El hotel de los líos (26 page)

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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

BOOK: El hotel de los líos
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—Pero ahora estamos aquí —dijo.

—Ahora estoy aquí. —Tomé un trago de agua y entonces, al darme cuenta de lo sedienta que estaba, engullí el resto. Al salir a buscar aire me lo encontré sonriéndome y, antes de que ninguno de los dos dijera nada, estaba besándome. Nuestro primer contacto había sido sin manos, con los dos colgados sobre Brooklyn. Pero en esta ocasión pasó los dedos por mi pelo… lo mejor que pudo. Me lo había recogido en un nudo encima de la cabeza y tras hora y media de caminata por las calles, se había convertido en un amasijo enmarañado y sudoroso. Me puso una mano en la nuca, que también estaba sudorosa, y me atrajo hacia sí. Me retorcí.

—¿Qué sucede? —dijo mientras se retiraba lo bastante para mirarme sin ponerse bizco.

—Sólo que… Ésta no es la forma en que querría empezar algo. —Hice un gesto con los dedos que abarcó la totalidad de mi indumentaria gimnástica.

—¿Es que estamos empezando algo? Aún tienes dos semanas para decidirte.

—Bueno, ¿cómo lo llamarías tú? —pregunté.

—Diversión.

Una retahíla de dulces tonterías no habría sido más persuasiva. Me lancé sobre él, recordando que estaba acostumbrado a tratar con gente que no se encontraba en su mejor momento. Y al menos yo no había llegado cubierta de hollín.

Le besé con ganas, decidida a olvidarme de todo: de Gregory, de mi madre, de los niños que no había tenido, de las amigas infelices, de las amenazas de muerte, de las armas que no deseaba y de los casos sin resolver. Llevaba una colonia intensa, una fragancia que le hacía parecer aún más extraño. Al sentarme sobre él pude disfrutar del exterior de sus duros muslos, apretados contra la suave cara interior de los míos. Mis manos revolotearon hasta su suave nuca y luego hasta su rostro, donde mis pulgares trazaron las líneas de sus mejillas.

—Así que —dijo sujetándome la mano mientras ésta empezaba a explorar lo que había debajo de mí— ¿formo parte de un plan de venganza?

—Dicho así suena fatal.

—No. Sólo quiero saber dónde estamos. Quiero más de ti, pero aceptaré esto durante un par de semanas. O trece días, para ser más exactos.

Con gusto le hubiese tapado la boca. Hablar no era lo que deseaba en aquel momento.

—¿Por qué? —dije mientras me apartaba y me dejaba caer en un cojín apelmazado, a su lado. Un botón se me clavó en el codo—. ¿Por qué quieres más de mí? Ni siquiera me conoces. ¿Cómo sabes que soy mejor que las mujeres que suelen venir por aquí?

—No he dicho que seas mejor. Pero creo que eres diferente.

—Pues claro que soy diferente —repliqué—. Todo el mundo lo es. —Contemplé cómo se esfumaba el vapor de nuestro encuentro a la tenue luz del cuarto.

Guardamos silencio un momento mientras su gigantesco colega se acercaba a paso lento hacia el otro lado de la sala con su libro, que, pude ver en aquel momento, era
El manantial
. Se detuvo y se volvió hacia nosotros.

—No empieces, Rousakis —le advirtió Delta—. Deja tranquila a la chica.

Rousakis no le hizo caso.

—¿Has oído hablar de Ayn Rand? —me preguntó y yo asentí, tratando de disimular mi sorpresa—. A mí me cambió la vida. Es lo único que quería comentar —le dijo a Delta, un poco a la defensiva, antes de seguir su camino.

—Lo siento —se disculpó éste.

—Si todos los actos de proselitismo fuesen tan indoloros…

Pasó el brazo por el respaldo del sofá y me tiró con suavidad del lóbulo de la oreja.

—Oye, tengo una pregunta —declaré en voz baja.

—Sí, realmente me llamo Delta.

—Ésa no es la pregunta, aunque sí que lo ha sido en algún momento, así que gracias.

Sonrió ante mi confusión.

Volví a intentarlo:

—¿Recuerdas cuando te pregunté si querías niños?

—¿Cómo iba a olvidarlo? A eso me refería con lo de diferente.

—¿Y los quieres?

—¿Niños? —Suspiró, un gesto con el que se daba por enterado de que habíamos abandonado definitivamente el cuadrilátero de los besos—. No, la verdad es que no quiero niños.

—¿Por qué no?

Bajó las comisuras de los labios en una sonrisa invertida.

—Mira mi trabajo. No quiero crear huérfanos.

—¿Y viudas?

—¿Es una propuesta?

—Sólo curiosidad. La mayoría de los bomberos y polis parecen equipados con esposas y niños.

—Yo soy diferente.

—Algo que tenemos en común.

—Ya he estado casado, Zephyr. No creo que vuelva a intentarlo. —Me pasó dos dedos por el cuello—. ¿Qué pasa con lo de los niños?

Se encogió de hombros. ¿Qué quería decir que nuestro mutuo desinterés por la procreación no abriera las compuertas para una riada de afecto hacia Delta? Tenía ante mí a un chico sexy, bastante divertido, listo y sin todas las minas terrestres que me separaban de Gregory. Y, sin embargo, el fuego se apagaba en lugar de reavivarse al oír eso. Aquél no era el hombre con el que quería pasear por la Primera Avenida al cabo de cincuenta años hablando de sonotones.

Su compañero volvió a pasar por delante, pero esta vez se limitó a hacer un gesto con la cabeza.

—Quieres hijos —dijo Delta—. Y el tío que ha aparecido esta semana no.

—No. Y es una deducción sexista.

Alzó las cejas.

—Interesante.

—En realidad no. Trágico y doloroso, de hecho.

Apoyó los pies sobre la mesita de café.

—Zephyr, vamos a divertirnos o despidámonos. No estoy para terapias.

Inhalé de repente.

—Lo tuyo son los ultimátums.

—Ya te lo dije. Tengo casi cuarenta años.

Me levanté y lo miré con una sonrisa de impotencia.

—No te enfades —dijo con voz amable.

—No estoy enfadada. —Y era verdad. Pero aquella sala mugrienta, con dos docenas de carnívoros bravucones cerca, había dejado de ser el lugar en el que quería estar.

En el bolsillo de mi rebeca sonó el teléfono móvil: Macy. La envié al buzón de voz, preguntándome por qué estaría llamando durante su cita con el dermatólogo. Esperaba que no le hubiese dado plantón.

—De verdad, no estoy enfadada —le aseguré—. Sólo decepcionada. Conmigo misma.

Delta se levantó del sofá.

—Te acompaño abajo. Si no, nunca saldrás de aquí con vida.

—¿Por qué, es que este sitio es una trampa? —pregunté mientras mi teléfono volvía a sonar.

—No dejes tu trabajo de día —respondió—. Sea el que sea.

Abrí el teléfono mientras le seguía más allá de la cocina.

—¿Qué pasa, Macy? —inquirí—. Estoy ocupada con algo…

—¡Zephyr! —gritó. Al fondo se oían unas sirenas—. ¡Está muerto!

16

Macy, encorvada sobre una taza de café vacía, miraba con ojos también vacíos al king charles spaniel que intentaba montar a una newfie con la boca llena de saliva espumosa. Lancé una mirada de reojo a mi reloj, inquieta por mi inminente cita en el Instituto Summa, pero preocupada al mismo tiempo por la salud mental de mi amiga. A pesar de que había pasado la mayor parte del fin de semana con ella, me sentía obligada a mantener nuestra cita perruna. Había comenzado a sentir nostalgia de nuevo por el sofá de sus padres, recordándolo con exagerada ternura.

—El tío había ido a explorar volcanes en Nicaragua —gimió por enésima vez—. Ni una quemadura. Ni un rasguño. Pero una cita conmigo y la palma. ¡La palma! —Estrujó la taza y volvió a echarse a llorar.

La cita había comenzado con grandes perspectivas. Macy y el dermatólogo —Rudy Feinstein, se llamaba— habían charlado largo y tendido mientras tomaban una boloñesa en Tanti Baci y compartían una botella entera de vino. Tenían muchas cosas en común —el amor por las acampadas, por la cocina con ajo, por Virginia Wolf— y él la estaba haciendo reír. Ambos deseaban continuar con la cita, así que pasearon un rato y luego se subieron al F y fueron a Chinatown para que Macy pudiera enseñarle a Rudy el que, según ella, era el mejor té de burbujas de la costa Este. Fue allí, dentro de un salón de té pequeño pero lleno de luz, en la calle Baxter, donde el Dr. Feinstein encontró su final. Un puñado de burbujas de tapioca atravesó la pajita a alta velocidad y se introdujo en su garganta, donde quedó alojado. Ni los intentos de extraerlas mediante maniobras Heimlich llevados a cabo por el personal del local, ni los paramédicos ni la propia Macy pudieron salvarle la vida.

—¿Puedes mirarme a los ojos, Zephyr, y decirme que no estoy maldita? —dijo una vez que sus lágrimas hubieron remitido hasta quedar reducidas a hipidos.

Sacudí la cabeza, convencida al fin.

Ella asintió con roma satisfacción.

—¿Debería ir al funeral? —preguntó—. ¿Qué exige la etiqueta en un caso como éste, joder? —Se soltó la coleta y enterró los dedos en su cabellera, que cayó en llameantes capas de color rojo alrededor de su cara.

—Macy, ¿qué tienes que hacer hoy? ¿Qué vas a hacer para mantenerte ocupada? Háblame. —Volví a consultar mi reloj. Tenía que pasar por la oficina para que me pusieran la cámara y el micro y presentarme en Summa a las diez. Pero estaba decidida a traerla conmigo de vuelta a la tierra de los vivos. Literalmente.

Soltó una risotada ronca.

—En teoría tengo que comer con una de mis novias en el Elephant and Castle. Va a divorciarse.

—¿Cómo? —El newfie corrió hasta el otro extremo del recinto, mientras el spaniel saltaba en círculos a su alrededor.

—Una de las parejas cuya novia sobrevivió. Van a divorciarse.

—¿Y a ti qué más te da?

—Que se van a divorciar por razones estúpidas —escupió—. Él está convencido de que a los niños sólo se los puede educar en Park Slope, como hicieron con él, mientras que ella insiste en que Upper West es mejor. Se pelean por su crío como el Museo Británico y los griegos por los frisos del Partenón.

—¿Y tú crees que puedes convencerla de que no lo haga? —pregunté espantada.

—Sí. Lo he hecho antes. Pero ahora me importa una mierda. Puede que les diga que se vayan de crucero, como Lenore, para arreglar las cosas.

Para nuestro asombro, en el plazo de cuatro días, Lucy no sólo había logrado convencer a Leonard de que necesitaba —necesitaban— tomarse un respiro de Lenore con efecto inmediato, sino que también había encontrado un crucero que, aquejado por la crisis, estaba más que encantado de aceptar su dinero y a sus suegros, a pesar de haberles avisado con tan poca antelación, y llevárselos a un viaje de dos semanas alrededor de las islas Seychelles. El viaje se había disfrazado como una disculpa por haber tenido que soportar una velada con Zephyr la Atea.

—¿Por qué no te vas tú de crucero? —le sugerí.

—¿Para que se hunda el puñetero barco entero? Ya soy una asesina, Zephyr. No quiero que añadan el apelativo «de masas» a mi currículo.

Una mujer con una chaqueta morada, en el banco contiguo, fingía estar leyendo, pero vi que se le abrían los ojos como platos.

—Vale, ¿qué más vas a hacer? —Necesitaba la certeza de que no iba a marcharse a New Hampshire al anochecer.

—Sentarme aquí y confiar en que ninguno de esos perros caiga fulminado de pronto.

La mujer cerró el periódico y se cambió de banco.

—Bueno, no es mal plan —convine, mientras el vigilante del parque para perros se acercaba a la lectora del periódico. En respuesta al descenso de las temperaturas, había cambiado sus pantalones cortos de licra naranja por un amplio abrigo de cuero negro, aunque nada garantizaba que llevara ropa debajo.

—Disculpe, señorita. ¿Señorita?

La mujer nos miró primero a nosotras, como si no quisiera perder de vista a la asesina, y entonces se dio cuenta de que la voz procedía de un imitador de
Matrix
sin pelo en la cabeza.

—Su perrito acaba de hacerse una caquita ahí. ¿Tenía pensado recogerla?

La mujer volvió la cabeza hacia allí en busca de las pruebas.

—No es mía. Es decir, no es de mi perro.

—El husky es el suyo, ¿no?

—Sí, pero la caquita no es suya.

—Oh, sí que lo es. Le he visto hacerla. Usted estaba ocupada leyendo. Siempre les decimos a los dueños de los perritos que esto no es una biblioteca. Tienen que prestar atención.

La mujer lo miró y parpadeó.

—¿A quién se refiere con «decimos»?

El hombre estiró los brazos hacia ella con las palmas abiertas.

—No empecemos…

Me disponía a mirar a Macy a los ojos, con la esperanza de que aquel espectáculo estuviera resultándole paliativo, cuando de repente pasó a mi lado como una exhalación. Traté de agarrarla por la manga, pero se zafó.

—¡Déjela en paz! —chilló con la voz rota—. ¡La vida es demasiado corta, joder, así que deje de hostigar a la gente! Deje de estropearle el día a todo el mundo. Regale chucherías para perros o bolsas para las cacas, o trabaje como voluntario en el estanque, o incluso cierre el pico. ¡Cierre el pico, joder!

La mujer permaneció completamente inmóvil, observando de manera alternativa a Macy y al hombre, que estaban intercambiando miradas de lívida hostilidad. Con todo cuidado, dejó el periódico sobre el banco y se levantó muy despacio, como si no quisiera llamar la atención. Diez segundos después, ella y el husky, ahora aliviado, habían desaparecido.

Los hombros del vigilante temblaban bajo el abrigo. Inhalaba por la nariz, cuyas fosas estaban volviéndose blancas y rígidas por momentos.

—¿Cree —gruñó— que no he reparado en su estado de
incanidad
? ¿Cree que un hecho tan conspicuo se me ha pasado por alto durante todos estos meses? ¿No se pregunta por qué se les ha permitido a usted y a su amiga, que tampoco tiene perro, permanecer en estas instalaciones? —Su frente estaba adquiriendo una alarmante tonalidad rosa.

Macy se adelantó un paso. Por mi mente pasaron imágenes de coches patrulla, ambulancias, confesiones llorosas de locura temporal… y no tenía tiempo para ninguna de aquellas cosas.

—¿Por qué permite que nos quedemos? —preguntó ella con genuina curiosidad, mientras su voz descendía de repente a un registro extrañamente normal. Contuve el aliento y me pregunté si la misteriosa verdad que nos había eludido durante tanto tiempo, que había sazonado nuestras visitas con una pizca de incertidumbre, sería revelada por fin.

El hombre se mantuvo impertérrito.

—Porque soy una persona caritativa, joder, maldita lesbiana pedante.

Al final, tras arrastrarla por seis carriles llenos de tráfico y luego hasta la Séptima Avenida, conseguí que Macy me jurara que nos veríamos esa noche con Mercedes en la fiesta de los no Oscar que iba a celebrar Dover. Le recordé que Lucy escapaba de Hillsville y de la maternidad para la ocasión y que su nivel de entusiasmo rayaba lo psicótico. Aunque estuviera al borde de su abismo personal, Macy no permitiría que me ocupase sola de Lucy en tales circunstancias.

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