Authors: César Vidal
—¿De verdad piensa usted que Jesús habría provocado una revuelta? —le interrumpí—. La verdad, no creo que alguien que predicaba que había que perdonar a los enemigos y orar por los perseguidores...
—Usted no vivió en esa época —cortó el judío.
Estuve tentado de decirle que tampoco él, pero opté por mantenerme callado. ¿Qué sentido tenía discutir con un loco? Pero ¿por qué tardaba tanto Shai?
—El Nazareno... bueno, no. Tiene usted razón. No creo que él lo hiciera, pero ¿y los que lo vitoreaban y le pedían a gritos que los salvara? Ésos eran como un montón de paja seca ante la que se pasea uno con una antorcha en la mano. Y además, no se trataba sólo de los judíos. Estaban también los romanos... los romanos eran gente extraña. No necesitaban razones para hacer algo. Tenían sus propios planes y los llevaban a cabo por encima de cualquier circunstancia.
—Pero si, como usted dice, los romanos hubieran deseado aplastarlos por... alguna razón desconocida, Jesús no les hacía ninguna falta.
—Ya, ya, ya... pero... pero insisto en que usted no vivió en esa época —me volvió a decir y yo opté por guardar silencio—. Y nadie sabe lo que habría podido pasar si no lo hubieran detenido.. . Bueno, el caso es que el día siguiente a la Pascua, el que viene después de la cena de celebración, Poncio Pilato, el gobernador romano, condenó a Jesús a ser crucificado.
—Si no recuerdo mal, porque las autoridades del Templo se lo habían entregado antes —dije con un tonillo de voz un tanto impertinente.
—Sí. Es cierto, pero ya le digo que yo estaba convencido de que no tenían otro remedio. Quiero decir que si Roma no hubiera limitado el poder del Sanhedrín, éste no sólo habría detenido a Jesús sino que además lo habría condenado y después ejecutado la sentencia. Pero no tenía esa posibilidad... estaba obligado a entregarlo a los romanos para que le dieran muerte.
—Para que le dieran muerte... —repetí con cierto retintín, pero si el judío lo captó, aparentó no haber escuchado nada y prosiguió con su relato.
—Aquella mañana, me dirigí al trabajo como cualquier otro día. Las fiestas duran lo que duran y no deben prolongarse innecesariamente. Llevaba ya un buen rato ocupado con una pieza muy especial, un anillo que debía entregarle a un pariente de un sacerdote que pertenecía a la familia de Caifás, cuando escuché un sonido raro en la calle.
—¿Un sonido raro?
—Sí. Algo extraño. Era como un gemido, un gemido que no se acababa y que iba aumentando poco a poco. En un primer momento, se lo confieso, pensé que se trataba de un animal que agonizaba, pero, a medida que fue creciendo, me di cuenta de que aquel ruido sólo podían emitirlo gargantas humanas. Si se ha encontrado usted en alguna situación parecida, sabrá que no es fácil saber cómo comportarse...
—No sé si lo entiendo.
—Por supuesto que sí. Por un lado, uno siente que debería salir para brindar ayuda a quien la necesite, pero, por otro, la prudencia nos dice que puede tratarse de la trampa de unos facinerosos, de un peligro que hay que eludir por el bien de los nuestros; en fin, de multitud de cosas que convierten en desaconsejable el asomar las narices.
—Ya...
—Si dice «ya» de esa manera es porque quizá nunca se ha visto en situación semejante —comentó molesto el judío y yo decidí no discutir con él—. Pero el caso es que yo sí que salí a la calle. Quería ver de dónde procedía aquel gemido. Miré a la derecha y nada y entonces, al dirigir la vista hacia la izquierda, distinguí a algunas mujeres. No supe al principio de quién se trataba, pero, de, pronto... bueno, no pude evitar un escalofrío. Eran... eran las que acudían a acompañar a los condenados a la cruz. Se trataba de gente buena, piadosa, que, siguiendo una de nuestras tradiciones más acendradas, sólo pretendía confortar a los reos en sus últimos momentos, pero creo que no tendré que explicarle por qué su visión me resultó... desagradable. Iban llorando y no crea que actuaban como meras plañideras. No. Sollozaban de todo corazón. Con sentimiento. Con una pena que no podían contener en el pecho y que les brotaba, transformada en lágrimas, por unos ojos enrojecidos. «Traen a Jesús, me dijo un hombre que se había adelantado unos pasos. El que decía que era el mesías.» Escuchar aquellas palabras y sentirme envuelto por la angustia fue todo uno. Pero lo peor estaba por llegar. Si el contemplar a las mujeres me había resultado desagradable, el contemplar... a Jesús... bueno, eso, me cortó la respiración.
El judío guardó silencio a la vez que bajaba la cabeza. Me percaté de que había comenzado a respirar con dificultad, como si llevara ahora sobre los hombros un fardo voluminoso.
—Yo había visto en otras ocasiones a los reos de la pena de cruz —dijo con una voz apenas audible—. Por regla general, llevaban algún corte, algún moratón, alguna contusión fruto de su prendimiento o de su paso por las mazmorras. Por lo demás, su aspecto no solía ser especialmente malo, pero aquel Jesús... nunca lo había visto con anterioridad, pero no pude evitar preguntarme qué era lo que habían encontrado en él los que lo habían seguido. A decir verdad, no se podía hallar nada que lo hiciera atractivo a la vista. Era como una raíz raquítica que emergiera de un trozo de tierra seca. La cara parecía una masa sanguinolenta. Sanguinolenta y... y babosa...
—¿Cómo dice?
—Mire, aquel rostro... aquel rostro mostraba cuajarones de sangre seca, sí... bueno, le habían clavado un yelmo de espinas en la cabeza y la sangre debía de haber brotado en abundancia, pero además... además... bueno, el detalle es asqueroso, pero me dio la sensación de que le habían escupido a placer y los restos de los salivazos se podían advertir más que de sobra.
—Entiendo.
—Y además... bueno, llevaba la ropa adherida al cuerpo. Eso no era tan raro porque, en circunstancias como ésas, los reos sudaban a mares, pero es que aquel hombre... bueno, los regueros que se percibían bajo sus vestimentas no eran de sudor, sino de sangre. Imaginé que lo habían azotado hasta hartarse y que luego le habían arrojado por encima sus vestiduras, vestiduras que, como era de esperar, se habían quedado pegadas. En fin, era comprensible que aquellas buenas mujeres lloraran porque incluso yo, que no sentía ningún aprecio por él, me quedé impresionado al verlo. Entonces... entonces...
El judío abrió la boca, pero de ella no surgió el menor sonido. Tuve la impresión de que las palabras se le habían quedado atascadas en la garganta como si se tratara de una cañería obstruida que no permite el paso del agua. Boqueó una, dos, tres veces y, por primera vez en todo aquel rato, sentí miedo. Aquel sujeto era un desequilibrado, de eso no me cabía la menor duda, pero esa circunstancia innegable no impedía que experimentara un profundo sufrimiento si creía todos los disparates que relataba. Le coloqué la mano sobre el hombro intentando que se calmara, pero él, como si lo hubiera tocado un hierro al rojo, dio un respingo y se apartó. De un salto, se puso en pie y comenzó a caminar ante mí, a un ritmo febril, de izquierda a derecha. Daba unos pasos, tres, cuatro o cinco y describía una media vuelta para repetir la operación en la dirección opuesta. Todo ello sin dejar de hablar ni un solo instante.
—Se paró apenas a unos metros de mi tienda. Sí, estaba a una distancia como de aquí a... a ahí. No crea que más. Y entonces. .. entonces dirigió la mirada hacia aquellas mujeres y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí. Llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que dirán: Dichosas las estériles y los vientres que no llegaron a concebir y los pechos que no dieron de mamar. Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros, y a los collados: Tapadnos. Porque si con el árbol que es verde hacen esto, ¿qué no harán con el seco?».
El judío se detuvo un momento, me miró y dijo:
—¿Se da usted cuenta? Estaba a un paso de que lo clavaran a una cruz romana y se le ocurrió decir a aquellas mujeres que lo suyo no era nada comparado con lo que le esperaba a nuestro pueblo. Y lo peor fue el comentario final: «Si con el árbol que es verde hacen esto, ¿qué no harán con el seco?».
—¿Cómo interpreta usted esas palabras? —pregunté intrigado.
—¿De verdad, no lo entiende? El, Jesús, era el árbol verde, el que daba fruto, el sano, el mesías y, a pesar de todo eso, a la vista estaba dónde iba a terminar. Por lo tanto, que se fuera preparando el resto del pueblo que era estéril espiritualmente con la que se le vendría encima. ¿Lo comprende? Estaba anunciando el juicio de Dios sobre nosotros. ¡El! ¡El que tanto daño podía habernos causado a todos! ¡El que podía haber arruinado nuestra vida con sus pretensiones absurdas e injustificadas! Comprenda usted que al escuchar aquellas palabras, me sintiera indignado. Sí, indignado. Pero ¿cómo se podía ir a la muerte con esa... prepotencia? Le confieso que, por un instante, me olvidé del lamentable estado en que se encontraba para solamente sentir irritación.
Se detuvo el judío y respiró hondo. Fue casi como si se encontrara a punto de llegar al final de una cuesta y necesitara todo el resuello posible para rematar la empresa.
—Entonces aquel hombre, Jesús, dio unos pasos y se acercó a mí. La distancia era escasa. Supongo que por eso los romanos no vieron nada extraño en su comportamiento. Debieron pensar que tan sólo continuaba el camino hacia el lugar de la ejecución. Bueno, el caso es que llegó a mi altura y me dijo: «¿Podrías darme un poco de agua mientras descanso en tu puerta?».
Experimenté en ese instante la sensación de conocer el resto de la historia, pero se trataba todavía de una impresión demasiado vaga como para identificarla con certeza. ¿Dónde había escuchado antes una narración semejante? ¿Dónde?
—¿Se da cuenta? ¡Me pidió agua! ¡Mientras descansaba a la puerta de mi negocio! ¡No! ¡Ni hablar! ¡Nada de eso! Aquel hombre era un farsante, un impostor, un miserable, ¿y pretendía que yo le diera agua? ¿Quería que le dejara descansar a mi puerta? No, no, no, no.... Le miré y le dije: «Márchate de aquí». Creo... creo que incluso acompañé mis palabras con algún gesto de la mano para que no cupiera ninguna duda.
—¿Y qué pasó entonces? —pregunté aunque estaba casi seguro de conocer la respuesta.
—El... el Nazareno me miró. Me miró muy fijamente. No estaba irritado conmigo, eso tengo que reconocerlo. No. Parecía más bien apenado. Sí, eso es. Sus ojos... sus ojos despedían una tristeza inmensa. Como si experimentara un dolor insoportable, pero no estuviera dispuesto a que se le escapara una lágrima o un gemido. Y entonces me dijo: «Yo descansaré dentro de poco, pero tú..., tú seguirás vagando por este mundo hasta que yo regrese».
No pude reprimir una sonrisa. Aquel loco no se creía uno de los primeros discípulos de Jesús, pero tampoco pensaba que era un simple contemporáneo. En realidad, estaba convencido de ser el judío errante.
—¿Así que es usted el judío errante? —dije con el mismo tono de desaprobación de la madre que ha descubierto al niño hartándose de dulces a escondidas.
—Es una de las formas como me han llamado a lo largo de los siglos —respondió con un aplomo extraordinario.
Aquella contestación, por el fondo y por la forma, constituía una prueba más de que me hallaba frente a un loco que —sólo Dios lo sabía— podía resultar incluso peligroso. Ante el descubrimiento de una demostración más de su insania, podía haberse irritado o, por el contrario, haberse afianzado en sus afirmaciones delirantes. Era obvio que había optado por lo segundo.
—Me podría haber quedado en mi comercio durante todo el día. Trabajo la verdad es que no me faltaba. Sin embargo... sin embargo, decidí seguir al Nazareno en su camino hacia el suplicio. Fue un camino lento y pesado. Llevaban también con él a otros dos, que eran malhechores, para que les dieran muerte y cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera, le crucificaron allí, y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.
El judío suspiró y se pasó la mano sobre la boca en un gesto cuya intencionalidad no terminé de entender.
—Estaba solo, ¿sabe? Muy solo. Quiero decir que aquel hombre debía de haber tenido seguidores, pero... no, ninguno estuvo con él cuando llegó al lugar de la Calavera. Mientras le arrancaban las ropas y lo tendían sobre la cruz, observé que decía algo, pero no pude entenderlo. ¿Rezaba? ¿Se encomendaba a Dios? No llegué a captarlo. Sea como sea, lo clavaron a la cruz con una precisión escalofriante. Era obvio que los romanos conocían de sobra su oficio. Actuaron con la misma facilidad con que un carnicero hubiera cortado una pierna de cordero o un costillar. Luego lo levantaron ejecutando una serie de movimientos que dominaban a la perfección. Imagino que usted no habrá tenido nunca la oportunidad de ver alguna crucifixión...
—Gracias a Dios, no —respondí sin poder evitar un escalofrío de horror.
—Mejor. Mucho mejor. Se trata de un espectáculo verdaderamente espantoso. La cruz se levanta desde tierra y se queda hincada en un hoyo. Por unos instantes, el madero se bambolea y el reo se mueve con él. Sólo que está clavado y ese vaivén provoca que los clavos se muevan a través de su carne. Estoy seguro de que el dolor tiene que resultar insoportable. De hecho, los delincuentes crucificados con el Nazareno lanzaron unos alaridos capaces de helar la sangre en las venas.
—No lo dudo —dije con un hilo de voz.
—Jesús no se quejó. De eso me acuerdo muy bien. Tuvo que ser espantoso, no me cabe duda, pero ni gritó ni maldijo. Y entonces, cuando lo dejaron allí, colgando entre el cielo y la tierra... bueno, no se lo va a creer, los mismos que lo habían clavado, se sentaron a unos pasos de la cruz y se pusieron a jugarse la ropa del Nazareno a los dados. Como lo oye. A los dados.
—«Y repartieron entre sí sus vestidos, echando suertes» —dije—. Si no recuerdo mal, se trata de una cita del Salmo 22, un texto que habla de los sufrimientos que experimentaría el mesías.
El judío reprimió un respingo, pero no respondió a mis palabras. Por el contrario, continuó el relato mientras clavaba la mirada en un lugar que yo no alcanzaba a ver.
—Poco a poco, comenzó a aparecer gente. El pueblo, sí, ese pueblo que siempre está encantado de salir a la calle para observar los horrores más atroces, se puso a mirarlo. Comentaban algo en corrillos, movían la cabeza, sacudían la mano... en fin, lo normal. Recuerdo incluso que a mi lado pasó un personaje... ¿cómo le diría yo? No era un artesano, desde luego. Sin duda, se trataba de alguien principal. Bueno, el caso es que cuando estaba a mi altura, le oí que decía: «A otros salvó; que se salve a sí mismo, si éste es el mesías, el escogido de Dios». Y los soldados... Quizá pensaban que no bastaba con haberse quedado con sus ropas sino que además tenían que sacarle un tiempo de diversión a aquella muerte. El caso es que se le acercaban y se reían de él e intentaban que bebiera vinagre. Recuerdo que incluso uno de ellos le gritó: «Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Sí, como lo ha oído, el rey de los judíos. De hecho, habían colocado sobre él un título escrito con letras griegas, latinas y hebreas que decía: ÉSTE ES EL RE Y DE LOS JUDÍOS. Por lo que se refiere a mí, cuando escuché el tono de sorna con que lo llamaba «rey de los judíos» no pude más y emprendí el camino de regreso a casa.