Authors: Greg Egan
Entonces ¿cuál era la solución? ¿Trasladarse a Anarkia? ¿Hacerse ásex? ¿O esconder la cabeza en un rincón balcanizado de la red e intentar creer que nada de eso importa?
—Pensaba que el vuelo desde Sydney era suficiente para conseguir que a cualquiera le apeteciese marcharse para siempre —dijo Munroe—, la prueba palpable de lo absurdas que son las naciones.
—Casi. —Me reí con sequedad—. Es comprensible que sean mezquinos y vengativos con Timor Oriental; piensa que han ensuciado las bayonetas de nuestros socios comerciales durante todos estos años y luego han cometido la temeridad de revolverse y demandarnos. Sin embargo, no tengo ni idea de en qué consiste el problema de Anarkia. Ninguna de las patentes de InGenIo era australiana, ¿no?
—No.
—Entonces, ¿qué demonios pasa? Ni siquiera Washington se molesta en castigar a Anarkia de forma tan... exhaustiva.
—Yo tengo una teoría —dijo Munroe.
—¿Sí?
—Piensa en ello. ¿Cuál es la mayor mentira que se dice a sí misma la clase dominante política y cultural? ¿En qué consiste la mayor discrepancia entre la imagen y la verdad? ¿Cuáles son los atributos de los que más presume y más carece cualquier Australiano Profesional que se precie?
—Si esto es un mal chiste freudiano, me vas a decepcionar mucho.
—Atisbos de autoridad. Independencia de espíritu. Disconformidad. Así que, ¿qué podría parecerles más amenazador que una isla llena de anarquistas?
Nos dirigimos hacia el norte desde la terminal, atravesando una explanada marmórea verdigrís. En algunos lugares todavía quedaban vestigios de tubos ramificados, pequeños y gruesos. Era el coral de las costas de la década anterior que no había sido digerido del todo. La vista era muy chocante si se tenía en cuenta en la escala temporal del lugar; era como tropezarse con fósiles identificables de los años cuarenta, modelos viejos de agendas abolladas y zapatos raros que habían sido el último grito en la época, pero convertidos en simples contornos mineralizados. Tenía la impresión de que se notaba más la roca del suelo que en el pavimento endurecido y denso de la ciudad, pero no dejábamos huellas visibles a nuestro paso. Me paré y me agaché para tocar el terreno, preguntándome si sería húmedo al tacto. No. Probablemente, había una capa plastificada bajo la superficie para controlar la evaporación.
A lo lejos había un grupo de unas veinte personas reunido alrededor de un armazón de varios metros de altura con un gran torno mecanizado en un lado; cerca, un autobús pequeño de color verde con grandes ruedas de neumáticos para superficies poco firmes. Media docena de toldos de color naranja vivo brotaban del armazón y podía oír cómo chasqueaban en la brisa. Un cable naranja iba del torno a una polea que estaba colgada del armazón y supuse que caía a un agujero del suelo oculto por el círculo de espectadores.
—¿Los bajan a algún tipo de pozo de mantenimiento? —pregunté.
—Así es.
—Qué costumbre más encantadora. Bienvenido a Anarkia, cansado y hambriento viajero... Pase a comprobar nuestras cloacas.
—Mal —bufó Munroe.
A medida que nos acercábamos, vi que todos los del grupo miraban atentamente el agujero que había debajo del armazón. Un par de personas nos miró durante un momento y una fem alzó la mano en una tentativa de saludo. Le devolví el gesto; ella sonrió con nerviosismo y se volvió hacia la entrada oculta.
—Parece que están en un accidente minero y esperan a que saquen los cadáveres a la superficie para identificarlos —susurré, aunque no estábamos lo bastante cerca para que nos oyeran.
—Siempre resulta un poco tenso, pero ten paciencia.
Desde lejos me había parecido que estaban vestidos con ropa informal, al azar, pero al acercarme vi con claridad que casi todos llevaban bañador, varios con una camiseta encima, y unos pocos llevaban trajes de buceo cortos. Algunos estaban muy despeinados y un masc tenía el pelo mojado.
—¿Dónde se sumergen? ¿En los depósitos de agua? —El agua del océano se desalinizaba en plantas especializadas, en los arrecifes, y el agua dulce se bombeaba a tierra para complementar la reciclada.
—Eso sí que sería un reto —dijo Munroe—; ninguno de los conductos tiene un diámetro mayor que el de un brazo.
Me detuve a una distancia respetuosa del grupo; me sentía como un intruso. Munroe se adelantó y se abrió paso con cuidado hasta el círculo exterior; no pareció importarle a nadie y tampoco nos prestaron mucha atención. Al final me di cuenta de que los toldos se movían y agitaban de forma desproporcionada para la suave brisa del este. Me acerqué y sentí un viento fuerte y frío que emergía del túnel y arrastraba un olor rancio a mineral húmedo.
Atisbé por encima de la gente y vi que la boca del túnel estaba coronada, a la altura de las rodillas, con un pequeño pozo de roca de arrecife o biopolímero de alta resistencia con un sello irisado que habían arrancado al abrirlo. El torno, contemplado desde unos pocos metros, me parecía monstruoso, demasiado grande y con un aspecto demasiado industrial para que pudiera estar relacionado con ningún deporte ligero. El cable era más grueso de lo que esperaba; pensé en intentar calcular su longitud total, pero los topes laterales de la bobina ocultaban el número de vueltas. El motor era muy silencioso y sólo se oía el silbido del aire al pasar por los cojinetes magnéticos; pero el cable chirriaba cuando se enrollaba sobre la bobina y el armazón crujía cuando el cable se deslizaba sobre la polea.
Nadie hablaba. No parecía un momento adecuado para empezar a hacer preguntas.
De repente oí unos jadeos, casi sollozos. Hubo un murmullo de nerviosismo y todos, impacientes, se inclinaron hacia delante. Una fem salió del túnel aferrándose con firmeza al cable, con bombonas de buceo sujetas a la espalda y las gafas subidas sobre la frente. Estaba mojada, pero no goteaba, así que el agua debía de estar bastante abajo.
El torno se paró. La fem desenganchó la cuerda de seguridad que unía el arnés de buceo al cable y la gente se acercó para ayudarla a subir al borde del pozo y de ahí hasta tierra. Me adelanté y vi que la pequeña plataforma circular sobre la que había estado de pie era un grueso entramado de tubos de plástico. También vi una linterna que proyectaba dos haces de luz paralelos sujeta al cable más o menos a metro y medio por encima de la plataforma.
La fem parecía aturdida. Se alejó un poco del grupo, casi tambaleándose, se sentó en la roca y miró al cielo; aún tenía la respiración entrecortada. Se quitó las bombonas y las gafas despacio, metódicamente, y se tumbó. Cerró los ojos, estiró los brazos y, con las palmas de las manos hacia abajo, extendió los dedos sobre la tierra.
Un masc y dos chicas adolescentes se separaron del resto, se acercaron y la miraron preocupados. Empezaba a preguntarme si necesitaría atención médica y estaba a punto de pedirle discretamente a
Sísifo
que me refrescara la memoria sobre los síntomas de los infartos y los primeros auxilios cuando la fem se puso en pie de un salto con una sonrisa radiante. Empezó a hablar muy nerviosa con su familia en lo que me pareció una lengua polinesia. No entendía una palabra de lo que decía, pero parecía estar eufórica.
La tensión se desvaneció y todos empezaron a reír y charlar.
—Hay ocho personas en la cola delante de ti —me dijo Munroe—, pero te prometo que vale la pena esperar.
—No sé qué habrá ahí abajo, pero mi seguro no lo cubre.
—En Anarkia no creo que tu seguro cubra ni un paseo en tranvía.
Un joven delgado con bañador corto a flores estaba poniéndose el equipo de buceo que llevaba antes la fem. Me presenté; parecía nervioso, pero no le importó conversar. Se llamaba Kumar Rajendra y estudiaba ingeniería en Fiyi. Llevaba menos de una semana en Anarkia. Saqué una cámara del tamaño de un botón de la cartera y le expliqué lo que quería. Miró a las personas que estaban alrededor del agujero como si se preguntara si tenía que pedirle permiso a alguien, pero accedió a bajar con ella. Mientras fijaba la cámara a la parte superior de las gafas de buceo, como si fuera un tercer ojo, vi un resto de residuo calcáreo en el plástico transparente.
Una fem mayor que llevaba traje de buceo se acercó a comprobar si se había ajustado bien el equipo y repasó las medidas de emergencia con Rajendra, que la escuchó con solemnidad. Me alejé y comprobé la recepción de mi agenda. La cámara transmitía por ultrasonidos, radio e infrarrojos, y si ninguna de esas señales conseguía transmitir, tenía cuarenta minutos de memoria.
—Estás loco, ¿sabes? —Munroe se me acercó exasperado—. No será lo mismo. ¿Por qué grabar la inmersión de otro si puedes sumergirte tú mismo?
Era mi destino, incluso en Anarkia encontraba a alguien que quería que me callara e hiciera lo que me decían.
—Quizá lo haga —dije—. Pero así sabré exactamente en qué me meto. Además, sólo soy un turista, ¿verdad? Mi experiencia de la ceremonia para los nuevos residentes no sería muy auténtica.
—¿Auténtica? —Munroe puso los ojos en blanco—. A ver si te aclaras, ¿cubres el congreso Einstein o haces
Rito de iniciación en Anarkia
?
—Ya veremos. Si acabo con dos programas por el precio de uno..., tanto mejor.
Rajendra subió al borde del pozo, se agarró del cable y pasó a la plataforma, que se balanceó peligrosamente hasta que consiguió centrarse en ella. La brisa hinchaba su bañador y le ponía el pelo de punta de una forma muy cómica, pero la visión daba más vértigo que risa. Parecía un paracaidista sin paracaídas o un lunático que hacía equilibrios sobre el ala de un avión. Al final enganchó la cuerda de seguridad, pero la impresión de caída libre no desapareció.
Me sorprendió que a Munroe le entusiasmara tanto algo que me parecía un ritual de valor cualquiera, uno de tantos ritos iniciáticos que imponían pruebas exageradas. Incluso si no existía verdadera presión para tomar parte y aunque el riesgo fuera mínimo, menuda isla de inconformistas radicales.
Alguien puso en marcha el torno, que empezó a soltar cable. Los amigos de Rajendra, primero de pie y luego arrodillados en el borde del pozo, estiraban los brazos y le daban palmadas de ánimo en la espalda mientras descendía; él sonreía con nerviosismo cuando desapareció de nuestra vista. Me colé hasta la parte delantera y me incliné con la agenda para mantener la línea de comunicación. Probablemente, la memoria de la cámara sería más que suficiente, pero no podía resistir la tentación del tiempo real. No era el único, las personas empujaban para poder ver la pantalla.
—Menuda autenticidad —gritó Munroe detrás del tumulto—. ¿Te das cuenta de que has cambiado la experiencia de todos?
—La del buceador no.
—Oh, claro, eso es lo único que importa. Capturar la última imagen fugaz de lo auténtico antes de destruirlo de forma irrevocable. Eres un etnovándalo. De todas formas —añadió medio en serio—, te equivocas: también cambia las cosas para el buceador.
El túnel tenía unos dos metros de anchura y sus paredes eran cilíndricas de la misma forma que la superficie era plana: demasiado perfectas para ser el resultado de un proceso geológico, pero demasiado irregulares para ser obra de una máquina. La morfogénesis de Anarkia era un proceso complejo que no había investigado en detalle, pero sabía que la intervención humana directa había sido necesaria en muchos aspectos. Daba igual que este túnel se hubiera formado espontáneamente por la confluencia de ciertos niveles de gradientes de marcadores químicos porque las bacterias litofílicas detectaron la señal y activaron los genes adecuados, o bien que alguien hubiera tenido que verter un cubo de catalizadores en la superficie para obligarlas a hacerlo; cualquiera de las dos opciones superaba con creces la de atacar la roca durante un mes o dos con una perforadora con punta de diamante.
Vi cómo los reflejos de los haces gemelos de la linterna se hundían lentamente en la oscuridad mientras la imagen subjetiva de la arenisca verdigrís se deslizaba ante Rajendra. Había más huellas de coral ancestral y se divisaban, fugazmente, esqueletos de peces que habían quedado atrapados cuando se formó el arrecife. Volví a notar la extraña sensación que provocaba la escala temporal comprimida de la isla. Tenía tan arraigada la idea de que las profundidades subterráneas pertenecían a eones remotos e inconcebibles que me costaba un esfuerzo constante aceptar que los envases de refrescos y los neumáticos eran anteriores a Anarkia y era perfectamente posible que alguno acabara formando parte de la mezcla a partir de la cual se constituyó aquella roca.
Los vestigios de minerales decorativos empezaron a desaparecer, pues no iban a malgastarlos a una profundidad en la que apenas se verían. A Rajendra se le aceleró la respiración y miró hacia la superficie; algunos de los que observaban la pantalla lo llamaron y lo saludaron, sus brazos siluetas huesudas parcialmente devorados por el resplandor del deslumbrante círculo de cielo. Apartó la mirada y la dirigió directamente abajo; la rejilla de la plataforma no suponía una obstrucción, pero ni los haces de la linterna ni la luz del sol iluminaban demasiado en aquella profundidad. Pareció recuperar la calma. Me había planteado pedirle que hiciera un comentario sobre la marcha, pero ahora me alegraba de no haberlo hecho; habría sido una carga injusta.
La pared de túnel estaba cada vez más húmeda; Rajendra estiró un brazo y pasó los dedos por el líquido calcáreo. El agua y los nutrientes penetraban en todos los lugares de la isla (incluso en el centro, aunque allí el estrato superficial seco y duro era más grueso). No importaba que la roca no fuera a ser excavada nunca; el hecho de que el túnel no se regenerara demostraba que la zona se había programado así explícitamente. Los litófilos aún eran indispensables; no se podía permitir que muriera el sustrato base.
Empecé a distinguir burbujas diminutas que se formaban en el líquido y que revestían las paredes del muro, y a mayor profundidad se apreciaba una efervescencia patente. Más allá de los bordes del
guyot
no había nada que sostuviera la parte inferior de Anarkia y un bloque macizo de piedra caliza de cuarenta kilómetros de largo, reforzado por polímeros o no, se habría quebrado al instante. El
guyot
era un anclaje útil y soportaba una parte de la carga, pero la mayor parte de la isla no tenía más remedio que flotar. Anarkia estaba compuesta por tres cuartas partes de aire; el sustrato base era una espuma fina y mineralizada más ligera que el agua.