El imán y la brújula (3 page)

Read El imán y la brújula Online

Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

BOOK: El imán y la brújula
8.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

—También necesitará esto. Por los gastos.

Le da un grueso sobre perfectamente cerrado, los caballeros no hablan del parné. Todo previsto.

Éctor se sienta en el brazo del sofá y busca la petaca en el bolsillo de la chaqueta para liar un cigarrillo, pero vuelve a guardarla; no quiere tomarse ni siquiera esa familiaridad con aquella gente.

—¿Músicos?

—No, no. Al parecer eso fue una mascarada, una broma —vuelve a ponerle la mano en el hombro—. Debe tener muy presente que no es a esos hombres a quienes buscamos, sino las cintas. Ha pasado mucho tiempo de todo esto. De lo que hicieron no quedaría nada si no fuera por este maldito invento del cinematógrafo.

—¿Qué hicieron?

—Eran jóvenes, ricos y estúpidos. Como no tenían que realizar ningún esfuerzo para ganarse la vida, la confundieron, la vida, con lo que ellos llamaban dedicación total a su arte. Europa estaba a punto de arder en una guerra total. Se entregaron a todo tipo de barbaridades, prácticas sexuales atroces… —habla con un desprecio no carente de indulgencia—. Al final, en la tercera película,
Frangois
, murió una persona. Por accidente.

—¿Quiere decir que rodaron la muerte de una persona?

—Sí.

—Algunos coleccionistas darían una fortuna por una película así.

—Haremos lo necesario por recuperarlas —lo mira de frente con uno de sus ojos cruzado—. Debe usted entender algo. Lo más importante de este asunto es preservar… Lo más importante es la discreción. Estamos dispuestos a sacrificar lo que haga falta.

Éctor se lo cree.

De momento nada más.

—Si le parece, podemos ver la película. Debe usted conocerla, para identificar el estilo de las otras dos. —Hace un gesto al notario, que esperaba junto al proyector, abatido, intentando resignarse al coste personal que todo aquello supondrá para él.

El hombre de la cicatriz apaga las luces.

Éctor se deja caer en el sofá. No, hoy tampoco llegará temprano a casa. Todo parece ir hacia atrás al mismo tiempo que el rebobinado. La visión de los recovecos de la trama en la que se ha metido hace que le cueste respirar. Intenta cambiar el rumbo de sus pensamientos, y es peor.

Aún le silva en los oídos el silencio súbito del hijo del arquitecto morfinómano.

Ha cenado tres tapas de queso y media botella de tinto en una tasca de ambiente taurino, la única que ha encontrado abierta de camino a su casa. Cuando se harta de escuchar el erudito intercambio de las supersticiones atribuidas a Rafael,
el Gallo
entre el camarero y el único parroquiano, coge el sombrero, la fotografía, y el resto del vino, y se cambia a la última mesa del local. La fotografía cobra fondo.

Reconociendo y desafiando la maldición que se abate sobre ellos. La natural desgana, las manos, la seguridad obscena… todo son indicios de la raza a la que pertenecen. Menos uno de ellos, los jóvenes y la mujer que forman la orquesta simulada, miran la cámara con desparpajo de arrogantes borrachos, como si estuvieran posando para el propio Dios al que no se toman en serio. Menos uno de ellos, anormalmente rígido, que da con cuidado la espalda al objetivo.

Éctor les devuelve la mirada.

Está seguro de que el hombre de la cicatriz sabe mucho más de lo que le ha dicho sobre ellos. No se fía de él. Ni siquiera se ha presentado. Estarán en contacto a través de Adalfina. No importa. Aquello no ha hecho más que empezar y debe poner mucho cuidado en que no escape a su control.

Saca del bolsillo las hojas que cogió en casa del notario y las extiende con cuidado sobre la mesa, pero en lugar de iniciar un esquema sobre sus próximos pasos, se distrae con la niebla amarilla que entra por la puerta, bebe otro vaso de vino, examina el lapicero dorado, se imagina a su mujer esperándole inútilmente, como cada noche.

Querido Luis:

Te hablaba en la última de esta especie de indiferencia ante la soledad y el dolor de las personas que trato cada día en estos chanchullos. ¿Crees que lo que nos ha pasado nos excusa de sentir compasión por los demás?

Espero que sí, compañero. Espero que sí. Hoy, al fin, se ha puesto en contacto conmigo la gente a la que esperaba…

Mira su propia letra, menuda, falsa. Puede ver a su primo Luis, que se quedó en el castillo militar donde él mismo pasó tres años preso, y casi desearía no haber salido de allí para no tener que hacer todo aquello, y para no tener que hablarle sólo a través de estas cartas que nunca sabe si llegan o no a su destino.

Ya es de madrugada cuando los cinco hombres que esperan en el Hispano Suiza semioculto en una bocacalle ven abrirse la puerta del caserón de la plaza del Duque; la puerta se cierra a su espalda inmediatamente, pero Piancastelli no parece tener prisa; se toma su tiempo para encender el largo cigarro con una cerilla que hace brillar la cicatriz que le cruza el ojo y para subirse el cuello de su abrigo oscuro antes de emprender su camino a paso atlético pero no apresurado.

—Abdelkader —dice en voz baja el teniente Cármenes, que ocupa el puesto inmediato al conductor.

—Sí, jarrub —responde el soldado rifeño, usando con su oficial el mismo apelativo con el que lo llama desde que era su instructor, y ninguno de los dos necesita ni una palabra más.

Abdelkader, el merodeador, con su chaquetón de cuero negro y su boina, se deja caer del automóvil y se va detrás del hombre que acaba de salir de la casa. Ha seguido a gente más sinuosa que él por los parajes desérticos del Rif sin que su perseguido lo descubriera; entre los pliegues de una ciudad, aunque sea de noche y no haya nadie por las calles, no debería tener ningún problema, pero le acompaña un mal presentimiento.

Atraviesan la Campana y entran en la calle Sierpes, inundada por aquella niebla cobriza que transforma a los objetos y a la gente en el material en el que se descomponen los recuerdos. Como sus cuatro compañeros, lleva dos pistolas del nueve largo, pero es el largo cuchillo de su espalda lo que verifica para darse seguridad. No sabe por qué, pero después de muchos años se acuerda de la Aisha Kandixha, la mujer con patas de cabra que se aparece a los viajeros para traerles la mala fortuna; creía que había dejado esas supersticiones atrás para siempre, junto a su tribu de origen, en los campos asolados con gas mostaza por el ejército al que ahora pertenece.

De Sierpes pasan a Tetuán, y el rostro oscuro y cuarteado del militar se contrae en una sonrisa al leer el nombre de la calle; de vuelta a casa. Unos metros más adelante el abrigo negro y el sombrero de Piancastelli, al mismo ritmo. Ni un alma. Camina pegándose a las fachadas, buscando la densidad de la niebla, silencioso, con los movimientos indispensables.

Y súbitamente, como para evitar una barrera invisible, el perseguido da la vuelta en un giro de ciento ochenta grados que es casi una pirueta, y avanza hacia Abdelkader aumentando de forma ligera su velocidad.

El soldado se para y se refugia en un portal, pero está cerrado y su sombra apenas lo cubre. No es una falsa impresión. Piancastelli está desviando su trayectoria, leve pero progresivamente, buscándolo.

Echa mano al cuchillo.

Justo cuando está lo bastante cerca para distinguir su rostro entre la niebla, el hombre levanta la mano en un gesto que parece casual y se cubre la parte izquierda de la cara, haciendo resaltar la cicatriz que le recorre el ojo derecho, una marca vertical y perfecta, profunda, muy profunda. Lo mira. Entonces desaparece.

Deja pasar unos segundos y sale a mitad de la calle, detrás de la figura que se ha volatilizado ante su mirada, la mano húmeda y temblorosa empuñando el cuchillo.

3. Jacinto Ortega y Jacinto Ortega

La negra silueta de piedra, altísima, implacable, parece cernirse sobre él por mucho que avance; en su enloquecida huida, en el dolor de los brazos que apenas soportan ya el peso del niño inmóvil, en la falta de oxígeno, se imagina que la estatua de Alfonso XII ha cobrado vida para conducir tras él a los hombres y las mujeres que lo persiguen.

Había tenido que presionarle el cuello para que no gritara y dejara de moverse, y ahora tenía que rezar para que sólo estuviera inconsciente; la sangre de los muertos no servía. Debían tener nueve o diez años como mucho y estar vivos cuando les cortaba la garganta.

La noche viene en su auxilio.

Jacinto sigue corriendo, administrando su cansancio y su miedo al borde del estanque. No conoce a fondo los Jardines del Retiro, pero cree que va en la dirección correcta. Ha dejado su Ford 1926 en la Puerta de la Independencia. Piensa, estúpido, en las 4.500 pesetas que le ha costado el automóvil, en el precio de la casa en las afueras dotada de cochera convertible en cementerio, en la inversión de los ahorros de toda una vida en el mar para comprar lo que necesitaba para llevar a cabo su desesperada misión. Como si le importara el dinero. Ha tenido que reescribir toda su vida a los cincuenta y cuatro años. Como si eso tuviera alguna importancia.

Escucha los pasos de sus perseguidores, la familia en busca del niño que les ha arrebatado. O quizás no haya nadie tras él, sólo se lo figura. Se imagina hostigado por docenas de aldeanos con antorchas, cerrando el cerco, a punto de acorralarlo entre el bosquecillo y el lago.

Hace tres o cuatro años, aburrido y solo en un puerto alemán, mientras cambiaban la mercancía del barco que capitaneaba, se refugió en una de esas salas de cinematógrafo, sin consultar siquiera el programa. Estrenaban una película con un extraño nombre:
Nosferatu
. La absurda tragedia de un ser monstruoso que necesitaba la sangre de otros hombres para sobrevivir. Le pareció una historia fantástica, sin ningún sentido; se mantuvo en su asiento hasta el final únicamente porque no tenía otro sitio adonde ir y creyó olvidarla para siempre en cuanto se encendieron las luces. Aquel ser repugnante, espantoso y frágil, atormentado eternamente, le pareció casi cómico. Entonces.

Al fin deja atrás el estanque, se procura la sombra insuficiente de los setos, mira en todas direcciones, busca en cualquier rincón a los que lo buscan. Cuando divisa al fin la puerta, el niño parece removerse en sus brazos; en lo primero que piensa, esperanzado, es en la navaja de pescador que lleva en el bolsillo; la sangre de los muertos no sirve. Definitivamente, el niño se agita, recuperando fuerzas. Jacinto también logra andar más deprisa, dando gracias a Dios por la sangre del niño.

4. Adalfina

“Pasó en un mundo saturnal; yacía bajo cien noches pavorosas, y era mi féretro el olvido… Ya la cera de tus ojos sin lágrimas no ardía”.

Julio Herrera y Reissig,
Los parques abandonados

No lo miran, no lo ven, pero la gente se aparta de su camino.

La mañana está fría, el cielo despintado.

A esta hora, la mayoría ya
ha hecho la plaza
; quedan los rezagados, ancianos con las gorras hundidas para protegerse del viento que no deja de levantarse y mujeres oscuras cubiertas con mantones de lana rezurcidos que cuentan una y otra vez los pocos reales que llevan antes de detenerse ante el mostrador. Un guardia civil que sabe dormir de pie se balancea bajo el peso de su tricornio y su capote. Algunos curiosos, desocupados. Éctor rebasa la fuente. A medida que se adentra en el laberinto del mercado de la Encarnación, dirección a la calle Regina, los puestos de madera son más pobres, la mirada de los vendedores, más hosca.

Debe sortear continuamente el albañal que baja por las calles que se estrechan conduciendo el agua sanguinolenta cuajada de los despojos vertidos en la zona más próspera, como persiguiéndole.

Tras la siguiente callecilla lo reciben cadáveres de pajaritos ensartados en sus perchas, el pestazo salado de los restos de pescado mezclado con el hedor agridulce de las frutas y las verduras podridas, piezas de carne pertenecientes a regiones anatómicas no identificables de animales a los que es preferible no identificar.

En la oscuridad del fondo del mercado de abastos, entre los almacenes y un campamento de esportilleros, hay un chiringuito con tres mesas de tijera y varias sillas. Una de esas mesillas constituye la oficina de Vidal García, antiguo asistente de Éctor en Marruecos, cuando éste era un joven oficial conocido por la silenciosa chulería que le aportaba un pasado universitario con el que se consideraba superior a cualquier mando, y el otro, un espabilado cabo extremeño que durante su tiempo libre aprendía los rudimentos de la marrullería en los zocos de aquella tierra; antes era su ordenanza y ahora es el tipo que le suministra, cuando quiere y el resto de sus vendedores están ocupados, el género de contrabando con el que apenas se gana la vida.

Les une la guerra, y les diferencia que Vidal no eligió desertar y dinamitar cuanto tenía, y aun así consiguió sobrevivir.

Varios esportilleros miran a Éctor con mala cara y se mueven para interponerse en su camino, pero el del mostrador lo reconoce y le manda un salvoconducto en forma de silbido.

Importante debió de ser lo que vinculó a Vidal, que no ha levantado los ojos del trozo de papel de estraza donde echa sus cuentas, con los esportilleros —individuos que realizan portes en espuertas y que viven de lo que sisan, de pana y barro, renegridos por el camino, sin raza ni patria—, porque siempre hay algunos a su alrededor.

Casi nadie llega hasta allí, el siniestro intestino grueso del mercado. Siluetas cautelosas de hombres que sólo saben entrar por las puertas traseras a las más infectas trastiendas de la ciudad y ratas impacientes porque llegue la tarde.

Éctor se sienta en la mesa de Vidal sabiendo que no va a ser acogido ni por una mirada del otro.

—Necesito que me hagas un favor.

—No tengo nada para ti.

—No es eso.

La expresión divertida con la que lo mira Vidal se agria cuando comprueba a tientas que no quedan restos de su tercera tostada en el plato; se conforma con la zurrapa del café con leche. Deja sobre la mesa los útiles de escribanía y se rasca la enorme barriga sobre la que descansa una corbata floreada con el lazo demasiado corto. Es algo más joven que Éctor, pero parece mucho mayor que él gracias a las entradas que apenas ocultan el sombrero, la papada y la mirada sabia de quienes nacen con la capacidad de negociar con los restos de cualquier civilización.

—¡El alférez Mena pidiendo favores! ¡Coño!

—Es una tontería. Sólo quiero saber de dónde sacas las películas que vendemos. Concretamente, la última. La que le vendí al individuo que nos recomendó Adalfina.

Other books

Immersed in Pleasure by Tiffany Reisz
Mujeres sin pareja by George Gissing
The Undoing of de Luca by Kate Hewitt
A Coffin From Hong Kong by James Hadley Chase
Goblins Vs Dwarves by Philip Reeve