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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (29 page)

BOOK: El hotel de los líos
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—¡Zeph! Me alegro mucho de que hayas venido. Macy decía que quizá trabajarías hasta tarde. Nos ha contado que vas de incógnito. Qué chulo.

Sentí que me ahogaba.

—¡No! O sea, sí, pero, por favor, no digáis nada. Se suponía que no tenía que contarlo… De hecho, ni siquiera debería habérselo dicho a ella, pero…

—Pero es tan patética cuando decide que le han echado una maldición, que te sientes como si tuvieras que arrojarle un hueso —terminó Mercedes—. Tu secreto está a salvo con nosotros. ¿Verdad, Dover? De aquí no saldrá una palabra para escribir un guión. ¿A que no?

Su marido levantó las manos.

—Los guiones para los guionistas. Oye, ¿has venido con Gregory? Merce dice que a lo mejor volvéis. Me gustaría… Le echo de menos.

Dover, en mi opinión, necesitaba trabajar aún eso de las «conversaciones normales». Tras pasar años rodeado de pelotas, no solía revisar sus comentarios antes de que abandonaran sus labios. Por suerte, Lucy acudió al rescate, transpirando radiante dicha por todos los poros. Tenía los ojos y las mejillas brillantes y se parecía a su antiguo yo, el de antes de Hillsville. Me alegré mucho de ver que llevaba un plato lleno a rebosar de comida.

—¡Esto es maravilloso! —exclamó.

—A ti te parecería maravilloso que te lleváramos a la estación de la calle West Fourth en hora punta y dejáramos que te sentaras en el andén.

—Lo sé, lo sé —reconoció—, pero esto… Es tan…, taaaaan…

—¿Maravilloso? —le propuso Mercedes.

—Cuando he entrado en Grand Central… —Levantó los hombros y luego los dejó bajar con generosidad—. ¿Nunca os paráis sobre esos escalones tan elegantes y contempláis el reloj y todo el bullicio y todas las vidas, y os sentís como…? —extendió los dedos como si estuviera escuchando una aria.

—¿Como Mussolini? —sugerí.

Lucy no se dejó desalentar.

—Dios, echaba de menos estas vistas. —Resopló—. Las echaba mucho de menos. Y el tráfico. Y el metro. Y los mendigos. Y el río.

—Pero si vivís en el valle del Hudson —le recordó Dover.

—Sí, pero tienes que coger el coche para ver el río. Tienes que coger el coche para ir a cualquier parte. Tienes que coger el coche para ir de paseo. No dejéis que empiece.

—Demasiado tarde —murmuró Mercedes.

—No, esta noche no voy a llorar. Lo prometo. Estoy disfrutando del presente. Inmensamente —confesó radiante, antes de volverse de improviso hacia mí—. ¡Oye, Zeph, Macy dice que vas de incógnito! ¡Qué chulo! ¿De qué trata el caso?

Pocos minutos después, encontré a mi indiscreta amiga conversando con una mujer de metro veinte. Le di unos golpecitos en el hombro, casi rebosante de indignación al ver que parecía estar tan a gusto.

—¡Hola, cielo! —Me dio un rápido y fuerte abrazo. Todo rastro del drama del fin de semana se había, aparentemente, esfumado—. Zeph, ésta es Nana. Nana, ésta es mi amiga Zephyr Zuckerman.

—Oye, eso es casi tan gracioso como lo de Nana
la Enana
. En qué estarían pensando mis padres, ¿verdad? —Se rió entre dientes sin el menor azoramiento.

—Ah… —respondí.

—Nana conoció a Dover en el plató de
Muerte y renovación
. Trabaja como doble para niños actores. ¿No te parece fascinante? Los niños no pueden trabajar muchas horas, así que le pagan para ocupar su lugar mientras se deciden por la iluminación y todas esas cosas. ¡Se gana la vida así! —Sacudió la cabeza con satisfacción.

—Caray —dije—. Eso es… Estoy… Qué interesante.

—Mejor que servir como bola de bolos —convino Nana mientras se metía una minicrep de queso de cabra y patata dulce en la boca pintada de brillante carmín.

—Nana, ¿te importa que te robe a Macy un momento? Necesito que me ayude con una cosa.

Me llevé a la charlatana pelirroja a la cocina, donde uno de los camareros estaba diciéndole a otro, en ese mismo momento:

—Yo nunca podría ser una
drag queen
. Demasiado tiempo y demasiado trabajo, por no hablar de lo de encerarse el culo.

Así que me llevé a Macy al dormitorio enmoquetado y cálidamente iluminado de Mercedes y Dover, donde la montaña de abrigos llegaba ya casi a la altura de mis hombros.

—¿Por qué le has contado a todo el mundo que voy de incógnito? —pregunté, furiosa.

—No se lo he contado a todo el mundo.

—Vamos, venga.

—Eras tú la que querías que no pensara en Rudy —se defendió.

—¡Sí, quería que apartaras la cabeza del dermatólogo muerto, pero no a costa de mi seguridad personal! —grité.

Los ojos de color jengibre de Macy se transformaron en sendas flechas de preocupación.

—¿Tu seguridad? ¿Es que alguien quiere hacerte daño?

—Pues mira, sí. —Sonaba ridículo, pero era cierto—. Así que, por favor, deja de contárselo a la gente, ¿vale? Ya lo haré yo cuando se cierre el caso.

—Lo siento, Zeph —susurró—. No lo sabía.

—Ya sé que no lo sabías. —Miré de reojo el reloj de una de las mesitas de noche—. Sólo he venido para asegurarme de que no te marchabas a New Hampshire. Tengo que volver a la oficina.

—Vaya, ahora me estás asustando.

—Estoy bien, Macy, pero el caso está cada vez más enredado y tengo que cerrarlo. —O comenzarlo. O algo.

De repente abrió los ojos como platos.

—¿Qué pasa? —Miré hacia atrás, pero no había nadie allí.

Sacudió la cabeza.

—¿Qué? —insistí.

—¿Llevas…? ¿Eso es…? —Señaló mi cadera, donde el suéter se había abierto y había asomado la pistolera de cuero.

—Me largo.

—Oh, quédate, Zephyr. Juro que no diré una sola palabra. No te preguntaré. Sobre nada. Vamos, come algo, escucha algunos discursos y luego puedes volver a tu peligrosa vida.

Al final resultó que sí que caí en manos de alguien cinco minutos después de dejar el dormitorio, pero —al menos de momento— no fue Jeremy Wedge ni Paulina. Era una mujer llamada Sycamore Dawnsart. Sycamore era una chica de ojos vacíos, labios de silicona y escote vertiginoso, que llevaba unas altísimas botas negras y era demasiado joven para tener el pelo tan destrozado por el tinte plateado. Era una honrada nodriza de nuestros tiempos y mientras yo permanecía arrinconada bajo un retrato de Rostropovich, sin más defensa que un plato de ñoquis con espárragos y membrillo, me lo contó todo sobre su profesión, que era para ella una fuente inagotable de fascinación.

—Comencé haciéndolo por mi hermana, que tuvo que darse quimio estando embarazada. Fue muuuuuy triste, pero ahora está bien, y el niño también. Se llama Breuckelen, pronunciado a la holandesa. Pero ella no podía darle el pecho. Así que me compré un sacaleches y empecé a hacerlo yo. En realidad no fue tan duro. Y, oh, Dios. No sabes la de calorías que se queman dando de mamar. Yo me alimento a base de hamburguesas con queso y mira qué tipo. —Señaló con un gesto su propia figura, que parecía la encarnación universal del talle perfecto—. Es increíble. Como lo que quiero y gano bastante dinero, y eso que sólo cobro la mitad de la tarifa normal. —Si eso era lo mejor que podía decir sobre aquello, era una suerte que no se dedicase a la publicidad—. Me la saco tres veces al día, durante
Good Day, Oprah
y
Idol
. Pensé que se me pondrían las tetas enormes, pero parece ser que eso es sólo al principio. De hecho, se han quedado un poco más pequeñas que antes, pero tengo mis truquillos. Y cuando lo deje, habré ganado lo suficiente para operármelas. Además, hay gente que cree que previene los embarazos, pero no. Mi prima se quedó en estado mientras daba el pecho, así que empecé a usar de nuevo el diafragma.

Desesperada, miré por encima de su hombro y ordené telepáticamente a Dover que comenzara con los discursos.

—No te imaginas la de actrices que recurren a mis servicios —continuó Sycamore, inclinando la cabeza para captar de nuevo mi mirada—. Quieren lo mejor para sus hijos, pero: A, no tienen tiempo de darles el pecho, y B, no quieren que les salgan estrías. —Hizo una pausa de un nanosegundo, en lo que supongo que sería su más profundo ejercicio de introspección—. Lo de las estrías me fastidia un poco, pero como ya he dicho…

—Te las vas a operar —terminé la frase, mientras me preguntaba si los tan cacareados beneficios de la leche materna para el cerebro se podían aplicar a este caso en concreto. Lucy, un auténtico ángel enviado por el cielo, chocó en ese momento contra mí.

—¡Zephyr! —chilló.

—¿Nos disculpas un momento? —le pregunté a Sycamore, que amenazaba con seguir con su historia—. Me necesita. —Clavé los dedos en los brazos de Lucy y crucé el apartamento entero con ella, pasando como un cohete a través de una tranquila conversación entre Reese y Drew.

—Gracias —dije sin aliento—. Gracias, gracias, gracias.

Lucy no parecía haberse dado cuenta (o no parecía importarle) de que le estaba dejando los dedos marcados en la piel. Se encontraba, literalmente, dando saltos arriba y abajo impulsándose sobre los talones.

—Mira esto —dijo con voz quebrada—. Mira. —Me puso el teléfono delante de la cara. La agarré por la muñeca para estabilizar el mensaje que quería que leyese.

Unos piratas han secuestrado el barco de mamá y papá.

LLÁMAME CUANTO ANTES. L

Tardé un momento en pasar de Sycamore la nodriza, a las aventuras en alta mar de Lenore y Maxwell.

—¿Te lo puedes creer? ¿Crees que es verdad? —Su rostro exhibía la mirada de maravilla que asumen los auténticos creyentes cuando ven que la Virgen María se les aparece en un roble, en las hojas del té o en los residuos de la pasta de dientes.

—¿No le has llamado aún? —inquirí, asombrada.

Hizo un ademán.

—Oh, voy a llamar, voy a llamar dentro de un ratito, pero en serio, ¿qué crees que podría hacer yo desde aquí, en este momento? Además de que… —Una carcajada explosiva escapó de sus labios—. Necesitaría unos segundos para practicar… y que parezca que estoy… preocupada. —La presión continuó aumentando hasta que estuvo retorcida de risa, convulsionándose a carcajadas, con las mejillas empapadas en lágrimas.

Macy y Mercedes llegaron a nuestro lado.

—¿Qué tiene? ¿Qué ha pasado?

Lucy no estaba en condiciones de hablar, pero al tratar de hacerlo yo, descubrí que me había contagiado su histeria.

—Es… Lenore.

—¿Está bien?

—¡No! —hipé mientras empezaba a resollar—. La han secuestrado… unos… ¡piratas!

Al final, Dover tuvo que llevársenos a las cuatro hienas al dormitorio, porque, incluso en un apartamento lleno de gente que se ganaba la vida en el mundo del espectáculo, estábamos llamando demasiado la atención. Y como Lucy seguía sin poder dejar de reírse, Dover hizo una rápida llamada en su nombre a Leonard. Dos portaaviones de los Estados Unidos y una flota de guardacostas de la república de las Seychelles habían entablado negociaciones hostiles con los piratas somalíes. Los medios ya se habían hecho eco de la noticia, de modo que, en efecto, no había absolutamente nada que Lucy pudiera hacer, aparte de comer, beber y perderse en la proximidad de tanto famoso.

—Que empiecen los discursos —propuso Dover.

—¡Amén! —exclamó Lucy. Dover la miró con desaprobación—. Oh, Dover —dijo mientras apoyaba su pequeño brazo sobre las amplias espaldas de él. Ni cuatro dedos de whisky escocés la habrían desinhibido tanto—. En serio, si la conocieras lo entenderías.

En el mismo instante en que la multitud terminaba de ponerse cómoda sobre los sofás, las alfombras y los bancos para escuchar el discurso de un director novel a quien habían nominado por un documental sobre el tiramisú —para el que había tenido que probar más de mil versiones diferentes en un viaje de autodescubrimiento amenizado con
espressos
—, comenzó a sonar mi móvil. Corrí al dormitorio para responder.

—Hola, Pippa.

—No estás en la oficina.

—Me he tomado un descanso —admití.

—Bien. Te hacía falta. ¿Algún progreso?

—No. —Estaba demasiado cansada para endulzar la verdad.

—¿Dónde estás? —preguntó al filtrarse por la puerta una salva de aplausos y vítores.

Vacilé.

—Me he pasado por la fiesta de mi amiga.

—Zephyr, cuando digo que quiero saber dónde estás en cada momento, no lo digo en broma. No pienso permitir que te pase nada estando bajo mi mando.

Durante un extraño instante, pensé que se refería a mi vida amorosa y el recuerdo de mi mejilla, apoyada del todo en el suave, dulce y fragante cuello de Gregory estuvo a punto de hacerme perder la cabeza.

—Lo siento, lo siento. Estoy en la calle Perry, junto al río.

—Por favor, mándale un mensaje con la dirección a Tommy, ¿de acuerdo?

—Lo haré. Lo siento.

—Quédate ahí, Zephyr. Esta noche ya no hay nada más que podamos hacer.

—No, voy a volver —insistí.

—Hablaremos dentro de una hora. Quédate ahí hasta entonces. Intenta divertirte. —Colgó, tan ajena como siempre a los aspectos más refinados de la etiqueta telefónica.

Regresé a mi posición delante de un sofá y me apoyé en las rodillas de Macy. Traté de prestar atención a los discursos, pero mi mente se empeñaba en regresar al caso. Basándome en los extractos bancarios de Samantha, y desde luego en la confesión verbal que había hecho ante mí, estaba segura de que podíamos pedir una investigación judicial de las cuentas de Summa, pero con eso no era suficiente. Todos teníamos miedo de precipitarnos o de perdernos alguna parte del rompecabezas.

Ben Plank se levantó y ofreció un panegírico de siete minutos de duración para todos los que habían trabajado en
Cuando las vacas volvieron a casa
, desde el inspector de platós del AHA, que se había asegurado de que el reparto de bovinos no sufría ningún daño, al equipo de contabilidad. Todos los presentes aplaudieron y vitorearon la exhaustividad de Ben, que por lo general resultaba impedida por las exigencias de las retransmisiones en vivo.

Aunque asumiéramos que Paulina y Jeremy eran socios que se habían enemistado, pensé mientras Meryl Streep hechizaba a todos los presentes con un discurso que iba de lo ingenioso a lo conmovedor por su papel de Leonor de Aquitania en el musical
¡Los Plantagenet!
, había algo que resultaba inequívocamente sospechoso en el Instituto Summa. Era tan… pequeño. Su página web no revelaba nada. Aquella falta de actividad resultaba inquietante. Mientras yo estaba allí, el teléfono no había sonado una sola vez. Me cambié de posición y volví a cruzar las piernas. Con eso no era suficiente para pedir una orden de registro.

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