Authors: César Vidal
Por un instante, me pareció que el lugar en el que me encontraba había cobrado vida. Hubiera asegurado que la Cúpula de la Roca, empeñada en no dejarse calcinar por los rayos del sol, había temblado como si respirara. Sin duda, había debido tratarse de un efecto óptico relacionado con el calor. Respiré hondo y me dirigí al judío.
—Perdón —dije desconcertado—. No sé si lo he entendido correctamente. ¿Pretende usted decirme que el Apocalipsis y todo lo que cuenta sobre... sobre la Bestia salvaje, y Babilonia la grande y... y todo lo demás es algo del pasado?
—Sí —respondió el judío con una sonrisa—.Así es. En su inmensa mayoría.
—La verdad... no sé qué decirle. Cuesta creerlo. Tenga en cuenta que durante casi dos mil años...
—Durante casi dos mil años —me interrumpió el judío, algo irritado—- exegetas que no estuvieron allí, pasan por alto lo que cuenta ese libro para dedicarse a escribir fantasías sobre un futuro que no resulta jamás como ellos han anunciado. Fíjese tan sólo en las personas que, con seguridad, iban a ser el Anticristo. A ver... Atila, por supuesto... Mahoma, claro está, Napoleón, sin duda... y luego Mussolini, Hitler, Stalin... No. Se equivocan al interpretar así el libro. Créame.
—Le escucho —dije y crucé los brazos con resignación.
—Verá. Cuando llegué a Éfeso, ya tenía prácticamente reunido el peculio suficiente como para comprar mi emancipación. La esclavitud... bueno, la esclavitud era muy variada en el Imperio romano. Había, por supuesto, pobres infelices que iban a parar a las minas de azufre y que podían darse por afortunados si sobrevivían más de un trimestre y, por supuesto, también estaba el caso de aquellas desgraciadas a las que convertían en meretrices hasta que se les caía el cuerpo a pedazos de tanto ser usadas como un trapo cuya única misión fuera la de limpiar inmundicias. Pero, sí, existía un gran pero: la ley también permitía recuperar la libertad si se reunía el dinero suficiente para pagarla. Un esclavo avispado, con un buen oficio, con habilidad suficiente tenía muchas posibilidades de acabar siendo libre y eso fue, precisamente, lo que pasó conmigo. No puede usted imaginarse ni de lejos lo que significa verse libre después de décadas de esclavitud. De repente, descubres que lo que habías tenido hasta ese momento no es nada comparado con saber que puedes pasear, levantarte, sentarte o reírte cuando te apetece y entonces hasta los actos más triviales se ven cubiertos de un halo de belleza que nunca hubieras podido imaginar.
Miré con atención al judío. No me cabía duda de que se trataba de un loco y en aquellos momentos su trastorno mental le estaba llevando a experimentar una alegría enorme, inmensa, desbordante que se filtraba por los ojos y por los labios, y que no consideré prudente interrumpir.
—Éfeso era una ciudad... ¿cómo le diría yo? Extraordinaria, incomparable, casi prodigiosa. Es verdad que la idolatría impregnaba casi todo y que todos andaban rindiendo culto a la diosa virgen.
—¿A Artemisa?
—Sí. A Artemisa. Pero, a pesar de todo, la ciudad habría aguantado muy bien la comparación con Londres, con París o con Viena. Además, había muchos judíos. Ya lo creo que los había, y se habría quedado usted de una pieza al ver cuántos de ellos habían combatido en la guerra contra Roma, se habían visto reducidos a la esclavitud y ahora habían recuperado la libertad. Me consta que la gente piensa que los judíos somos como un bloque de granito. Unido, sólido y sin fisuras. Puedo asegurarle que no existe nada más alejado de la realidad. A decir verdad, siempre que se producen graves crisis nos dividimos, pero esto no debería sorprender a nadie porque es lo que sucede con todos los grupos humanos. Bien. La experiencia de la derrota y de la esclavitud y de Éfeso también nos había fragmentado. Algunos habían decidido diluirse en medio de aquel océano de goyim, resentidos con un Dios que no los había ayudado a salir antes de sus angustias y amarguras; otros, por el contrario, se habían vuelto más religiosos y acudían con frecuencia a la sinagoga. Incluso estaban los que sumaban a la religión el ocultismo y se cargaban de amuletos y fórmulas mágicas para sobrevivir en aquel mundo que había demostrado sobradamente su crueldad; por supuesto, no podían faltar los que intentaban hallar alivio a su ansiedad confiando en el mesías. En Éfeso, no pocos de los nuestros habían terminado incluso por engrosar las filas de los seguidores del Nazareno. Estaban convencidos de que tanto desastre no era sino una prueba de que era el mesías verdadero y de que no nos quedaba sino esperar desgracias sin cuento hasta que nos percatáramos de ello y actuáramos en consecuencia. Uno de ellos era un personaje llamado Yohanan. Ante todo, debo decirle que era un hombre bueno y piadoso. Cumplía con los preceptos de la Torah con una fidelidad realmente intachable y nadie hubiera podido afirmar lo contrario, pero, como ya le he dicho, tenía una peculiaridad: la de creer, nada más y nada menos, que el Nazareno era el mesías. Mantenía yo cierta relación con él y, quiero insistir en ello, salvo esa circunstancia, nunca pude señalar algo indigno en su conducta. Pero un día se me presentó con un texto escrito en griego. Quería que lo leyera y k diera mi opinión. Le pregunté, naturalmente, de qué se trataba Y me dijo que era una obra compuesta unos años antes de la guerra que habíamos librado contra Roma. No me ocultó, todo hay que decirlo, que su autor era uno de los nuestros que creía en el Nazareno. No le sorprenderá a usted que no me apeteciera mucho entregarme a aquella lectura. Por aquel entonces todavía no me había aficionado a ese hábito y la idea de tragarme aquel texto no me tentaba, pero el hombre era tan suave en sus maneras, tan correcto en su trato y tan persuasivo en sus palabras que lo acepté. Se trataba, como usted habrá sospechado ya, del Apocalipsis.
—Sí —reconocí—. Pensaba en algo así.
—Bien —prosiguió el judío—. El caso es que el inicio del libro, que se refería a un tal Juan que estaba en la isla de Patmos recluido por seguir al Nazareno, no me pareció muy sugestivo, pero no tardé en darme cuenta de que su estructura estaba magníficamente trabada. Primero, una presentación en la que Juan recibía la revelación como si fuera uno de los profetas; luego, venían unos mensajes entregados a las comunidades de los seguidores del Nazareno en Asia Menor y luego se iniciaba la revelación sobre acontecimientos que debían suceder en breve. Subrayo lo de en breve, porque, obviamente, el autor del texto no podía considerar como tal lo que llegara a acontecer en el siglo xxi. Pero a lo que íbamos, pasado ese preámbulo, el texto comenzaba a mencionar al Nazareno, al que se presentaba como mesías. Claro que eso era lo de menos. Lo impresionante era que el Nazareno aparecía como un mesías descrito bajo el aspecto de un cordero sacrificado. Aquel mesías extraño abría los siete sellos y la historia comenzaba un devenir que, insisto, debía tener lugar dentro de poco. Me consta que las referencias a sellos, a copas, a plagas no resulta fácil de entender para muchos, pero, poco a poco, el mensaje contenido en ese texto me resultó claro, diáfano, incluso obvio.
—¿Y cuál era, a su juicio? —pregunté nada convencido de que lo que acababa de escuchar.
—Es fácil —respondió el judío—. El mesías había muerto molado como un animal inocente con la intención de que su sangre como antaño la de los sacrificios del Templo, limpiara nuestros pecados. Eso era innegable. Sin embargo, la narración no terminaba ahí. Satanás, el adversario de Dios, había lanzado contra los seguidores del mesías dos fuerzas claramente definidas. Una era una mujer con apariencia de prostituta que se apoyaba sobre siete colinas y la otra era una bestia con siete cabezas que simbolizaban a siete reyes.
—Sí, la Gran Ramera y la Bestia —reconocí el simbolismo.
—Naturalmente, mi primer interés fue identificar a aquellos seres simbólicos. ¿Quién podía ser la prostituta? El texto decía que se trataba de una ciudad, de una ciudad grande, por más señas, pero ¿cuál? En un primer momento, pensé en Roma. Ya sabe, el color escarlata, apoyada en siete colinas..., pero no tardé en percatarme de que me equivocaba.
—¿No era Roma? —pregunté sorprendido.
—Ni por aproximación —zanjó tajante el judío— y además el propio texto lo aclaraba al decir que en esa gran ciudad habían dado muerte al mesías. Tenía, por lo tanto, que ser Jerusalén.
—¿Y las siete colinas? —pregunté no del todo convencido.
—Las siete colinas no son la ciudad —me dijo el judío gesticulando con las manos como si me estuviera revelando un secreto trascendental— sino el apoyo sobre el que se sustenta la prostituta para cometer sus fechorías incluida la muerte del mesías. Ahora bien, piense usted y dígame, ¿a quién entregaron las autoridades de Jerusalén al Nazareno para que lo crucificaran? ¿Quién fue su ayuda esencial?
—Poncio Pilato —exclamé sorprendido.
—Exacto. Para dar muerte al Nazareno se apoyaron en el gobernador enviado por Roma, es decir, por la ciudad que se sustenta en las siete colinas. Una vez que me di cuenta de que Jerusalén, o si usted lo prefiere, las autoridades de Jerusalén, eran la gran ramera comprendí el símil a la perfección. Siguiendo las imágenes ya utilizadas por los profetas como Oseas o Ezequiel, el autor del Apocalipsis estaba diciendo que en lugar de ser fieles a Dios, se habían comportado como una mujer adúltera, como una prostituta. Precisamente por eso, la gran ramera, es decir Jerusalén, iba a ser castigada y ¿por quién? —Según el Apocalipsis, por la Bestia.
—Vuelve usted a acertar. La Bestia se volvería contra la Gran Ramera y la desolaría. Pero ¿quién era la Bestia? Aquí debo confesarle que me resultó muy fácil dar con la respuesta porque, obviamente, sabía que Roma era la nación que había arrasado mi ciudad. Pero además, el autor daba todo tipo de detalles para cualquiera que tuviera un poco de perspicacia. ¿Cuál era el número de la Bestia? El 666. No hacía falta ser un genio para per-catarse de que si se sumaban los contenidos numéricos de las letras de Nerón César, el emperador que reinaba cuando se había iniciado la guerra, el resultado era precisamente 666. En otras palabras, los romanos se iban a lanzar sobre Jerusalén cuando reinara Nerón. Pero ahí no quedaba todo. Fíjese. Si uno lee el Apocalipsis, inmediatamente se percata de que la lucha contra Jerusalén se produciría en etapas. En un primer momento, se llegaría a cercar la ciudad; luego, los enemigos se aproximarían al Templo, pero sin tomarlo; y, por último, el santuario sería hollado por los goyitn. En paralelo, mientras esas desgracias se precipitaran sobre nosotros, nuestra ciudad se iría dividiendo hasta que llegara un momento en que cuatro facciones distintas combatieran entre sí en lugar de enfrentarse con la Bestia. Pues bien, yo había vivido todo aquello. Yo había sido testigo de cómo Roma había caído sobre nosotros y de la manera en que nos habíamos dividido en lugar de plantar cara adecuadamente a sus legiones. Por lo que se refería a la manera en que habían ido ganando palmo a palmo la ciudad hasta arrasar el Templo... bueno, eso prefería no recordarlo, pero lo había sufrido como tantos otros habitantes de Jerusalén. Y todo aquello, según me había dicho aquel hombre, había sido escrito poco antes del estallido de la guerra. Aquellos seguidores del Nazareno habían sido advertidos de que dentro de poco, en breve, enseguida, la ciudad a la que nos íbamos a orar cada día iba a ser arrasada y con ella el Templo que cobijaba. No sólo eso. Además se les había anunciado que sería Roma, la Roma gobernada por Nerón, la Roma que había desencadenado su ira poco antes contra los seguidores del nazareno, el instrumento de la destrucción.
—¿Y usted cree que todo aquello se escribió antes de la guerra del Templo?
—No puedo asegurarlo, por supuesto —respondió el judío encogiéndose de hombros—, pero de lo que no me cabe la menor duda es de que aquellas líneas no hablaban de un futuro lejano, situado a veinte siglos de distancia, sino de un porvenir muy cercano, tan cercano que, apenas unos años después, ya se había convertido en pasado, un pasado que yo había conocido y que podía identificar a la perfección porque los símbolos y las imágenes apenas velaban lo sucedido. Y además...
—¿SÍ?
—Además aquel libro nos llamaba a los judíos a salir de la obediencia a la Babilonia que sería destruida. Se nos instaba a abandonar a las autoridades del Templo, las que se habían apoyado en Roma para lograr la muerte del Nazareno. Sólo así lograríamos salvarnos. ¿Se da cuenta? Todo aquello tenía sentido, ¡y qué sentido!, antes de la destrucción del Templo, pero después... después ¿de qué desastre se nos podía ya salvar? Bueno, el caso es que aquella lectura me turbó profundamente. Podía tratarse de un texto escrito a posteriori, por supuesto, pero si no era así, si la obra se había escrito cuando pretendía... ah, entonces había-naos tenido una advertencia clara de lo que iba a desencadenarse sobre Jerusalén y el Templo y no habíamos sabido aprovecharla a decir verdad, ni siquiera la habíamos conocido.
—Veo que no le convence lo que le cuento... —señaló el judío.
—En realidad, no sé qué decirle —comenté dubitativo—. Su interpretación del Apocalipsis es tan... tan... —¿Tan novedosa?
—Sí, imagino que así se puede decir. Tan novedosa.
—Pues se equivoca. Puede ser cualquier cosa menos novedosa. Yo la sostengo desde hace casi dos mil años. Novedosos, en todo caso, serán los demás.
—Sí —le concedí sonriendo—. Tiene razón. Si es cierto lo que usted cuenta de sí mismo, los novedosos son ellos.
—Por supuesto que lo es —dijo irritado—. Tan cierto como el tiempo que pasé en Éfeso y que resultó magnífico. Sé que le costará creerlo, pero a medida que iban pasando las décadas yo me iba sintiendo mejor. Era como si no dejara de aprender, de fortalecerme, de decantarme y, al mismo tiempo, conservara todas mis facultades.
—Debió de ser una magnífica sensación.
—No le quepa la menor duda —reconoció el judío—. Lo fue. Tanto que me enamoré.
Por un instante, tuve la sensación de que no había captado bien las últimas palabras pronunciadas por mi acompañante. Sin embargo, no formulé el menor comentario.
—Le extraña, ¿verdad? —dijo como si hubiera leído mis pensamientos—. Pues me ha escuchado a la perfección. Me enamoré. Por primera vez.
—Pero... pero... Esther. Sí. Esther. ¿No estuvo usted enamorado de ella?
—Estuve casado con ella. Casado, que no es lo mismo —matizó el judío—. Quise mucho a Esther. Muchísimo. Fue buena, fiel cuidó de mí, me dio hijos... Creo que nunca podré agradecerle lo suficiente sus desvelos, sus preocupaciones, su abnegación y, sí, por supuesto, sufrí lo indecible cuando tanto ella como nuestros hijos desaparecieron de este mundo. Todo eso es cierto, pero, para hablarle con toda sinceridad, nunca estuve enamorado de ella. Ah, ¿se extraña? Claro, ahora la gente tiene unas ideas muy peculiares sobre las relaciones entre un hombre y una mujer y, por añadidura, consideran que sus disparatadas concepciones constituyen un signo de progreso. Déjeme decirle que se equivocan de medio a medio. Sólo están ayudando a destruir lo que han ido logrando varios milenios de sabiduría humana y...