El jardín de los perfumes (47 page)

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Authors: Kate Lord Brown

Tags: #Intriga, #Drama

BOOK: El jardín de los perfumes
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Charles abrió los ojos y miró por la ventanilla del avión. La luz rosada incidió en el cristal cuando el avión viró hacia el aeropuerto de Valencia.

—Solo estaba pensando, Frey. ¿Te acuerdas de cuando intentaron quitarnos a Liberty?

—Nunca lo olvidaré. Jamás.

—Creía que no me perdonarías nunca por decir que la habían matado.

Freya le cogió la mano. Se acordó de cómo Charles se había presentado un día en Cornwall. Ella había ignorado tanto sus cartas como sus llamadas. Había caminado hacia ella por la playa de Bamaluz, azotado por el viento. Se habían quedado de pie, mirándose, mientras Liberty jugaba chapoteando en las olas, ignorante de lo que sucedía. Ella había dado el primer paso y se habían abrazado. Su extraña familia se había reunido bajo un cielo sofocante, deslumbrante.

—Fue hace mucho tiempo. —Miró la costa española y el mar reluciente a lo lejos.

—Estuve sentado, pensando en el bautizo y en Delilah presentándose. Pensando en Rosa y en que lo peor que puede pasarle a una madre es perder a su hijo.

Freya sacudió la cabeza.

—Vamos, Charles. Te falta un tornillo. —Le apretó la mano—. La maldición de los Del Valle. ¿En eso piensas? Eres demasiado sensible para eso.

Miró a su hermana.

—Sabes lo inestable que es. El último intento falló, pero… —Charles frunció el ceño—. Quizá tendríamos que habérselo dicho a Emma.

—No quise preocuparla. Tiene muchas cosas de las que ocuparse.

Freya miró por la ventanilla cuando el avión aterrizó.

—No creí que Delilah tuviera las narices de presentarse, pero después de hablar con Em anoche, tengo una sensación espantosa…

Charles notaba su preocupación y le palmeó la mano.

—No te preocupes. Para nosotros es demasiado tarde, pero no para Emma. —Apoyó la cabeza en el respaldo y contempló las familiares montañas. Se acordaba de Gerda, de Hugo.

—¿Dónde se han ido todos estos años, Charles? —dijo Freya, nostálgica.

—Si al menos hubiéramos… Si al menos… Puedes pasarte la vida pensando en las posibilidades. No existe eso de vivir para siempre felices. Existe la conformidad, con suerte. Pero la felicidad, la verdadera felicidad, es como una de mis mariposas. Es mareante e improbable, y la encuentras cuando menos te lo esperas. —Parpadeó y miró a Freya—. Se va demasiado pronto.

Freya le apretó la mano.

—No si la coges por las alas.

Delilah arrastró la última maleta hasta el coche. Oyó sonar el teléfono dentro de la casa, entró de nuevo y cerró la puerta.

—Casa de los Temple —dijo.

—Delilah, ¿eres tú?

—Bueno, Frey, qué alegría oírte.

—¿Qué haces ahí?

—De hecho me marcho. Emma ha firmado los documentos.

—¿Está Emma?

Delilah volvió la cabeza cuando oyó la llave en la cerradura.

—No.

Sole empujó el cochecito por la puerta.

—Perdone, señora. He olvidado el biberón y tiene hambre.

—¡Eres una parásita, Delilah! Siempre lo has sido. Le chupas la sangre a todos y a todo.

—Erre que erre. Pareces un disco rayado, Freya. —Se acercó a Sole y cogió a la niña. Joseph se puso a llorar.

—¿Es Joseph? —dijo Freya—. ¿Por qué lo ha dejado solo contigo Emma? —Delilah sonrió cuando notó el pánico de Freya—. Vete. Ya tienes todo lo que querías.

—Por una vez, ¿te das cuenta?, estás completamente en lo cierto.

—Me ha colgado. —Freya y Charles salieron de la terminal de llegadas al intenso sol.

—Emma tiene el teléfono apagado. —Charles hizo una mueca mirando su móvil—. Ojalá dejara de hacer eso. ¿Cuántas veces se lo he dicho? Bueno, seguiremos intentándolo. Tenemos que advertírselo.

Freya miró hacia atrás, impaciente.

—Venga, Charles. —Le hizo señas a un taxi con el bastón—. El enemigo está a las puertas. —Se puso la capa al hombro—. Nuestra niña nos necesita. Tenemos que detener a Delilah. No lo soportaría si algo le pasara al hijo de Emma.

64

CUENCA, marzo de 2002

La carretera de Cuenca atravesaba las colinas y subía hacia las montañas. La tierra era roja y ocre en contraste con el cielo azul, como la arena y la sangre de una plaza de toros. Conduciendo se relajaba. Era feliz de estar con Luca, de viajar en silencio sabiendo que tenían por delante toda la mañana.

Estacionaron a las afueras de la ciudad y cruzaron el puente de piedra hacia el acantilado. Las casas colgaban de las rocas, con los balcones de madera asomados al abismo.

—En verano los campos de los alrededores están llenos de girasoles —le dijo Luca—. Todas las corolas miran al sol en perfecta formación y van girando a lo largo del día.

—Me encantaría verlo. Y me encantaría alojarme en ese parador. —Miró el hermoso hotel antiguo.

—También hay uno en los terrenos de la Alhambra, en Granada. —Luca la guio hacia el puente—. Nunca me he alojado en él, pero cada vez que voy a los jardines y veo a la gente… —Dudó antes de proseguir—. A las parejas. Siempre me ha parecido muy…

—¿Romántico?

—Sí.

Luca la llevó por una estrecha callejuela de detrás de la catedral de Cuenca.

—Esto es muy distinto de Valencia, ¿no?

—Completamente.

Emma miraba los muros antiguos y oscuros, percibía las sombras, las reliquias del interior. Se estremeció.

—Todavía no me he acostumbrado a la sensación que da España de oscuridad y luz.

—Sol y sombra. Eso es lo que somos.

—Para serte sincera, la sombra sigue dándome bastante miedo.

—A lo mejor te atrae.

Se detuvieron delante de una puerta de madera y llamaron. Emma oyó unos pasos que se acercaban por un suelo de piedra y la puerta se abrió.

—Concepción —dijo Luca, inclinándose para abrazar a una mujer diminuta vestida de negro.

—Luca, Luca —dijo ella, cogiéndole la cara entre las manos—. Mírate. ¿sigues trabajando tanto? ¿Cuándo vas a sentar cabeza y tener unos cuantos niños que trabajen para ti?

—Concepción, ella es mi amiga Emma. Emma, Concepción Santos.

—Entrad. —Se apartó para que entraran a su taller.

La puerta se cerró a su espalda y la penumbra y el aroma de sándalo y especias los envolvieron. Un gato negro sedoso se puso a hacer ochos entre los tobillos de Emma.

—Así que tú también eres perfumista —le dijo Concepción a Emma.

—La familia de Emma es de Valencia —intervino Luca—. Su abuela era de Granada, del Sacromonte. Era amiga de mi abuela.

Las dos mujeres se estrecharon la mano.

—¿Y qué vas a producir? Mi hijo me ha enseñado tu empresa en el ordenador. Parece muy moderna, muy centrada en el envasado y los envoltorios.

—Todo eso se acabó —dijo Emma—. He usado el órgano de fragancias de mi madre, pero quiero construir uno mío por primera vez. Quiero las esencias naturales propias de esta tierra. —Emma se acordó del duende, de algo que surgía de la tierra: un espíritu, una pasión. Aquella era la magia que quería para su obra.

—No será fácil. —Frunció los labios—. Van a decirte que usar ingredientes naturales no es nada sencillo.

—Empezaré con fórmulas simples, tal vez de colonias florales.

Concepción chasqueó la lengua.

—Valencia no es el lugar adecuado para las flores. Las mejores son de Sicilia y de Andalucía.

—Emma ya lo sabe. Podemos ayudarla con parte de las nuestras provenientes del sur —terció Luca.

—Desde luego, tendré que usar ingredientes del mundo entero, en perfumería siempre ha sido así, y si todo sale bien, la producción tendrá que ser a gran escala. Pero quiero que la empresa esté afincada aquí. De momento, voy a concentrarme en hacer fragancias a medida.

—Así se hacía en los viejos tiempos —dijo Concepción—. Antes de que hubiera productos sintéticos. Me alegro de que el perfume regrese a lo natural. Quizá se vuelva más holístico de nuevo.

—Y cuando la cosa arranque, ¿volverás a viajar tanto? —le preguntó Luca a Emma.

—No. Antes el resultado fue un desastre. Contrataré a alguien joven que quiera estar viajando todo el tiempo. Yo me quedaré en casa y haré aquello para lo que sirvo.

—Crear perfume, hacer el amor y tener niños.

Concepción se rio.

—Bueno, miradme a mí. Tengo casi noventa años y me he pasado la vida haciendo lo que me gusta. —Se acercó a Emma y le susurró con ironía—: ¿Sabes? En la Alhambra, las concubinas de los harenes comían almizcle para que cuando hacían el amor su sudor estuviera perfumado. Puedo darte algunas antiguas recetas. —Le palmeó la mano y les hizo señas a ambos para que la siguieran.

Emma tuvo la sensación de que había pasado alguna clase de prueba. Mientras caminaban por el pasillo escasamente iluminado, notó que la temperatura bajaba. Era como entrar en una ladera, dentro de una cueva.

Concepción abrió una puerta y encendió unas luces suaves.

—Te agradezco que me dejes ver tu estudio… —empezó a decir Emma, pero se quedó muda cuando entró en la habitación. Las ventanas estaban cubiertas por cortinas de terciopelo rojo oscuro. Tenía ante sí una mesa de caoba enorme, con estantes llenos de botellitas de vidrio, cada una con una etiqueta escrita a mano, algunas con el dorado del tapón gastado—. ¡Oh, esto es fabuloso! —Se sentía de nuevo como cuando de niña iba a la tienda de la esquina todos los sábados con Charles a escoger un cuarto de kilo de caramelos de los tarros de vidrio. Centenares de viales de perfume, extractos, absolutos y esencias relucían a su alrededor—. Nunca había visto… ¿Lo llamáis un órgano en España también? En comparación el mío parece de aficionada. —Se volvió y, cuando los ojos se le acostumbraron a la penumbra, vio que la pared del fondo estaba cubierta de estantes con botes llenos de hierbas y líquidos.

—En mi familia llevamos siglos trabajando con fragancias —le dijo Concepción—. Mis antepasados eran de Arabia: creaban perfumes para el sultán Boabdil en la Alhambra.

—Me parece que algunos de estos frascos son de la época de Boabdil —dijo Luca, riendo.

Concepción pasó la mano con cariño por la madera de la mesa de trabajo.

—Creo que llamarlo «órgano» es acertado. Cuando creas un gran perfume, es como si oyeras una melodía transformándose en sinfonía. Compones un aroma. Es como música.

—Me queda mucho por aprender —dijo Emma, girando despacio sobre sí misma.

—No hay prisa. Todos los grandes perfumes son obra de años de trabajo.

—Eso solía decir mi madre.

La cara de Concepción se ensombreció.

—Ya no queda nadie en mi familia interesado por esto. Soy la última. —Hizo un gesto con la mano abarcando la pared del fondo—. Algunos de estos ingredientes llevan macerándose años. Como sucede con el vino, algunas cosechas y algunos años son mejores que otros. Mira todo lo que quieras —dijo, y los dejó solos.

—Es maravilloso. —Emma se inclinó a leer las etiquetas. «Ámbar gris —pensó—. Claro»—. Algunos frascos son antiquísimos. Este parece de cristal veneciano.

—Concepción es como mi abuela, nunca tira nada —dijo Luca—. Desde la guerra, me parece que creen que ya perdieron demasiado.

—¿Sabes? Cuando estudié en Grasse, memoricé tres mil olores —le dijo Emma—. Creo que hay algunos aquí completamente desconocidos para mí. —Abrió un vial y aspiró el aroma—. Solo hay unos cientos de aromas naturales. Esos son los que me interesan ahora.

—¿Eso no te limita?

Emma negó con la cabeza.

—El perfume tiene sus raíces en la naturaleza, y las combinaciones son prácticamente infinitas. Me encanta. Mamá decía siempre que el aceite es el alma de una planta, de una flor. El perfume era sagrado para ella.

—¿Y tú estás de acuerdo? —Luca sonreía viendo lo excitada que estaba. Se apoyó en el taburete alto, junto a la mesa—. ¿Cuál es este?

—Cierra los ojos. —Cuando se le acercó y su muslo le rozó la rodilla, abrió ligeramente un ojo. Ella dejó la botella y se desenrolló la bufanda roja del cuello. Le cubrió la nariz y los labios—. Inspira —le dijo—. Esto te aclarará la nariz, la paleta. No digas nada —le susurró, respirando junto a su oreja—. Confía en mí. Emma le acercó la botella—. Ahora, ¿a qué huele?

—A sándalo —dijo Luca.

—Este es fácil.

Él se rio, inseguro.

—Muy bien. —Emma cogió un frasco de la mesa y midió una pequeña cantidad que echó en alcohol. Se volvió y Luca notó sus caderas cerca de él. Cada ruido, cada aroma le aceleraba más la sangre en las venas—. Ahora dime: ¿qué es?

Él inhaló.

—Una especia. —Un aroma de madera cálida lo embriagó—. ¿Canela o clavo? —Estiró los brazos hacia ella sin abrir los ojos y encontró su cintura.

—Muy bien, excelente —murmuró Emma. Se puso a trabajar rápidamente y él oyó el característico tintineo de los frasquitos de cristal cuando manejaba los viales y le palpó la curva de la espalda mientras preparaba la fragancia.

—¿Qué haces? —Era consciente de su respiración, de los latidos de su corazón. Le llegaban fragmentos de fragancia como las notas de una melodía: lavanda, madera de naranjo, azahar, cuero… algo que no sabía lo que era, como tierra húmeda de lluvia.

—¡Paciencia! —le dijo ella, riendo.

Oyó un último tintineo del cuentagotas y abrió los labios cuando le llegó el perfume: piel cálida, aire veraniego, sexo.

—No huelo más que…

—A ti —dijo Emma. Le cogió la mano, y le puso un poco de perfume en la cara interna de la muñeca y se la masajeó con el pulgar—. ¿Qué te parece?

Luca se llevó la mano a la nariz, todavía en la de ella, y aspiró. Sus sentidos se reavivaron, se sintió como si despertara tras un sueño prolongado. Emma le aflojó la bufanda.

—Me parece que eres una maga. —Le cogió la cara con ambas manos, cerró los ojos y la besó. A su alrededor, fue como si el aire se dilatara cuando sus labios se tocaron. La bufanda cayó al suelo, hacia la oscuridad, cuando se abrazaron. Él murmuraba su nombre mientras le besaba el cuello, con las manos en su pelo, y ella le acariciaba los hombros y la espalda—. ¿Qué le has puesto a eso? —Sonrió, conteniendo el aliento.

—Es un secreto.

Emma oyó los pasos de Concepción en el pasillo y se volvió hacia la mesa para escribir algo en una etiqueta que pegó al vial. Emma le puso el tapón mientras Luca la atraía hacia sí. La besó, con un beso como nunca había experimentado. Él sintió que se entregaba sin ningún temor. La puerta se abrió y se apartó, sin aliento.

—¡Oh, me gusta! —Concepción se les acercó con una bandeja en la que llevaba un decantador con jerez y copas que tintineaban en la penumbra—. Muy masculino. Muy… —Los miró a ambos con chispitas en los ojos—. Me recuerda un poco Peau d’Espagne.

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