El invierno de Frankie Machine (41 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

BOOK: El invierno de Frankie Machine
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87

Ahora sabe que detrás de todo esto está el «hijo afortunado», porque ningún mafioso en todo el mundo ha sido jamás tan ruin como para secuestrar a la hija de alguien. Solo un político sería capaz de hacer una cosa así.

Pero ¿de quién te fías?

Normalmente, cuando te secuestran a un familiar, recurres al FBI, pero ahora no puedes hacerlo, porque los federales son los secuestradores.

O un mafioso recurriría a los otros mafiosos para que hicieran justicia. En realidad, así es como comenzó toda esta
cosa nostra
, ¿no es cierto?
Ma figlia, ma figlia
. Mi hija, mi hija. Pero tampoco puedes hacerlo, porque todos los demás mafiosos te quieren matar.

«De acuerdo, matadme, pero dejad en libertad a mi hija.»

Pero no lo harán, porque a los mafiosos los han corrompido los políticos. Si te acuestas con perros, te levantas con pulgas.

Lo irónico del asunto es que podría haber matado al hijo de Mouse Senior y al hijo de Billy Jacks...

«Los he tenido a los dos en la mira y los he dejado marchar. Y no lo hice, porque yo también soy padre, porque eso no se hace. ¡No se hace!»

Entonces, ¿a quién recurres? ¿De quién te fías?

Siempre has sido capaz de fiarte de ti mismo, pero ¿te puedes fiar de ser capaz de abatir al ejército que van a enviar contra ti y, al mismo tiempo, mantener a Jill sana y salva? Tal vez, tal vez habrías podido hacerlo cuando estabas en tu mejor momento, pero ya han pasado veinte abriles desde tu mejor momento. Estás viejo, estás cansado y estás dolido.

No te puedes fiar de hacerlo. Entonces ¿adónde vas a parar con esto? Y, lo más importante, ¿adónde va a parar Jill?

No se quiere ni imaginar la respuesta: es demasiado espantosa.

«Afróntalo —dice Frank—: hay una sola probabilidad y ni siquiera es demasiado buena, pero es la única.»

A regañadientes, deja la pistola y coge el teléfono.

88

Dave Hansen recuerda aquella vez que desayunó con Frank Machianno en la cafetería del muelle de Ocean Beach hace unos cuantos años, unos meses después del caso de Carly Mack.

Fue después de una sesión particularmente sosa de «la hora de los caballeros» y Frank estaba de mal humor, algo raro en él. El periódico publicaba algo sobre medidas enérgicas contra el crimen organizado y Frank se puso a despotricar.

«Nike paga veintinueve centavos a un niño por hacer una camiseta de baloncesto; después se da la vuelta y la vende por ciento cuarenta dólares —decía Frank—. ¿Y el delincuente soy yo?

»Wal-Mart hace que se agoten las existencias en la mitad de las tiendas familiares del país y en cambio pagan a los chavales que fabrican su mierda barata siete centavos la hora. ¿Y el delincuente soy yo?

»Dos millones de empleos se han ido al garete en los dos últimos años; un obrero ya no gana lo suficiente para pagar la entrada de una vivienda y Hacienda nos pega un palo cada vez que vamos al cajero y después envía nuestro dinero a un contratista de defensa que cierra una fábrica, despide a los obreros y se paga a sí mismo una bonificación millonaria. ¿Y el delincuente soy yo? ¿Es a mí a quien tendrían que condenar a cadena perpetua sin posibilidades de salir en libertad condicional?

»Si sumamos a los Crips, los Bloods, las pandillas jamaicanas, la mafia, la mafia rusa y los cárteles mexicanos, todos ellos juntos no conseguirían más pasta en un buen año que el Congreso en una tarde mala. Si juntaras a todos los gánsteres que venden
crack
en cada uno de los rincones del país, entre todos no generarían tanto dinero mal habido como un senador cualquiera que esté acabando los nueve últimos hoyos con el director general de una compañía.

»Mi padre me decía que siempre gana el que tiene la sartén por el mango y tenía razón. No puedes derrotar a la Casa Blanca, ni a la Cámara de Representantes. Ellos son los dueños del juego y el juego está apañado y no precisamente a nuestro favor.

»Claro, cada muerte de treinta y ocho obispos, se cargan a uno de los suyos. Envían un sacrificio humano a alguna prisión federal por un par de años para acallar a las masas y para dar ejemplo a los demás sobre lo que le ocurre a un tío blanco y rico lo bastante estúpido como para dejar que el quinto as se le caiga de la manga a la vista del público. En cambio, si soy yo el que resbala con la piel de plátano cósmica, voy a parar al agujero más grande con el resto de los perdedores por el resto de mi vida.

»¿Sabes por qué el gobierno quiere suspender el crimen organizado? Porque le hacemos la competencia.

»Exacto. Eso es lo que hay detrás de la Fuerza de Tareas de Orange County, del FBI y de los estatutos RICO. ¿RICO? ¿Grandes gobiernos y grandes empresas? Esta no es una ley contra el crimen organizado, sino una ley que favorece el tráfico de influencias. Cada vez que dos tíos de traje echan una meada juntos en el lavabo del Senado se produce un delito grave.

»Así que el gobierno quiere aplastar el crimen organizado. Es tronchante. ¡Si el crimen organizado es el propio gobierno! La única diferencia entre ellos y nosotros es que ellos son más organizados.»

Así estuvo despotricando Frank sobre el crimen organizado.

Dave no se lo creyó entonces, pero ahora lo cree a pie juntillas.

«Aunque ¿qué más da? —piensa—. Tengo que hacer lo que tengo que hacer. Tengo por delante el resto de mi vida.»

Los demás mafiosos vienen por la playa, pero Dave se acerca en una barca, desde el agua. Parece apropiado.

89

Son las cuatro de la madrugada de un día de invierno en San Diego. Hace frío y está oscuro. El famoso sol no empieza hasta dentro de unas cuantas horas y todavía faltan un par de meses para que los días sean realmente cálidos y soleados. De todos modos, la tormenta ha acabado. El gran oleaje ha pasado y las olas caen con suavidad sobre la orilla.

Frank camina a lo largo de la playa hacia la base del muelle. Le duele el cuerpo y tiene el pecho tan tenso por la angustia que apenas puede respirar.

Primero ve las luces del muelle; después, el tenue resplandor de una linterna; a continuación, ve a alguien que se dirige hacia él a través de la niebla. Es un hombre joven.

—¿Frankie Machine? —pregunta el hombre.

Frank asiente con la cabeza.

—Jimmy Giacamone —dice el hombre, como si esperara que Frank lo reconociera. Frank se limita a mirarlo, de modo que el hombre añade—: Jimmy Giacamone, alias
el Niño
.

Frank no responde. Jimmy el Niño dice:

—Podría haberte matado, Frankie Machine, si hubiese tenido la oportunidad.

—¿Dónde está mi hija?

—Ahora viene, no te preocupes —dice Jimmy el Niño—. Primero te tengo que cachear, Frankie.

Frank levanta los brazos.

Jimmy lo cachea con rapidez y eficiencia y encuentra el pequeño radiocasete en el bolsillo de la chaqueta de Frank.

—¿Es esto?

Frank asiente con la cabeza.

—¿Dónde está mi hija?

—Simplemente para que lo sepas —dice Jimmy—: Yo no apruebo nada de todo esto, de esta situación con tu hija. Soy de la vieja escuela.

—¿Dónde está mi hija?

—Vamos.

Jimmy el Niño lo coge por el codo derecho y lo lleva a lo largo de la playa. Cuando llegan debajo del muelle, dice:

—La tengo y lo tengo a él. Está limpio.

Un grupo de hombres sale de la niebla como si fueran fantasmas, con linternas en una mano y pistolas en la otra. Son cinco: el «equipo de demolición» en pleno.

Y Donnie Garth también, solo que él no lleva pistola. Alarga la mano y Jimmy el Niño le entrega la cinta. La introduce en un dictáfono, escucha durante un segundo y asiente con la cabeza.

—Traédmela —dice Frank.

Garth mueve su linterna hacia arriba y hacia abajo. Un interminable minuto después, Frank ve a Jill que avanza hacia él a través de la niebla, con Donna a su lado.

—Papá.

Tiene aspecto de haber llorado, pero parece fuerte.

—Todo va a salir bien, cariño.

—Papá...

Frank extiende los brazos y la abraza con fuerza. Le susurra al oído:

—Vamos, quiero que llegues a ser médico y hagas que me sienta orgulloso de ti.

Ella solloza sobre su hombro:

—Papá...

—Tranquila, está todo bien.

Mira a Garth:

—He hecho copias, que están repartidas por cajas de seguridad por todo el mundo. Si algo le sucediera a mi hija, si un ladrón le disparara, la atrepellara un coche o se cayera de un caballo, hay gente que hará llegar estas cintas a todas las grandes cadenas de noticias.

Jimmy el Niño mira a Garth.

—Déjala marchar —dice Garth.

—Oye...

—Cállate —dice Garth—. He dicho que la dejes marchar.

Jimmy vacila, pero después hace un gesto con la cabeza a Donna y le dice:

—Joder, llévatela de aquí.

Donna se acerca para llevársela, pero Jill se agarra al cuello de Frank y no lo suelta.

—Papá, te van a matar.

—No me van a matar, cariño —susurra—. Soy Frankie Machine.

Donna le desliza la pistola en las manos, después arroja a Jill al suelo de un empujón y se le echa encima. Frank dispara a Jimmy el Niño entre los ojos, después a uno de los miembros del «equipo de demolición» y a continuación a otro.

Carlo dispara, pero entonces una bala le vuela la tapa de los sesos. El impacto arroja a Frank al suelo e intenta apuntar al cuarto hombre, pero se da cuenta de que va a ser demasiado tarde.

Envuelto en el halo de las luces del muelle, Dave Hansen también se da cuenta. Es un disparo difícil para hacer desde una barca, incluso con un rifle, pero lo hace y le mete la bala entre los omóplatos.

Frank rueda, apunta con la pistola al quinto hombre y le dispara al corazón.

Garth corre y Frank se levanta para perseguirlo. Ninguno de los dos es joven, pero Donnie Garth no ha pasado por lo que ha tenido que pasar Frank los últimos días, de modo que empieza a dejarlo atrás.

Frank se da cuenta de que sus piernas no son lo bastante rápidas, aunque sabe que una bala sí que lo será. Levanta la pistola para disparar, pero entonces un dolor agudo le quema el pecho y el brazo izquierdo se le entumece. Al principio, piensa que es la bala, pero entonces siente que el corazón se le rompe como si fuera una ola, no puede respirar y el dolor es atroz; dispara un último tiro y tiene la satisfacción de ver caer a Donnie Garth.

Entonces Frank se detiene, se agarra el pecho y cae sobre la arena.

—¡Papá!

La voz de Jill es lo último que oye.

90

Dave Hansen espera hasta que la conferencia de prensa del senador está a punto de acabar.

El senador está de pie detrás del podio, luciendo ante los reporteros su típica sonrisa, y pregunta:

—¿Hay más preguntas?

Dave levanta la mano. El senador le sonríe y hace un gesto con la cabeza.

—¿Conoce usted sus derechos? —pregunta Dave.

El senador lo mira socarronamente.

—Tiene derecho a guardar silencio —dice Dave, acercándose a la plataforma. Dos agentes del Servicio Secreto se interponen, pero Dave levanta su placa del FBI y pasa entre ellos de un empujón—. Cualquier cosa que diga puede ser usada en su contra en un tribunal y así se hará —dice Dave, mientras reúne las manos del senador a sus espaldas y lo esposa.

Las cámaras disparan y las luces brillantes de los vídeos le dan a Dave en toda la cara, pero a él no le importa.

—Tiene derecho a un abogado...

—Esto es ridículo —dice el senador—. Es una cuestión política...

—... y si no tiene dinero para pagarlo —dice Dave, con una sonrisita—, se le nombrará uno de oficio.

—¿Por qué se me arresta?

—Por el asesinato de Summer Lorensen —dice Dave.

Empieza a llevarse al senador a través del gentío y se dirige hacia un coche que espera. Los medios de comunicación se cierran a su alrededor como la contracorriente en la zona de impacto. Dave abre la portezuela, baja la cabeza del senador, lo empuja con suavidad sobre el asiento y vuelve a cerrar la portezuela.

Sube al asiento del acompañante y dice al joven agente intimidado que pise el acelerador. Dave tiene prisa.

Ya se ha perdido «la hora de los caballeros» y no quiere llegar tarde al funeral de Frank Machianno.

91

La multitud es inmensa.

Frank, el vendedor de carnada, era muy querido en la comunidad.

Allí están los pescadores y los surfistas y los chavales de la liga de béisbol infantil con sus familiares y los alumnos del club de teatro y los niños que juegan al fútbol y sus madres y los adolescentes que tiraban a los aros bajo las cestas que Frank había pagado, además de una gran representación de los vietnamitas locales.

Y hombres contando a sus hijos que pescaron por primera vez en el muelle en el certamen anual de Frank y viejos surfistas contándole a sus esposas cómo solía ser Frank los días de aquellos veranos interminables. Y un vietnamita cuenta a sus hijos que Frank lo había defendido hacía pocos días.

«Los que no están aquí —piensa Dave, mientras toma asiento en primera fila, junto a Patty y Jill— son los del club de Mickey Mouse.»

Aquellos a los que no ha arrestado aún se han fugado, pero no tardará en encontrarlos, porque no son tan buenos ni tan listos.

Tampoco está allí Donna, que ya está bajo custodia preventiva, aunque, de todos modos, ella habría tenido la delicadeza de no presentarse, para no apenar más a la hija y a la viuda, tan acongojadas.

La bandera envuelve el ataúd de Frank. En su testamento ponía que quería un ataúd cerrado, para que sus amigos lo recordaran como era en vida, y no como un muñeco de cera creado por los de la funeraria.

Dave se pone de pie cuando los marines disparan al aire y el corneta toca a silencio. Suena largo y lento, hermoso y triste bajo el sol cálido de los falsos primeros días de la primavera.

«Está bien, de todos modos —piensa Dave—. La primavera siempre fue la estación de Frank.»

Los marines doblan la bandera y se la tienden a Patty, que sacude la cabeza. Entonces se la tienden a Jill. Ella la coge y esboza una sonrisa tensa.

«Valiente —piensa Dave—, como su padre.»

Solo queda por hacer una última cosa, que también venía en el testamento de Frank.

Un segundo después, surge la música grabada del equipo de música:

«... ma quando vien lo sgelo,

il primo sole è mio

il primo bacio dell'aprile è mio!

il primo sole è mio!..»

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