Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
El criado abrió la puerta.
—La señorita Frieda no está en casa, pero no tardará en volver —anunció—. Ha ido a KaDeWe a comprarse unos guantes. El señor Werner está en la cama con un fuerte resfriado.
—Esperaré a Frieda en su habitación, como siempre.
Carla se quitó el impermeable y se dirigió al piso de arriba con el bolso. Una vez en la habitación de Frieda, se descalzó, se tendió en la cama y se dispuso a leer el plan de combate de la Operación Ciudadela. Estaba más tensa que la cuerda de un arco, pero se sentiría mejor cuando hubiera entregado el documento robado.
Oyó unos sollozos en la habitación contigua, lo cual le sorprendió, puesto que se trataba del dormitorio de Werner. A Carla le costaba imaginar al engolado don Juan llorando.
No obstante, era indudable que se trataba de un hombre, y que intentaba en vano ahuyentar la pena que sentía.
Contra su voluntad, Carla se compadeció de él. Se dijo que alguna muchacha peleona debía de haberle dado calabazas, y, probablemente, con razón. Aun así, no podía evitar responder a aquellas muestras de auténtico dolor.
Saltó de la cama, volvió a guardar el plan de combate en el bolso y salió de la habitación.
Se quedó escuchando junto a la puerta del dormitorio de Werner. Allí los sollozos se oían con mayor claridad. Era demasiado bondadosa para no hacer caso de ellos. Abrió la puerta y entró.
Werner estaba sentado en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos. Al oír que abrían la puerta, levantó la mirada, sobresaltado. Tenía el rostro enrojecido y húmedo a causa del llanto. Se había aflojado el nudo de la corbata y desabrochado el cuello de la camisa. Miró a Carla con expresión de congoja. Estaba abatido, desolado, y se sentía demasiado infeliz para preocuparle quién lo viera.
Carla no podía fingir que no le importaba.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—No puedo seguir con esto —respondió él.
Ella cerró la puerta tras de sí.
—¿Qué ha ocurrido?
—Le han cortado la cabeza a Lili Markgraf, y yo estaba presente.
Carla se lo quedó mirando boquiabierta.
—¿De qué demonios me estás hablando?
—Tenía veintidós años. —Sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la cara—. Ahora corres peligro, pero si te lo cuento será mucho peor.
Carla estaba perpleja y su cabeza no paraba de hacer conjeturas.
—Me parece que ya sé de qué va, pero cuéntamelo —dijo.
Él asintió.
—De todos modos, lo adivinarías pronto. Lili ayudaba a Heinrich a transmitir mensajes a Moscú. Se va mucho más rápido si alguien te ayuda a leer los códigos, y cuanto más rápido vayas, menos posibilidades hay de que te pillen. Pero la prima de Lili pasó unos cuantos días en su casa y encontró el libro de códigos. Puta nazi.
Esas palabras confirmaban las sospechas que tenían a Carla estupefacta.
—¿Sabes lo de los espías?
Él la miró con una sonrisa irónica.
—Los dirijo yo.
—¡Dios santo!
—Por eso tuve que abandonar el asunto de los niños asesinados. Moscú me lo ordenó. Y tenían razón. Si hubiera perdido el trabajo en el Ministerio del Aire, habría dejado de tener acceso a documentos secretos y a personas que podían pasarme información.
Carla necesitaba sentarse. Se apoyó en el borde de la cama, a su lado.
—¿Por qué no me lo contaste?
—Damos por sentado que, bajo tortura, todo el mundo acaba confesando. Si no sabes nada, no puedes delatar a los demás. A la pobre Lili la torturaron, pero solo conocía a Volodia, que ha regresado a Moscú, y a Heinrich, y no sabía su apellido ni ninguna otra cosa de él.
Carla se quedó completamente helada. «Bajo tortura, todo el mundo acaba confesando.»
—Siento habértelo contado, pero al verme así lo habrías acabado adivinando de todos modos.
—O sea que me he equivocado de medio a medio contigo.
—No es culpa tuya. Te engañé a propósito.
—Pues me siento igual de tonta. Llevo dos años creyendo que eras un indeseable.
—Y yo me moría de ganas de explicártelo todo.
Ella lo rodeó con el brazo.
Él le tomó la otra mano y la besó.
—¿Podrás perdonarme?
Carla no estaba segura de lo que sentía, pero no quería rechazarlo viéndolo tan afligido.
—Claro —respondió.
—Pobre Lili —dijo él. Hablaba con un hilo de voz—. Le habían dado tal paliza que apenas podía caminar hasta la guillotina. Aun así, estuvo suplicando clemencia hasta el final.
—¿Cómo es que estabas allí?
—Me he hecho amigo de un agente de la Gestapo, el inspector Thomas Macke. Él me llevó.
—¿Macke? Me acuerdo de él; es quien detuvo a mi padre. —Recordaba perfectamente al hombre de rostro abotagado con un pequeño bigote negro, y revivió la rabia que había sentido ante su arrogante demostración de poder cuando se llevó a su padre, y la pesadumbre, cuando este murió debido a las heridas sufridas a manos de Macke.
—Creo que sospecha de mí, y que el hecho de hacerme presenciar la ejecución era una prueba. Tal vez creía que perdería el control y trataría de intervenir. Pero me parece que he superado la prueba.
—Pero si te detienen…
Werner asintió.
—Bajo tortura, todo el mundo acaba confesando.
—Y tú lo sabes todo.
—Conozco a todos los espías, todos los códigos… Lo único que no sé es desde dónde transmiten los mensajes. Dejé que ellos lo decidieran, y no quieren decírmelo.
Guardaron silencio, cogidos de las manos.
—He venido para darle una cosa a Frieda, pero también puedo dártela a ti —dijo Carla al cabo de un rato.
—¿Qué es?
—El plan de combate de la Operación Ciudadela.
Werner se sobresaltó.
—¡Llevo semanas intentando hacerme con él! ¿De dónde lo has sacado?
—Me lo ha entregado un oficial del Cuerpo de Estado Mayor. Creo que es mejor que no te diga su nombre.
—De acuerdo, no me lo digas. Pero ¿es auténtico?
—Será mejor que le eches un vistazo. —Fue a la habitación de Frieda y regresó con el sobre beige. No se le había pasado por la cabeza que el documento podía ser falso—. A mí me parece auténtico, pero yo no entiendo de estas cosas.
Werner sacó las hojas mecanografiadas.
—Es el verdadero —dijo al cabo de un minuto—. ¡Fantástico!
—Me alegro mucho.
Él se puso en pie.
—Tengo que llevárselo a Heinrich de inmediato. Tenemos que encriptarlo y transmitirlo esta misma noche.
Carla lamentó que el momento de intimidad terminara tan pronto, aunque no sabía muy bien qué esperaba de él. Lo siguió hasta el pasillo, entró a la habitación de Frieda para recuperar su bolso y bajó. Werner estaba en la puerta principal, a punto de salir.
—Me alegro de que volvamos a ser amigos —dijo.
—Yo también.
—¿Crees que seremos capaces de olvidar que hemos estado distanciados todo este tiempo?
Ella no comprendía qué trataba de decirle Werner. ¿Quería que volvieran a salir juntos o, por el contrario, le estaba diciendo que tal cosa era imposible?
—Creo que lo superaremos —respondió ella sin definirse.
—Estupendo. —Él se inclinó y le dio un fugaz beso en los labios. A continuación abrió la puerta.
Salieron a la vez, pero él se subió a la moto.
Carla recorrió el pequeño camino hasta la calle y se dirigió a la estación. Al cabo de un momento, Werner tocó el claxon y la saludó con la mano al pasar por su lado.
Una vez a solas, Carla pudo empezar a asimilar lo que Werner le había confesado. ¿Cómo se sentía? Llevaba dos años odiándolo, pero en todo ese tiempo no había tenido ninguna relación seria. ¿Acaso seguía enamorada de Werner? Al menos, en el fondo y a pesar de todo, conservaba cierto apego por él. Y hoy, al verlo tan afligido, su hostilidad se había desvanecido. Se sentía rebosante de cariño.
¿Seguía amándolo?
No lo sabía.
Macke estaba sentado en el asiento trasero del Mercedes negro, al lado de Werner. Llevaba una bolsa colgada en los hombros, como una cartera de colegial, solo que la tenía delante en lugar de detrás. Era lo bastante pequeña para que quedara oculta debajo del abrigo. De la bolsa salía un cable delgado conectado a un pequeño auricular.
—Es lo último —dijo Macke—. Cuando te acercas al emisor, el sonido aumenta de volumen.
—Es más discreto que una furgoneta con una antena enorme en el techo —observó Werner.
—Tenemos que utilizar las dos cosas; la furgoneta sirve para acotar la zona y esto para dar con la ubicación exacta.
Macke tenía problemas. La Operación Ciudadela había resultado catastrófica. Incluso antes de que comenzara la ofensiva, el Ejército Rojo había atacado los aeródromos donde se agrupaba la Luftwaffe. La operación se había suspendido al cabo de una semana, pero aun así era tarde para evitar daños irreparables al ejército alemán.
Siempre que algo salía mal, los dirigentes alemanes se apresuraban a acusar de conspiración a los judíos bolcheviques. Sin embargo, en esa ocasión tenían razón. Al parecer, el Ejército Rojo conocía de antemano todos los detalles del plan de combate. Y eso, según el superintendente Kringelein, era culpa de Thomas Macke, porque era el jefe de contraespionaje en la ciudad de Berlín. Su carrera estaba en juego. Se enfrentaba a un posible despido, y a cosas peores.
Ahora su única esperanza era dar un golpe formidable, una redada masiva para acorralar a todos los espías que estaban socavando los esfuerzos bélicos de Alemania. Para ello, esa noche había tendido una trampa a Werner Franck.
Si Franck resultaba ser inocente, no sabía lo que haría.
En el asiento delantero del coche, se oyó crepitar un walkie-talkie. A Macke se le aceleró el pulso. El conductor descolgó el auricular.
—Wagner al habla. —Puso en funcionamiento el motor—. Estamos de camino. Cambio y corto.
La cosa estaba en marcha.
—¿Adónde vamos? —preguntó Macke.
—A Kreuzberg. —Se trataba de un barrio humilde y muy poblado del sur del centro de la ciudad.
Justo cuando arrancaban, sonó la sirena que anunciaba un ataque aéreo.
Era una complicación inoportuna. Macke miró por la ventanilla. Se encendieron los reflectores y los focos luminosos empezaron a oscilar de un lado a otro como batutas gigantes. Macke suponía que a veces servían para detectar los aviones, pero nunca había sido testigo de ello. Cuando las sirenas cesaron de aullar, oyó la estridencia de los bomberos aproximándose. En los primeros años de la guerra, en las misiones de bombardeo británicas participaban pocas decenas de aviones, y aun así resultaban nefastas. Ahora, sin embargo, acudían a cientos. El ruido resultaba aterrador incluso antes de que lanzaran las bombas.
—Imagino que es mejor suspender la misión de esta noche —aventuró Werner.
—No, diantres —repuso Macke.
El rugido de los aviones aumentó.
Cuando el coche se acercó a Kreuzberg, empezaron a caer bengalas y pequeñas bombas incendiarias. El barrio era un objetivo clásico según la actual estrategia de la RAF, consistente en matar el máximo número posible de obreros de las fábricas. Con una hipocresía pasmosa, Churchill y Attlee afirmaban que tan solo atacaban objetivos militares y que las muertes de civiles eran un daño colateral lamentable. Sin embargo, los berlineses sabían que no era cierto.
Wagner avanzó lo más rápido posible por las calles iluminadas de modo irregular por las llamas. No había nadie a la vista a excepción de los oficiales del cuerpo de defensa antiaérea: todos los demás ciudadanos estaban obligados por ley a permanecer bajo cubierto. Los únicos vehículos que circulaban eran ambulancias y coches de bomberos y de policía.
Macke escrutó a Werner con disimulo. El muchacho tenía los nervios a flor de piel, no paraba quieto y miraba por la ventanilla preocupado mientras, inconscientemente, daba golpes con el pie a causa de la tensión.
Macke solo había compartido sus sospechas con su equipo habitual. Iba a pasarlo mal si tenía que confesar que había desvelado las operaciones de la Gestapo a alguien a quien ahora creía un espía. Podría acabar teniendo que someterse a un interrogatorio en su propia cámara de torturas, así que no pensaba decir nada hasta que no estuviera seguro. La única forma de salir airoso era planteárselo a sus superiores demostrándoles al mismo tiempo que había capturado a un espía.
Con todo, si sus sospechas resultaban ser ciertas, no solo le echaría el guante a Werner sino también a su familia y sus amigos, y eso supondría la destrucción de una gran red de espionaje. El resultado sería muy distinto. Tal vez lo ascendieran, incluso.
Mientras el ataque aéreo proseguía, el tipo de bombas cambió, y Macke oyó el sonido grave y ensordecedor de los explosivos de alta potencia. Una vez iluminado el objetivo, la RAF era partidaria de arrojar una combinación de grandes bombas incendiarias para iniciar el fuego y explosivos de alta potencia para avivar las llamas y dificultar las tareas de los servicios de emergencia. Era un procedimiento cruel, pero Macke sabía que el de la Luftwaffe era similar.
Macke empezó a oír los sonidos en el auricular mientras avanzaban con cautela por una calle de edificios de cinco plantas. La zona estaba sufriendo un ataque terrible y se estaban derrumbando varios edificios.
—Estamos en pleno centro del objetivo, por el amor de Dios —dijo Werner con voz temblorosa.
A Macke le daba igual; para él lo que ocurriera esa noche era una cuestión de vida o muerte.
—Mejor que mejor —dijo—. Gracias al bombardeo, el pianista creerá que no tiene que preocuparse por la Gestapo.
Wagner detuvo el coche junto a una iglesia en llamas y señaló una calle lateral.
—Por ahí —dijo.
Macke y Werner saltaron del vehículo.
Macke avanzó deprisa por la calle con Werner a su lado y Wagner detrás.
—¿Está seguro de que se trata de un espía? —preguntó Werner—. ¿No podría ser otra cosa?
—¿Otra cosa, una transmisión por radio? —soltó Macke—. ¿Qué quiere que sea?
Macke seguía oyendo los sonidos en el auricular, pero muy débiles, pues el ataque aéreo era una pura algarabía: los aviones, las bombas, los cañonazos antiaéreos, el estruendo de los edificios derrumbándose y el rugido de las tremendas llamas.
Pasaron junto a un establo donde los caballos relinchaban de terror. La señal era cada vez más fuerte. Werner miraba a un lado y al otro, nervioso. Si era un espía, debía de temer que la Gestapo estuviera a punto de detener a alguno de sus compinches, y de preguntarse qué narices podía hacer para evitarlo. ¿Repetiría el truco de la última vez o se le habría ocurrido alguna otra forma de ponerlos sobre aviso? Por otra parte, si no lo era, toda aquella farsa era una auténtica pérdida de tiempo.