas muñecas siliconadas? La respuesta a mis plegarias la encontré en Gabriel, el hijo de una vecina de mi prima Adela, un joven estudiante de Derecho adicto al gimnasio, la versión vallecana del Apolo de Belvedere. Da gusto mirarlo. Además, sé que podría acostarme con él en cuanto quisiera; no porque Gabriel haya dado jamás la menor muestra de interés en ese sentido —es demasiado educado para siquiera planteárselo y yo demasiado mayor que él para estimularle lo suficiente—, sino porque la profunda veneración que me profesa le haría saltar como un cachorro obediente sobre mi lecho en cuanto yo chasquease los dedos. Pero no lo haré, claro, nunca chasquearé los dedos, jamás le pediré que visite mi cama. No obstante, me hace sentir bien saber que podría hacerlo.
—Hola, Gabriel —respondí intentando componer una sonrisa—. ¿Ha llegado Hermes?
El Apolo de Belvedere negó con la cabeza.
—Está en los archivos del Ayuntamiento, buscando datos para el caso Intasa.
No tenía ni la más remota idea de qué demonios era el «caso Intasa». Asentí con un leve cabeceo y, mientras echaba a andar hacia mi despacho, pregunté:
—¿Hay café?
—Le he dejado una taza sobre la mesa, pero debe de haberse enfriado. Le serviré otra.
—Déjalo. Necesito cafeína, no calorías.
Abrí la puerta y me dispuse a refugiar mi resaca en la intimidad del despacho, pero Gabriel me contuvo:
—Han llamado preguntando por usted. —Consultó un bloc de notas y agregó—: Luisa Cebrián, la secretaria de don Ignacio Vázquez de Olmedo.
¿Vázquez de Olmedo…? Aquel nombre era muy familiar, pero me dolía tanto la cabeza que tardé unos segundos en ponerle cara.
—¿El constructor? —dije al fin.
Gabriel me miró como un niño pillado en falta.
—Me parece que también es constructor, sí… —musitó—. Pero sobre todo es el presidente del Deportivo de Chamartín.
De nuevo tardé unos segundos en procesar la información. Deportivo de Chamartín. Un club de fútbol.
—¿Qué quería?
—No lo ha dicho. Ha dejado un número de teléfono para que la llamáramos en cuanto usted llegara.
Luchando contra las brumas de la resaca, logré que mis neuronas se coordinaran durante unos instantes.
—¿Esa secretaria llamaba en nombre del Ignacio Vázquez constructor o del Ignacio Vázquez presidente de club? —pregunté.
—No lo sé, lo siento… —repuso Gabriel, sonrojándose.
Pobre, debía de pensar que me estaba decepcionando, así que me las arreglé para mantener a raya la jaqueca y dedicarle una sonrisa.
—No importa, Gabriel. ¿El número que te ha dejado es de un móvil o de un fijo?
—Un fijo.
—Entra en Internet y averigua quién es el titular de ese teléfono. Cuando lo sepas, me llamas.
Entré en el despacho, me senté frente al escritorio y conecté el ordenador. Mientras la pantallita azul de Windows se formaba en el monitor, apuré de un trago el café que Gabriel había dejado sobre mi mesa; estaba frío y amargo, pero me sentó bien. Dejé la taza a un lado, me incliné sobre el teclado e, invocando a san Google, escribí «Ignacio Vázquez de Olmedo» y pulsé
enter
.
En menos de un segundo obtuve 788 000 abrumadores resultados. Según el breve muestreo que realicé, la mayor parte de ellos hacían referencia a su calidad de presidente deportivo, aunque también había muchos relacionados con su actividad empresarial. Abrí una de las páginas web de deportes y comencé a leer un artículo sobre el C.F. Deportivo de Chamartín, pero, a causa de mi profundo desconocimiento acerca del noble mundo del balompié, no tardó en antojárseme demasiado críptico, así que abandoné la lectura sin sacar en claro más que el Deportivo de Chamartín iba segundo en la liga, a dos puntos de distancia del Real Madrid.
El teléfono que descansaba a mi derecha gorgojeó alegremente.
—Ya lo he averiguado, señora Hidalgo —dijo Gabriel desde el otro lado de la línea y de la puerta—. El número está a nombre de Contratas y Obras Públicas, S. A.
—Buen trabajo. Ahora, ponme con tu amiga.
Tras unos segundos de pausa, Gabriel preguntó con voz vacilante:
—¿Qué amiga, señora Hidalgo?
Ayayayay, pero qué inocentemente literal era ese muchacho.
—La secretaria de Vázquez —le aclaré con bendita paciencia—. Luisa no-sé-qué.
—Cebrián —apuntó él.
—Eso. Ponme con ella.
Mi fiel y apolíneo secretario apenas tardó un minuto en pasarme la llamada.
—Soy Carmen Hidalgo —dije—. Tengo entendido que quería hablar conmigo…
—Así es, señora Hidalgo —respondió una voz de mujer, tan inexpresiva que parecía artificial—. Soy Luisa Cebrián, asistente personal de don Ignacio Vázquez de Olmedo. Mi llamada se debe a que el señor Vázquez de Olmedo desea entrevistarse con usted; hoy mismo si es posible. ¿Lo es?