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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (111 page)

BOOK: El invierno del mundo
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A Volodia le iba todo muy bien. Sus espías de Berlín le estaban proporcionando una información secreta muy valiosa. Le habían dado el plan de batalla de la principal ofensiva alemana del verano, la Operación Ciudadela, y el Ejército Rojo le había infligido una gran derrota.

Zoya también era feliz. La Unión Soviética había retomado la investigación nuclear, y Zoya formaba parte del equipo que intentaba diseñar una bomba. Los científicos occidentales les llevaban una buena ventaja por culpa del retraso fruto del escepticismo de Stalin, pero a cambio estaban recibiendo una ayuda valiosísima de los espías comunistas de Inglaterra y Estados Unidos, incluido el viejo amigo de escuela de Volodia, Willi Frunze.

Zoya regresó a la cama.

—Cuando nos conocimos, parecía que no te gustaba demasiado —dijo Volodia.

—No me gustaban los hombres en general —contestó ella—. Y siguen sin gustarme. La mayoría son un hatajo de borrachos, matones y estúpidos. Tardé un poco en darme cuenta de que eras distinto.

—Gracias, creo —dijo Volodia—. ¿Tan malos somos los hombres?

—Mira a tu alrededor. Mira tu país.

Se estiró por encima de ella para alcanzar la radio de la mesita de noche. Aunque había desconectado el dispositivo de escucha que había detrás del cabecero, toda precaución era poca. Cuando la radio se calentó, empezó a sonar una marcha interpretada por una banda militar. Convencido de que nadie podía oírlos, Volodia retomó la conversación.

—Piensas en Stalin y Beria. Pero no se mantendrán en el poder eternamente.

—¿Sabes cómo cayó en desgracia mi padre? —preguntó Zoya.

—No. Mis padres nunca lo han mencionado.

—Hay un motivo por el que no lo han hecho.

—Cuéntamelo.

—Según mi madre, en la fábrica donde trabajaba mi padre se celebraron unas elecciones para elegir el diputado que debía representarlos en el Sóviet de Moscú. Se presentó un candidato bolchevique y un menchevique, y mi padre asistió a un mitin de este para escucharlo. No era partidario de los mencheviques y tampoco los votó, pero todos los que asistieron al mitin fueron despedidos y al cabo de unas semanas detuvieron a mi padre y lo trasladaron a la Lubianka.

Se refería a la cárcel y al cuartel general del NKVD, situado en la plaza Lubianka.

—Mi madre fue a ver a tu padre para suplicarle ayuda y él la acompañó de inmediato a la Lubianka. Rescataron a mi padre, pero fueron testigos del fusilamiento de doce obreros.

—Es horrible —dijo Volodia—. Pero fue Stalin…

—No, esto sucedió en 1920 y en aquel entonces Stalin tan solo era un comandante del Ejército Rojo que luchaba en la guerra polaco-soviética. Era Lenin quien mandaba.

—¿Eso ocurrió con Lenin?

—Sí. De modo que ya ves, no son únicamente Stalin y Beria.

La opinión de Volodia sobre la historia comunista se vio alterada considerablemente.

—Entonces, ¿qué es?

Se abrió la puerta.

Volodia cogió la pistola que tenía en el cajón de la mesilla de noche.

Sin embargo, la persona que entró era una chica vestida, a juzgar por lo que veía a simple vista, únicamente con un abrigo de piel.

—Lo siento, Volodia —dijo la chica—. No sabía que tenías compañía.

—¿Quién coño es? —preguntó Zoya.

—¿Cómo has abierto la puerta, Natasha? —preguntó Volodia.

—Me diste una llave maestra que abre todas las puertas del hotel.

—¡Aun así podrías haber llamado!

—Lo siento. Solo he venido a darte las malas noticias.

—¿De qué se trata?

—He ido a la habitación de Woody Dewar, tal y como me pediste, pero no he conseguido nada.

—¿Qué has hecho?

—Esto. —Natasha se abrió el abrigo y les mostró su cuerpo desnudo. Tenía una figura voluptuosa y una exuberante mata de vello púbico.

—De acuerdo, ya me lo imagino, cierra el abrigo —dijo Volodia—. ¿Qué te ha dicho él?

Natasha cambió al inglés.

—Se limitó a decir: «No». A lo que yo he preguntado: «¿A qué te refieres con no?». Y él ha dicho: «Es lo contrario de sí». Entonces ha aguantado la puerta abierta hasta que me he ido.

—Mierda —dijo Volodia—. Tendré que pensar en otra cosa.

II

Chuck Dewar supo que se avecinaba tormenta cuando el capitán Vandermeier entró en la sección de territorio enemigo en mitad de la tarde, con el rostro sonrosado tras un almuerzo regado con cerveza.

La unidad de inteligencia de Pearl Harbor se había ampliado. Antiguamente llamada Estación HYPO, ahora la habían bautizado con el grandilocuente nombre de Centro Conjunto de Inteligencia, Área del Océano Pacífico, o JICPOA, según sus siglas en inglés.

Vandermeier llegó acompañado de un sargento de la armada.

—Eh, vosotros dos, capullitos de alhelí —dijo Vandermeier—. Tenéis una queja de un cliente.

La operación había crecido, todo el mundo se había especializado, y Chuck y Eddie se habían convertido en expertos de levantar mapas del territorio en el que estaban a punto de aterrizar las fuerzas estadounidenses mientras se abrían camino isla a isla, por todo el Pacífico.

—Este es el sargento Donegan. —El marino era muy alto y parecía duro como un rifle. Chuck supuso que Vandermeier, con sus problemas de sexualidad, se sentía turbado.

Chuck se puso en pie.

—Encantado de conocerlo, sargento. Soy el suboficial jefe de marina Dewar.

Chuck y Eddie habían obtenido sendos ascensos. A pesar de que miles de reclutas se alistaban en el ejército estadounidense, había escasez de oficiales, y los hombres que se habían alistado antes de la guerra y que eran lo suficientemente avispados ascendían con rapidez. Ahora Chuck y Eddie podían vivir fuera de la base y habían alquilado un pequeño piso juntos.

Chuck le tendió la mano, pero Donegan no se la estrechó.

Chuck se sentó de nuevo. Tenía un rango ligeramente superior al de un sargento, y no iba a mostrarse cortés con alguien que lo trataba de forma grosera.

—¿Puedo hacer algo por usted, capitán Vandermeier?

Un capitán podía atormentar a un suboficial de la armada de diversas maneras, y Vandermeier las conocía todas. Ajustaba la lista de turnos para que Chuck y Eddie nunca tuvieran el mismo día libre. Calificaba sus informes con un «adecuado», aun sabiendo que todo lo que estuviera por debajo de «excelente» era, en realidad, un punto negativo. Enviaba mensajes confusos a la oficina de nóminas para que recibieran el sueldo con retraso o de una cantidad inferior a la que les correspondía y se vieran obligados a pasar varias horas deshaciendo el entuerto. Era un tipo verdaderamente insoportable. Y ahora se le había ocurrido una nueva forma de complicarles la vida.

Donegan se sacó del bolsillo una hoja de papel mugriento y la desdobló.

—¿Eres el responsable de esto? —preguntó con tono agresivo.

Chuck tomó la hoja de papel. Era un mapa de Nueva Georgia, una isla de las islas Salomón.

—Déjeme echarle un vistazo —dijo. Era obra suya, y lo sabía, pero quería ganar un poco de tiempo.

Se acercó a un archivador y abrió un cajón. Sacó la carpeta de Nueva Georgia y cerró el cajón con la rodilla. Regresó al escritorio, se sentó y abrió la carpeta. Contenía una copia del mapa de Donegan.

—Sí —dijo Chuck—. Es mío.

—Bueno, pues he venido a decirte que es una mierda —le espetó Donegan.

—¿Ah, sí?

—Mira, aquí. Según tu mapa, la selva llega hasta el mar cuando, en realidad, hay una playa de cuatrocientos metros de ancho.

—Lo lamento.

—¿Lo lamentas? —Donegan había bebido tanta cerveza como Vandermeier y tenía ganas de pelea—. Cincuenta de mis hombres murieron en esa playa.

Vandermeier eructó y dijo:

—¿Cómo pudiste cometer un error así, Dewar?

Chuck se estremeció. Si era el responsable de un error que había provocado la muerte de cincuenta hombres, merecía que le gritaran.

—Este es el material con el que tuvimos que trabajar —dijo. La carpeta contenía un mapa impreciso, tal vez victoriano, de las islas, y una carta de navegación más reciente que mostraba las profundidades del mar pero que no incluía las características del terreno. No había ningún informe elaborado sobre el terreno ni mensajes de radio descifrados. La única información más que contenía la carpeta era una fotografía de reconocimiento aéreo en blanco y negro y borrosa. Al señalar con el dedo el punto relevante de la fotografía, Chuck dijo—: Sin duda parece que los árboles llegan hasta el agua. ¿Hay marea alta? Si no, quizá la arena estuviera cubierta de algas cuando se tomó la fotografía. Las algas aparecen y desaparecen de forma muy rápida.

—Serías más riguroso si fueras tú el que tuviera que luchar en el terreno.

Quizá era cierto, pensó Chuck. Donegan era agresivo, maleducado y, además, Vandermeier se estaba encargando de incitarlo con toda la malicia del mundo, pero eso no significaba que estuviera equivocado.

—Sí, Dewar —terció Vandermeier—. Quizá ese mariquita amigo tuyo y tú tendríais que acompañar a los marines en la siguiente misión. Para comprobar cómo se usan vuestros mapas.

Chuck estaba intentando pensar en una réplica ingeniosa cuando se le ocurrió que quizá podía tomarse la sugerencia al pie de la letra. Tal vez debía ver un poco de acción. Era fácil adoptar un actitud displicente protegido tras un escritorio. La queja de Donegan merecía ser tomada en serio.

Sin embargo, si seguía adelante pondría en riesgo su vida.

Chuck miró a Vandermeier a los ojos.

—Me parece una buena idea, capitán —dijo—. Me gustaría ofrecerme voluntario para una misión.

Donegan se quedó sorprendido, como si empezara a pensar que tal vez había evaluado mal la situación.

Eddie abrió la boca por primera vez.

—A mí también me lo parece y quiero ir.

—Muy bien —dijo Vandermeier—. Regresaréis más sabios, o no regresaréis.

III

Volodia fue incapaz de emborrachar a Woody Dewar.

Sentados en el bar del hotel Moskvá puso un vaso de vodka delante del joven norteamericano.

—Te gustará —le dijo con un acento inglés de colegial—, es el mejor.

—Muchas gracias —dijo Woody—. Te lo agradezco. —Y no tocó el vaso.

Woody era alto, larguirucho y tan honrado que casi parecía ingenuo, motivo por el que Volodia lo había elegido como objetivo.

—¿Es Peshkov un apellido común en Rusia? —preguntó Woody a través del intérprete.

—No especialmente —contestó Volodia en ruso.

—Soy de Buffalo, una ciudad en la que hay un empresario muy famoso llamado Lev Peshkov. Me pregunto si sois familiares.

Volodia se sobresaltó. El hermano de su padre se llamaba Lev Peshkov y había emigrado a Buffalo antes de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, la prudencia lo hizo actuar con precaución.

—Tendría que preguntárselo a mi padre —dijo.

—Estudié en Harvard con el hijo de Lev Peshkov, Greg. Podría ser tu primo.

—Es posible. —Volodia miró con nerviosismo a los espías de la policía que había en la mesa. Woody no entendía que cualquier vínculo con alguien de Estados Unidos podía convertir en sospechoso a un ciudadano soviético—. Mira, Woody, en este país se considera un insulto que alguien rechace una bebida.

Woody sonrió con amabilidad.

—En Estados Unidos no —replicó.

Volodia cogió su vaso y miró a los policías secretos que fingían ser funcionarios y diplomáticos.

—¡Un brindis! —dijo—. ¡Por la amistad entre Estados Unidos y la Unión Soviética!

Los demás levantaron los vasos. Woody hizo lo propio.

—¡Por la amistad! —repitieron los presentes al unísono.

Todos bebieron salvo Woody, que dejó el vaso sin haber probado el vodka.

Volodia empezaba a sospechar que no era tan ingenuo como parecía.

Woody se inclinó sobre la mesa.

—Volodia, tienes que entender que no conozco ningún secreto. Tengo un rango demasiado bajo.

—Yo también —dijo Volodia, lo cual distaba mucho de ser verdad.

—Lo que intento decirte es que puedes preguntarme lo que quieras. Si sé la respuesta, te la diré. Eso puedo hacerlo porque todo lo que sé no puede ser un secreto, de modo que no es necesario que me emborraches ni que me envíes prostitutas a la habitación. Puedes preguntármelo directamente.

Volodia creía que era una especie de truco. Nadie podía ser tan inocente. Sin embargo decidió seguirle la corriente a Woody. ¿Por qué no?

—De acuerdo —dijo—. Necesito saber qué queréis. No tú personalmente, claro, sino tu delegación, el secretario Hull y el presidente Roosevelt. ¿Qué esperáis obtener de esta conferencia?

—Queremos que apoyéis el Pacto Cuatripartito.

Era la respuesta esperada, pero Volodia decidió insistir.

—Eso es lo que no entendemos. —Ahora era él quien se mostraba ingenuo, quizá más de lo que debía, pero el instinto le decía que debía arriesgarse y abrirse un poco—. ¿A quién le importa un pacto con China? Lo que tenemos que hacer es derrotar a los nazis en Europa. Queremos que nos ayudéis a lograrlo.

—Y lo haremos.

—Eso decís, pero también afirmasteis que invadiríais Europa este verano.

—Bueno, invadimos Italia.

—Con eso no basta.

—Francia el año que viene. Lo hemos prometido.

—Entonces, ¿de qué os sirve el pacto?

—Bueno. —Woody hizo una pausa para ordenar sus pensamientos—. Tenemos que demostrarle al pueblo norteamericano que invadir Europa beneficiaría sus intereses.

—¿Por qué?

—¿Por qué qué?

—¿Por qué tenéis que explicárselo a la gente? Roosevelt es el presidente, ¿no? ¡Tendría que limitarse a dar la orden y listo!

—El año que viene hay elecciones y quiere que lo reelijan.

—¿Y?

—El pueblo norteamericano no lo votará si cree que ha implicado al país en la guerra de Europa de forma innecesaria. De modo que quiere transmitir el mensaje de que la intervención militar forma parte de un plan general para lograr la paz mundial. Si firmamos el Pacto Cuatripartito, para demostrar que nuestro apoyo a la Organización de las Naciones Unidas va en serio, entonces es más probable que los votantes norteamericanos acepten que la invasión de Francia es un paso más del camino para conseguir la paz mundial.

—Es increíble —dijo Volodia—. ¡Roosevelt es el presidente y, sin embargo, tiene que estar inventándose excusas continuamente para justificar todo lo que hace!

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