El incorregible Tas (24 page)

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Authors: Mary Kirchoff & Steve Winter

Tags: #Fantástico

BOOK: El incorregible Tas
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El lugar elegido por Tas era un edificio más pequeño, que lindaba con el cuerpo principal del castillo. En el punto donde las dos construcciones se unían, un acceso poco visible conducía al interior de la torre. El kender lo cruzó sin vacilación y casi desapareció en las sombras. La puerta estaba en un nicho de casi dos metros de profundidad, practicado en la muralla exterior, por lo que los cuatro compañeros cupieron con holgura en su interior.

Selana observó fascinada a Tas, que sacó un envoltorio de hule de su mochila. El kender apartó un gancho retorcido y la hoja de una navaja sin mango, en cuyo filo se habían limado muescas y hendiduras. En breves momentos, un sonoro chasquido puso de manifiesto que la cerradura estaba abierta.

—Adelante —invitó Tas, empujando la puerta y apartándose a un lado para dejarlos pasar.

Sus tres compañeros penetraron en un estrecho corredor, iluminado momentáneamente por la luz del sol; Tas entró el último y cerró la puerta a sus espaldas con suavidad. Esperó a que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad, pero al cabo de unos segundos protestó:

—Maldita sea, no veo nada.

—No podemos arriesgarnos a encender una luz —susurró Tanis, y Selana y Flint mostraron su acuerdo con un susurro.

—Claro, vosotros, los enanos y los elfos, veis en la oscuridad. ¿Pero y yo, qué? Esto está más oscuro que un pozo.

—Tendrás que arreglártelas lo mejor que puedas —respondió el semielfo—. Agárrate al que vaya delante de ti. Yo me pondré a la cabeza, después Selana, Tas, y Flint en la retaguardia. ¿Dónde crees que estamos, Flint?

El enano escudriñaba la negrura que se alzaba ante ellos, tomando al máximo su habilidad innata para distinguir las siluetas de seres y cosas en la oscuridad.

—No es mucho lo que puedo decirte, Tanis. Parece un pasaje sin salida; no hay a la vista puertas o corredores adyacentes, aunque no diviso qué hay más allá de seis o siete metros. Parece que tuerce a la izquierda y es muy angosto.

Tanis estuvo de acuerdo con las apreciaciones del enano.

—Tendremos que ir al frente, hasta que lleguemos a una intersección. No hay otro camino —dijo. Avanzaron despacio corredor adelante; sus pisadas levantaban suaves ecos en el aire húmedo y cargado. Tas caminaba con pasos inseguros, con una mano en la áspera pared de piedra y la otra agarrando un pico del pañuelo de Selana.

—¿Dónde buscaremos en primer lugar? —susurró el kender—. Oye, ahora que lo pienso, ¿por qué no usas otra vez ese hechizo, Selana? Ya sabes, el que te revela dónde esta el brazalete.

—No funciona como una varita adivinadora, Tasslehoff —explicó la elfa marina—. No indica una dirección precisa, aunque es posible concretarla si se plantean las preguntas adecuadas. Sin embargo, sólo puedo hacer el conjuro una vez al día, y hoy ya lo he utilizado.

Flint, desde la retaguardia, carraspeó para aclararse la voz.

—El viejo de la puerta te contó que el hijo del caballero había sido raptado en sus aposentos —dijo—. Propongo que busquemos allí. Si Delbridge es el responsable del secuestro, tal vez dejara caer el brazalete con las prisas de salir del cuarto.

—No es mala sugerencia —susurró Tanis—. El problema es que este corredor no nos lleva hacia arriba, sino que desciende en una espiral pronunciada, y si damos media vuelta nos encontraremos otra vez en la puerta por la que entramos.

Flint, que intentaba por todos los medios no hacer demasiado ruido con sus pesadas botas claveteadas, propinó un suave empujón al kender.

—Buen trabajo, cabeza de chorlito. Es probable que hayas elegido el único acceso al castillo que no conduce a los pisos altos, y que ahora nos dirijamos saben los dioses adonde por este corredor interminable que más parece un sacacorchos. Ni siquiera hemos visto una puerta.

—Estamos dentro, ¿no? —se defendió el kender—. Además, tú no has dado muchas ideas y…

Tanis se tapó las puntiagudas orejas con las manos.

—¡Basta ya! —siseó, volviéndose hacia ellos. Selana se apartó a un lado—. Me vais a volver loco con tanta discusión, por no mencionar que alertaríais a cualquiera que esté a cien metros de distancia.

Enano y kender enmudecieron avergonzados.

—¿Es una puerta aquello que hay a la izquierda? —preguntó Selana, señalando a espaldas del semielfo.

Tanis se volvió y estrechó los ojos; atisbo una vaga silueta unos seis metros más abajo del corredor espiral. Se acercó en unas cuantas zancadas y alargó la mano para tocar la superficie de madera. Tanteó a la izquierda, bus cando el picaporte.

—¡Espera! —susurró Tasslehoff, mientras sobrepasaba a Selana para llegar junto al semielfo—. No se puede manipular una puerta desconocida así, sin más. Sobre todo en un sitio como éste. Quizá tiene una trampa o una alarma o cualquier otra cosa.

El kender revolvió en el interior de uno de sus saquillos y enseguida encontró lo que necesitaba. Acto seguido se lanzó a la delicada tarea de buscar muelles, alambres, pestillos, contrapesos y un sinfín de escollos y peligros que sus compañeros ni siquiera imaginaban.

Tanis se alegró de estar a oscuras, ya que estaba rojo de vergüenza. Era tanta su ansiedad por llegar a alguna parte, que había actuado como un estúpido. En las circunstancias actuales, sólo a un novato se le habría ocurrido abrir una puerta sin antes tomar precauciones.

—Creo que no tiene ninguna trampa, pero estaba cerrada —opinó por fin Tas—. Hay que ser precavido. Caray, una vez, el hijo mayor del hermano mayor de mi madre, primo Rompepestillos, actuó de un modo poco cuidadoso al abrir un cerrojo y… ¡buuum! Claro que ese error sólo puede cometerse una vez, ¿verdad?

—Abre la puerta, Tas —ordenó Tanis con tono inexpresivo.

—Por supuesto. —El kender empujó la hoja de madera y cruzó el umbral—. Antes de morir, primo Rompepestillos era un excelente consejero. «Nunca pegues a tu madre con una badila», solía decirme. «La impresión la dejaría en una grave inestabilidad mental.» —Conmovido por el recuerdo, Tasslehoff sacudió la cabeza y su copete brincó a uno y otro lado—. Pobre primo Rompepestillos. Estaba más loco que un chotacabras, ¿sabéis?

Al otro lado de la puerta había un cuarto pequeño, de unos tres metros de ancho por cuatro y medio de largo, con el techo tan bajo que incluso el enano sintió el impulso de agachar la cabeza. En la pared del fondo había otra puerta, más pequeña que la anterior. La habitación estaba vacía, salvo por unas cuantas urnas grandes, un montón de trastos apilados en un rincón y una caja de madera, fabricada con tosquedad, del tamaño de un tronco, que estaba sobre el suelo, en la esquina próxima a la puerta.

—Aquí huele a algo muerto —dijo Selana, arrugando la nariz con desagrado.

—Ratas, probablemente —comentó Tanis, que al hablar vio la condensación de su aliento flotar ante sí. Selana se arrimó un poco más al semielfo, de manera inconsciente.

—Bes schedal
—susurró, y un débil fulgor, cuya fuente era imperceptible, inundó de inmediato el cuarto con una bruma ambarina. La elfa marina tembló bajo su fina capa mientras examinaba el suelo en busca de algún movimiento—. Debemos encontrarnos a bastante profundidad bajo tierra.

Flint también se estremeció, aunque no por causa del frío o por la posible presencia de ratas.

—Este sitio me pone la piel de gallina —confesó—. Es evidente que el brazalete no está aquí, así que vayamos…

—¡Por el gran Reorx!

La exclamación de Tasslehoff hizo que Flint, Tanis y Selana brincaran sobresaltados. Los tres se dieron media vuelta y vieron al kender junto a la caja de madera, con una mano en la tapa medio levantada.

—De aquí viene este espantoso olor. —Tasslehoff apoyó el hombro en la pesada tapa para acabar de levantarla.

—Espera, Tas… —comenzó Tanis, pero su advertencia llegó demasiado tarde.

Jadeando por el esfuerzo, el kender había alzado la tapa y se asomaba a la caja para echar un vistazo. El asombro le hizo abrir los ojos desmesuradamente; el hedor se los llenó de lágrimas y lo obligó a parpadear para poder ver.

—¡Un cadáver! —exclamó entre toses—. Chico, es asqueroso, con ese aspecto amoratado e hinchado. Venid y echad una ojeada.

Flint y Tanis miraron de soslayo a Selana, que se había llevado las manos al estómago; la tez de la joven tenía una palidez más acentuada que la habitual.

—Tas, cierra la tapa. Nos vamos de aquí ahora mismo —ordenó el semielfo, mientras cogía a Selana por el brazo y la conducía hacia la puerta.

El kender observaba con atención el cadáver tendido en el interior de la caja.

—Hay algo en este tipo que me resulta muy familiar, Tanis —murmuró—. Bajo, grueso, nariz roma…

Flint, que abría la boca para reprender con dureza al kender, no llegó a articular las palabras al reconocer también la descripción. Inhaló profundamente y contuvo la respiración antes de acercarse a la pestilente caja, mirar en su interior y asentir con un brusco cabeceo.

—Apuesto mi hacha preferida a que es nuestro hombre —dijo.

A despecho de la repugnancia que sentía, Selana adelantó un paso.

—¡Que alguien compruebe si tiene el brazalete!

Tas, ni corto ni perezoso, se inclinó sobre la caja.

—Oh, no, tú no —advirtió Flint en voz baja. Cogió al kender por el brazo y lo condujo hasta la puerta por la que habían entrado—. No volverás a poner las manos en ese brazalete si puedo evitarlo. Quédate aquí con Selana y vigila. —Tragó saliva antes de añadir:— Tanis y yo lo comprobaremos.

El enano y el semielfo se aproximaron a la caja de mala gana y bajaron la vista con expresión de desagrado.

—Sabía desde el principio que nos iba a dar problemas cuando lo encontráramos, pero confieso que esto no me lo esperaba. Nos la ha jugado bien, ¿eh, Tanis?

El semielfo esbozó una mueca ante la broma macabra de su amigo.

—Puede que él no lo entendiera así. Acabemos de una vez con esto. —Tanis se agachó sobre una rodilla y alargó una mano hacia el interior de la caja, pero un instante después la sacaba y se la limpiaba con gesto furtivo en la pernera de la polaina. Irritado, se miró la mano como si lo hubiese traicionado y la alargó de nuevo. En esta ocasión agarró la manga izquierda de la camisa del muerto. Tiró de la tela hacia arriba, pero la mano estaba torcida y metida bajo el cuerpo. Tiró con más fuerza y por fin logró su propósito. El brazo se dobló por el hombro, rígido. Valiéndose de las dos manos, Tanis subió la manga para retirarla de la muñeca, pero sólo vio carne amoratada e hinchada.

Flint, ocupado en el brazo derecho, tuvo el mismo resultado.

—¿De qué crees que murió nuestro hombre? —preguntó—. No hay heridas visibles.

El respingo de Tanis cortó los comentarios de Flint. El enano alzó la vista y la sangre se le heló en las venas. La mano del hombre muerto, con los anillos reluciendo en los dedos grisáceos, se había cerrado como un cepo sobre el antebrazo de Tanis y sus ojos muertos se habían abierto de par en par, mirando sin ver. El cadáver se sentó con movimientos agarrotados, y la cabeza le colgó de una manera espantosa de un cuello largo en exceso, como si fuera un muelle roto y dado de sí.

—¡Un zombi! —gritó el semielfo, mientras se llevaba desesperadamente la mano derecha a la daga colgada del cinturón. Sus dedos se cerraron sobre la empuñadura y desenvainaron el arma; acto seguido arremetió contra el frío antebrazo de Delbridge, pero el zombi no pareció reaccionar cuando la hoja hendió la piel y la carne endurecidas. Flint se acercó veloz y cercenó la muñeca de Delbridge con su hacha. Tanis retrocedió a trompicones cuando el zombi se desplomó otra vez en el interior de la caja. La mano mutilada del muerto se mantuvo aferrada al brazo del semielfo, pero Tanis, frenéticamente, aflojó uno por uno los dedos enjoyados con la hoja de su daga hasta que la mano cayó al suelo con un golpe sordo.

El zombi no vaciló, ni siquiera gritó, sino que siguió debatiéndose para sujetarse al borde de la caja con el rezumante muñón.

Flint estaba alerta. El vigoroso enano alzó el hacha y la dejó caer una y otra vez con el ritmo de un experto leñador, sin advertir siquiera el repugnante líquido seroso que salpicaba con cada golpe, ni casi darse cuenta de que Tanis estaba a su lado, apuñalando con su daga. Sabía que un zombi persiste de manera obsesiva en su único propósito hasta que se lo destruye, o es rechazado por un clérigo, o acude a la llamada de su amo.

—Creo que es suficiente, Flint —dijo jadeante Tanis, mientras agarraba al enano por el hombro. El muerto viviente, o lo que quedaba de él, sufrió otras dos convulsiones antes de quedarse totalmente inmóvil.

Flint, a quien le zumbaban los oídos a causa del tumultuoso latido de su propia sangre, abrió y cerró las manos, crispadas y salpicadas del repulsivo líquido, sobre el mango del hacha.

Selana y Tas observaban la escena con horror, consternados. El cuarto, todavía bañado por la suave luz ámbar del conjuro realizado por la elfa marina, se sumió en un silencio roto sólo por los jadeos entrecortados de quienes estaban en él.

Con un interés casi científico, Tasslehoff observó un punto luminoso, de color rojizo, que se movía en las vigas. Pareció crecer ante sus ojos, creando un remolino escarlata de infinitas tonalidades rojas, hasta que alcanzó un tamaño tan grande como su cabeza.

Para entonces, los otros también habían reparado en el creciente y rotante foco luminoso, y comprendieron que, en un cuarto que albergaba un zombi, no podía significar nada bueno.

—¡Corred! —gritaron Tanis y Flint casi al unísono.

Pero, antes de que ninguno de ellos pudiera moverse, un rayo hendió el aire de la reducida habitación y chamuscó la barba de Flint y cargó de electricidad el copete de Tasslehoff, dejando tras de sí una humareda aceitosa y asfixiante. En medio de las volutas de humo apareció una figura imponente que superaba el metro ochenta de altura. Selana gritó al ver la cabeza astada y unas alas oscuras y correosas. Entonces Tas, que estaba a su lado, le dijo a gritos que era un hombre, no un monstruo, y la joven reparó en que los cuernos eran un tocado hecho con el cráneo de un carnero y que las alas no eran tal, sino los pliegues de una capa sujeta a un armazón colocado tras los hombros de la figura.

Una espantosa cicatriz surcaba el lado derecho del rostro del hombre y cerraba con un costurón la cuenca ocular vacía. El ojo sano brillaba con una furia ardiente.

—¿A quién tenemos aquí? —La mirada del hechicero se posó en el congestionado semielfo y en el enano que estaban junto al destrozado zombi; después se volvió hacia el pasmado kender y la temblorosa mujer que estaban al otro lado de la catacumba—. ¿Qué habéis hecho con el pobre Omardicar el Omnipotente?

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