El imán y la brújula (6 page)

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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

BOOK: El imán y la brújula
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—He pensado que podemos dar una vuelta para charlar tranquilos —inicia el paso, cogiendo a Éctor del brazo— y cenar unas tapitas. Tú pagas.

—Pues yo pago.

Lucio emprende la marcha hacia el interior del centro de la ciudad; no tiene prisa, aunque da la impresión de que sabe adónde van.

—¿Y tu amigo? ¿Cómo sigue? —Éctor, por hablar de algo.

—Mejor, recuperándose del susto. Las heridas no son gran cosa. Es más duro de lo que parece.

—Lo de ayer, lo del gato, no tiene nada que ver con la película que le vendiste a Vidal, ¿verdad?

—Nada que ver, no te preocupes. No te preocupes todavía —carcajada—, porque tengo algo que proponerte. —Sin querer entrar en materia—. Es estupendo salir a la calle y que te dé el aire después de llevarse tanto tiempo encerrado.

Pasan frente a una de las nuevas placas en las que se puede leer:

LOS AUTOMÓVILES POR LA DERECHA

A esa hora la gente empieza a desaparecer de las calles, pero durante el día, con el aumento incesante del número de vehículos a motor, el tráfico empieza a ser un problema. La ciudad se está quedando estrecha para los tranvías, los coches y camiones, los carruajes, las bateas de mano, los carros tirados por mulos, y los burros con angarillas de cisqueros, lecheros, panaderos, verduleros…

—Hoy estoy contento —reinicia Lucio—. Esta mañana he terminado el primer acto de mi obra.

—¿Teatro?

—Es un vodevil de penetración psicológica; muy en la línea de los que hace mi hermano Enrique; Enrique Jardiel Poncela es como si fuera hermano mío.

—¿Ya tiene nombre?

—Sí.

—…


Un maremágnum por no decir un pandemónium
.

—¡Hostias!

—No te gusta el título.

—No. Me gusta. Es que me ha sorprendido.

—A Enrique le ocurre lo mismo con los títulos. Todo el mundo nos dice que deberíamos buscarlos más cortos y pegadizos.

—No les hagas caso.

Aminora la marcha, ofrece tabaco y librillo, que Lucio rechaza con un gesto, y aprovecha el trajín de liar el cigarro para liberarse de su brazo. Caminan muy cerca de las fachadas, la niebla amarillenta se los ha tragado a casi todos.

—¿Paramos? —señala una taberna con jamones y chorizos colgados sobre el mostrador.

—Si no te importa, después. Tenemos que ver a alguien y quiero hablar antes contigo —Lucio, misterioso.

Éctor Mena se planta.

—¿Alguien relacionado con las películas que busco?

—Sí y no. Forma parte de lo que tengo que proponerte.

—Venga.

—Tenemos una cita con el guía del ultramundo —la más encantadora de sus sonrisas hace resaltar las marcas mal curadas del acné; sus ojos claros, que cambian continuamente de color, se estrechan en una divertida ranura.

—¿Tenemos?

—Si quieres, sólo si quieres —más serio—. Aunque hace poco que nos conocemos, me caes muy bien, y más después de lo que hiciste ayer por nosotros con aquel monstruo; además, odio el regateo; pero necesito pedirte un favor a cambio de ayudarte a encontrar las otras películas… —Mira la hora en un reloj dorado de bolsillo—. Me estoy metiendo en un follón y me vendría bien que me echaras una mano.

—Explícate.

—¿Sabes quién fue santa Rosalía de Palermo?

—Una monja que conocí me dio una estampita suya de recuerdo. Tenías que haber visto las tetas que tenía la monja.

—Joven, si hubieras visto tantas tetas como yo, no les darías tanta importancia —Lucio, que ha virilizado exageradamente la voz.

—Sigue.

—Sebas tiene el privilegio de ser el poseedor oficial de la cabeza del fémur de santa Rosalía de Palermo. Una santa con fama de milagrera en todo el mundo; se le atribuye la capacidad de curar cualquier dolencia. Hay gente muy interesada en conseguir esa reliquia para beneficiarse de sus propiedades. Muy, muy interesada.

—Y él no está dispuesto a desprenderse de ella.

—A ningún precio.

—Y tú piensas birlársela y venderla por tu cuenta.

—Es sólo un hueso. —Consulta su reloj y después mira hacia el suelo mientras sigue hablando—. Sebas se ha portado muy bien conmigo, pero ha llegado el momento de marcharme; no voy a hacerle ningún daño con todo esto. Al contrario, ya no correrá peligro de que intenten quitársela. Y yo conseguiré fondos para mantenerme una temporada.

—¿Qué tendría que hacer yo?

—Nada, sólo acompañarme —levanta la cara, serio—. Esa gente me da escalofríos. Lo del gato de ayer… fueron ellos. Los que quieren comprar la reliquia. Están dispuestos a lo que sea.

—Quieres que sea tu guardaespaldas.

—De verdad que no creo que haga falta. Yo soy el primero que no está dispuesto a jugarse el tipo. Han hecho ofertas muy sustanciosas. Es cosa de trincar el dinero, darles el cacho de osamenta y quitarnos de en medio. Pero ya te digo, me da no sé qué hacer esto yo solo.

—¿Lo llevas encima?

—No, esta noche sólo vamos a ver a una especie de intermediario. El guía del ultramundo. El nos pondrá en contacto con los compradores.

Éctor se lo piensa un rato; después pregunta.

—¿Qué me ofreces a cambio?

—No mucho, ya ves que te soy sincero. Una pista. Mi prima Séptima estaba muy unida a mi tío. Si alguien sabe dónde están las otras dos películas, es ella. Pero hay un problema, tendríamos que ir a Madrid para convencerla. ¿Lo ves posible?

—Se podría arreglar.

—A mí me vendría muy bien, qué quieres que te diga. Me quedaría en Madrid. Allí hay más posibilidades para un dramaturgo.

—Ya sé que salgo más beneficiado que tú. Sólo tengo una remota pista que ofrecerte. Y mi agradecimiento eterno, claro —con lo que él entiende por una mirada cautivadora—. ¿Qué me dices?

—¿Dónde has quedado con el guía de los cojones?

—Ahí mismo, junto a los Archivos de Indias, en los jardines de la Lonja.

Se pone en marcha a paso lento y Lucio vuelve a enlazarle el brazo.

—Estás más loco de lo que pareces si te fías de mí —Éctor.

—Mi vida está en tus manos —de nuevo sonriente.

No parece que haya nadie por las calles, pero si lo hay, la niebla no permite verlo. Éctor lamenta no haber cogido el nueve largo botín de guerra que guarda en el ropero. La masa terrible de la catedral parece echárseles encima cuando pasan a su lado.

—Al fin tendré oportunidad de conocer a Enrique, a Jardiel —Lucio, con lo suyo—; está deseando de conocerme. Nos va a venir muy bien a los dos tener cerca a alguien que te entienda de verdad.

—Háblame del guía de la ultrahostia.

—No —riéndose—. No quiero romper el efecto sorpresa.

—Estás para encerrarte.

La operación de ensanche destinada a crear una gran vía recta perpendicular a la fachada sur de la catedral, entre las calles Gran Capitán y Reina Mercedes, había dejado un espacio triangular de más de mil metros cuadrados frente al edificio del Archivo de Indias que se iban a convertir en los jardines de la Lonja. Las obras estaban en plena ejecución, y, a aquella hora de la noche, era un espacio fantasmagórico lleno de maquinaria, material amontonado, arriates a medio sembrar, sendas no del todo pavimentadas, árboles diseminados, y los cimientos de la futura fuente circular. Sólo los urinarios subterráneos estaban ya construidos.

Éctor se deja llevar entre la oscuridad que anula hasta la niebla, intentando oír cualquier paso a su alrededor ya que apenas ve, siguiendo la luz de las cerillas que va encendiendo Lucio, que lanza un pequeño grito cuando está a punto de quemarse los dedos, hasta llegar a un pedestal vacío que parece ser el lugar de la cita.

—¿Aquí has quedado?

—El guía del ultramundo sólo puede invocarse en un lugar como éste.

—¡Ya era horita! ¡Tengo el higo como un terrón de nieve! —Una voz, y enseguida una figura que surge entre los árboles.

—Mil perdones, señora —Lucio, con una inclinación—. Penetrar en el plano ultraterreno es un proceso complicado. Usted lo sabe mejor que nadie.

—Yo no sé nada. ¿Qué va a pasar con eso?

Se trata de una mujer de unos sesenta años, desgreñada y fea, con una doble fila de dientes que le parte en dos la encía superior, con un viejísimo abrigo de astracán que no termina de ocultar un delantal rayado.

—Listos para que nos conduzca ante los pobladores de la dimensión desconocida.

—¿Lo tiene o no? —con voz rajada, impaciente.

—Lo tenemos.

La anciana parece dudar un momento, no se fía de aquel muchacho estrafalario. Decide seguir.

—Está bien, pero le advierto que éstos no se andan con tonterías. Son capaces de abrirles en canal si les engañan.

—No se preocupe, dispongo del sagrado trozo de esqueleto.

—Yo se lo he advertido. Muy bien. Vamos a quedar mañana por la noche. A las once. En los urinarios, abajo; a esta hora están cerrados para el público, pero yo tengo la llave.

Éctor, que le escucha en silencio, reconoce el fragmento de delantal como parte del uniforme de empleada de los servicios.

—¿Traerán el dinero? ¿Tengo que decirle a usted el precio para que se lo transmita? —Lucio.

—Yo de eso no sé nada. Yo les presento y sanseacabó. Eso, allá ustedes.

Empieza a marcharse pero Lucio la detiene.

—¿Quiénes son?

—¿Quiénes van a ser? Compramilagros. Pero de los peores, y conozco muchas clases. De los majaretas. No de los que sólo quieren comprar reliquias como si coleccionaran sellos, sino de los que buscan una a toda costa, ciegos, como si les fuera la vida.

—De acuerdo, ya sé cómo son. Me gustaría saber quiénes son.

—¿Tienes dinero? —Con un tercio de sonrisa.

—No.

La vieja se palmea la nalga, se desplaza a lo oscuro, y después a otra dimensión que los dos hombres con la cerilla a medio consumir no logran vislumbrar.

Podría haberse callado. Haber guardado la película en la caja fuerte donde oculta el resto de los juguetes que sólo usa una vez a la semana. Cancelar unilateralmente la deuda moral que había contraído con ellos. Olvidarse.

El notario se da el último toque de carmín ante el espejo del cuarto de baño y comienza su paseo. Aprovecha el descanso semanal del ama para ponerse las bragas, el sujetador, la combinación, las enaguas y el vestido de la mujer, encender todas las luces del caserón, y pasear lentamente por salas y pasillos, recreándose en su contoneo, haciendo alguna parada ante la mesa de la biblioteca donde ha extendido previamente una selección de fotos de hombres desnudos, ver alguna película casi al final, justo antes del rápido desenlace de nuevo en el cuarto de baño, que lo devuelve a la serenidad que le permite ordenarlo todo de forma que la mujer no se percate de nada a la mañana siguiente, aguantar otros siete días.

La casualidad lo quiso. Le gustaba aquella frase, casaba bien con el fatalismo que le había acompañado toda su vida. Quiso que cayera precisamente aquella película precisamente en sus manos, precisamente la que ellos necesitaban.

Después de una carrerilla, emprende despacio el descenso por las escaleras hacia la planta inferior; a mitad del tramo, decide sentarse a descansar en uno de los escalones, abre mucho las piernas con una risilla, un poco escandalizado de sí mismo.

—Zorra —se susurra.

Alisa la vieja peluca que usaba su madre cuando empezó a perder el cabello y se limpia el sudor de su cara gordezuela, percibiendo la transición del rostro de niño al de viejo que está teniendo lugar sin estados intermedios. Escucha un roce en la puerta y lo descarta sobre la marcha, a nadie se le ocurriría visitarlo a aquella hora de la madrugada. Pasa las yemas de los dedos por el interior de sus muslos. Nunca en su vida ha tocado a un hombre ni ha sido tocado por ninguno, y, desde luego, le resulta por completo inconcebible la idea de cualquier contacto más allá de sus fantasías.

No se podía quitar la película de la cabeza. Les debía eso y mucho más. Ellos lo salvaron cuando todo se hundía, inesperadamente, la consecuencia lógica de su mala suerte; bastó un único acto irregular en toda su vida para poner en peligro cuanto había construido. Ellos lo supieron resolver y él tenía…

Esta vez el roce es un chasquido; tiembla la puerta de entrada, otro golpe sordo; se abrirá con el siguiente.

Anselmo de la Fuente se pone en pie, se tapa la boca para no gritar. Lo sabía. Sabía que al avisarles de que había encontrado una de las tres películas que buscaban se exponía a perderlo todo, pero…

Ultimo golpe.

Se da la vuelta y comienza a correr escaleras arriba.

Yebel es el primero en entrar, con una pistola en cada mano. Lo siguen Rabah y Abdelkader, también con los cañones por delante. Después, el sargento Delgado apuntando hacia el techo, que se queda junto a la puerta para cerrarla cuando entra el teniente Cármenes.

El oficial viene desarmado, con las manos cogidas a la espalda, mirando al suelo con los ojos entrecerrados; no se detiene hasta que llega al centro del salón, donde permanece en silencio, con los pies muy separados, mientras el sargento señala la planta superior a Yebel y a Abdelkader, la zona de la notaría a Rabah y se ocupa él mismo de registrar el resto de la parte de abajo.

Ni un minuto más tarde aparece Yebel al principio de las escaleras y grita:

—¡Jarrub! Una vieja
descolgado
por el balcón —levanta la pistola e interroga con un gesto sobre la posibilidad de abatirla.

—Déjala —responde el teniente.

Vuelve a su aparente letargo, evaluando de reojo los pesados muebles, el mármol de la chimenea, los cuadros oscurecidos por el tiempo, las gruesas alfombras, las complicadas figuras en forma de lámparas. La boca fruncida deformándole el fino bigote. Alza la cabeza, niega ante alguien o algo que no podemos ver, y comienza a subir los escalones.

Antes de llegar arriba se le han unido Rabah y Delgado, que no necesitan decirle que no han encontrado a nadie.

De una puerta surge Abdelkader, que le reclama con un gesto, los precede por la biblioteca hasta la mesa del fondo y señala con la pistola las imágenes de hombres desnudos.

Cármenes extrae el largo cuchillo oculto bajo el chaquetón de cuero, y con la punta, como si temiera contagiarse, revuelve las fotografías, asqueado.

Al fin habla.

—Quemadla.

—¿Las fotos? —pregunta el sargento.

—La casa.

—¿Y por qué no? —acusa más que pregunta Nuncy.

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