Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
—Así que allá te fuiste —dijo.
Esperó, pero Ricardo seguía perdido en sus pensamientos.
—Despegaste y te dirigiste hacia el norte —dijo Jerry.
Ricardo alzó la vista un poco, dirigió una mirada hostil y furiosa a Jerry y siguió mirándole hasta que la invitación a describir su propia hazaña heroica despertó por fin lo mejor de él.
—En toda mi vida volé tan bien. Nunca. Fue algo magnífico. Aquel pequeño Beechcraft negro. Ciento cincuenta kilómetros al norte porque yo no confío en nadie. ¿Y si aquellos payasos me tenían localizado en una pantalla de radar en algún sitio? No me gusta correr riesgos. Luego hacia el este, pero muy despacio. Muy bajo, pegado a las montañas, Voltaire. Soy capaz de pasar volando entre las patas de una vaca, ¿entiendes? En la guerra tenemos pocas pistas de aterrizaje allá arriba, absurdos puestos de escucha en medio de territorio hostil. Yo volé hasta esos sitios, Voltaire. Los conozco. Encuentro uno justo en la cima de una montaña, donde sólo se puede llegar por aire. Echo un vistazo, veo el depósito de combustible, aterrizo, reposto, echo un sueño; es una locura. Pero, demonios, Voltaire, no es la provincia de Yunnan, ¿entiendes? No es China, y Ricardo, el criminal norteamericano de guerra y contrabandista de opio, no va a pasarse el resto de su vida colgado en un gancho de gallinas en Pekín, ¿no? En fin, volví otra vez al sur con el avión. Conozco sitios, conozco sitios en los que podía perder toda una fuerza aérea, créeme.
Ricardo pasó a mostrarse de pronto muy impreciso respecto a los meses siguientes de su vida. Había oído hablar del holandés errante y explicó que en eso se había convertido. Volaba, se escondía otra vez, volaba. Repintó el Beechcraft, cambiaba una vez al mes la matrícula, —vendió el opio en partidas pequeñas para que no se notase, un kilo aquí, cincuenta allá; le compró un pasaporte español a un indio, pero no tenía ninguna fe en él; se apartó de toda la gente que conocía incluyendo a Rosie de Bangkok, y a Charlie Mariscal. Jerry recordó, de la sesión informativa del viejo Craw, que aquélla era también la época en que Ricardo había vendido el opio de Ko a los héroes del Ejecutivo norteamericano, pero no había logrado colocarles la historia. Por órdenes de Tiu, explicó Ricardo, los muchachos de Indocharter le declararon rápidamente muerto, y cambiaron su ruta de vuelo hacia el sur, para desviar la atención. Ricardo oyó esto y no puso objeción alguna a lo de estar muerto.
—¿Y qué hiciste respecto a Lizzie? —preguntó Jerry. Ricardo se puso furioso otra vez.
—
¡Lizzie, Lizzie!
Estás obsesionado con esa zorra, Voltaire. ¿Por qué demonios me lanzas
Lizzie
a la cara a cada instante? Jamás conocí a una mujer más insignificante que ella. Escucha, se la di a Drake Ko, ¿entendido? Yo labré su fortuna.
Y cogió el vaso de whisky y bebió de él, furioso aún.
Lizzie estaba presionando en favor de él, pensó Jerry. Ella y Charlie Mariscal. Intentando por todos los medios comprar la cabeza de Ricardo.
—Aludiste rimbombantemente a otros aspectos lucrativos del caso —dijo Ricardo, retomando imperativamente su inglés de escuela de comercio—. ¿Tendrías la bondad de indicarme cuáles son, Voltaire?
El hombre de Sarratt recibió la palmada en el hombro.
—Número uno: Ko está recibiendo grandes sumas de la Embajada rusa de Vientiane. El dinero se canalizó a través de Indocharter y acabó en una cuenta bancaria muy especial de Hong Kong. Tenemos pruebas. Tenemos copias de las declaraciones bancarias.
Ricardo hizo un mohín de disgusto, como si el whisky supiera mal, y luego siguió bebiendo.
—Aún no sabemos si el dinero era para reavivar el hábito del opio en la China roja o por algún otro servicio —dijo Jerry—. Pero lo sabremos. Segunda cuestión: ¿Quieres oírlo o no te dejo dormir?
Ricardo había bostezado.
—Segunda cuestión —continuó Jerry—. Ko tiene un hermano más pequeño que él en la China roja. Antes se llamaba Nelson. Ko dice que ha muerto, pero en estos momentos es un pez gordo del Gobierno de Pekín. Ko lleva años intentando sacarle. Tu trabajo consistía en llevar el opio y sacar un paquete. El paquete era el hermano Nelson. Por eso Ko te querría como a su propio hijo si cumplías la misión. Y te mataría si no lo hacías. ¿No crees que todo esto muy bien vale cinco millones de dólares?
La reacción de Ricardo no era muy notable; Jerry le observaba a la vacilante luz, esperando que el animal dormido que había en él despertase visiblemente. Se inclinó hacia adelante despacio para posar el vaso, pero no podía ocultar la tensión de los hombros ni la crispación de los músculos del estómago. Para lanzarle a Jerry una sonrisa de buena voluntad excepcional, se volvió muy sosegadamente, pero en sus ojos había un brillo que era como una señal de ataque; así que cuando se inclinó más y le dio a Jerry una afectuosa palmada en la mejilla con la mano izquierda, Jerry estaba preparado para lanzarse hacia atrás cogiendo aquella mano, en caso necesario, e intentar voltearle.
—¡Cinco millones de billetes, Voltaire! —exclamó Ricardo con un acerado relampagueo de emoción—. ¡Cinco millones! Oye…, tenemos que hacer algo por el pobre Charlie Mariscal, ¿entendido? Por cariño. Charlie siempre está sin blanca. Podíamos ponerle al cargo de la federación de fútbol. Un momento: Voy a por más whisky para celebrarlo.
Se levantó, ladeando la cabeza, y abriendo los desnudos brazos.
—Voltaire —dijo suavemente—.
¡Voltaire!
Y, muy cariñosamente, cogió a Jerry por las mejillas y le besó.
—¡Oye, vaya investigación que hicisteis! Tu director hizo un trabajo estupendo. Eres mi socio. Como dijiste. ¿De acuerdo? Necesito tener un inglés en mi vida. Voy a hacer lo que hizo Lizzie una vez, casarse con un maestro. ¿Harás eso por Ricardo, Voltaire? ¿Podrás esperar un momento?
—No te preocupes —dijo Jerry, sonriendo también.
—Puedes jugar un poco con las armas, ¿quieres?
—Bueno.
—Tengo que decirle unas cosillas a las chicas.
—Claro, hombre.
—Una cosa personal, familiar.
—Aquí estaré.
Desde lo alto de la trampilla, Jerry miró con ansiedad hacia abajo en cuanto Ricardo salió. Mickey, el chófer, mecía en brazos al niño y le acariciaba el cuello. En un mundo loco, hay que mantener la ficción en movimiento, pensó. Hay que aferrarse a ella hasta el amargo final y dejarle a él el primer mordisco. Jerry volvió a la mesa y cogió la pluma de Ricardo y cogió papel y anotó una dirección inexistente de Hong Kong donde podrían localizarle en cualquier momento. Ricardo aún no había vuelto, pero cuando Jerry se levantó le vio salir de entre los árboles, de detrás del coche. Le gustan los contratos, pensó. Hay que darle algo para que lo firme. Cogió otra hoja.
Yo, Jerry Westerby, juro solemnemente compartir con mi amigo el capitán Ricardo Chiquitín, todos los beneficios procedentes de la explotación conjunta de la historia de su vida,
escribió, y firmó con su nombre. Ricardo subía ya las escaleras. Jerry pensó si proveerse de un arma del arsenal privado, pero sospechó que Ricardo esperaba que hiciera exactamente eso. Mientras Ricardo servía más whisky, Jerry le entregó las dos hojas de papel:
—Redacté una declaración legal —dijo, mirando directamente a los relampagueantes ojos de Ricardo—. Tengo un abogado inglés en Bangkok, del que me fío mucho. Le diré que compruebe esto y lo repase y que te lo mande para que lo firmes. Después planearemos la ruta a seguir y yo hablaré con Lizzie. ¿De acuerdo?
—Claro, hombre. Escucha. Ya ha anochecido. Ese bosque está lleno de gente peligrosa. Quédate a pasar la noche. Ya hablé con las chicas. Les gustas. Dicen que eres un hombre muy fuerte. No tanto como yo, pero fuerte.
Jerry dijo que no quería perder tiempo. Dijo que le gustaría estar en Bangkok al día siguiente. Sus palabras le parecieron tan inconsistentes a él mismo como una muía de tres patas. Válidas para entrar, quizá, pero nunca para salir. Aun así, Ricardo parecía satisfecho hasta el punto de la serenidad. Quizá sea una emboscada, pensó Jerry. Quizás el coronel la esté preparando.
—Que te vaya bien, entonces, escritor de caballos. Que te vaya bien, amigo mío.
Y puso ambas manos en el cogote de Jerry y asentó los pulgares en las mandíbulas de éste y acercó la cabeza para otro beso y Jerry se resignó. Aunque le galopaba el corazón y sentía un escalofrío en la columna vertebral, Jerry se resignó. Fuera era ya casi de noche. Ricardo no les acompañó hasta el coche, pero se quedó mirándoles indulgente desde los pilotes. Las chicas estaban sentadas a sus pies, mientras él agitaba ambos brazos desnudos. Jerry se volvió desde el coche y le dijo adiós también con un gesto. El sol agonizaba entre las tecas. Hasta nunca, pensó.
—No pongas el motor en marcha —le dijo quedamente a Mickey—. Quiero comprobar el aceite.
Quizás esté loco sólo yo. Tal vez hayamos hecho de verdad un trato, pensó.
Mickey se sentó tras el volante, tiró de la palanca del capó y Jerry lo abrió; no había ningún
plástico,
ningún regalo de despedida de su nuevo amigo y socio.
Sacó la varilla del aceite y fingió examinarla.
—¿Quieres aceite, escritor de caballos? —gritó Ricardo al fondo del sendero.
—No, estamos bien de aceite. ¡Adiós!
—Adiós.
No tenía linterna, pero cuando se acuclilló y tanteó debajo del chasis en la oscuridad, tampoco encontró nada.
—¿Has perdido algo, escritor de caballos? —dijo Ricardo de nuevo, abocinando la boca con las manos.
—Arranca —dijo Jerry, y subió al coche.
—¿Enciendo los faros, señor?
—Sí, Mickey. Enciéndelos.
—¿Por qué llamarte escritor de caballos?
—Amigos comunes.
Si Ricardo hubiese sobornado a los CT, pensó Jerry, daría igual de todos modos. Mickey encendió los faros y en el interior del coche el cuadro de mandos norteamericano se iluminó como una pequeña ciudad.
—Vamos, en marcha —dijo Jerry.
—¿Rápido—rápido?
—Sí, rápido—rápido.
Recorrieron unos ocho kilómetros, nueve, diez. Jerry iba siguiendo la distancia que recorrían en el indicador, recordando los treinta que había hasta el primer puesto de control y los setenta hasta el segundo. Mickey iba ya a cien y Jerry no estaba de humor para quejarse. Iban por el centro de la carretera y la carretera era recta y tras las zonas despejadas para evitar emboscadas se deslizaban las altas tecas como anaranjados espectros.
—Hombre estupendo —dijo Mickey—. Muy bueno amante. Las chicas decir muy bueno amante.
—Cuidado con los alambres —dijo Jerry.
Desaparecieron los árboles a la derecha y apareció un camino de tierra rojizo que se perdía a lo lejos.
—Él pasa muy bien ahí —dijo Mickey—. Chicas, niños, whisky. Muy buena vida.
—Para, Mickey. Aparca ahí. Ahí en medio de la carretera, donde está llano. Para en seguida, Mickey.
Mickey se echó a reír.
—Chicas pasar estupendo también —dijo Mickey—. ¡Chicas tener dulces, niños tener dulces, todo el mundo tener dulces!
—¡Para de una vez!
Mickey detuvo el coche sin darse demasiada prisa, riéndose aún por las chicas.
—¿Va bien eso? —preguntó Jerry, señalando el indicador de gasolina.
—¿Que si va bien? —repitió Mickey, desconcertado por el inglés.
—La gasolina. ¿Lleno? ¿O a medias? ¿O tres cuartas partes? ¿Ha ido bien todo el viaje?
—Sí. Bien.
—Mickey, cuando llegamos a la aldea quemada estaba a la mitad. Aún sigue a la mitad.
—Sí.
—¿Echaste más? ¿De una lata? ¿Echaste?
—No.
—Fuera.
Mickey empezó a protestar, pero Jerry le empujó, abrió la puerta de su lado, le echó fuera, tirándole sobre el asfalto, y le siguió. Luego le agarró por un brazo y se lo echó a la espalda y corrió al galope, cruzando la carretera hacia la parte despejada de árboles y, a unos veinte metros, le arrojó entre los matorrales y cayó a su lado, casi sobre él, de modo que Mickey se quedó sin resuello en un hipido asombrado, y tardó por lo menos medio minuto en poder formular un indignado «¿por qué?»; pero entonces Jerry estaba ya aplastándole la cabeza contra el suelo de nuevo para protegerle del impacto. Dio la impresión de que el viejo Ford ardía primero y explotaba después, alzándose por último en el aire en una afirmación final de vida, antes de desplomarse llameante y muerto de costado. Mientras Mickey abría la boca asombrado, Jerry miró su reloj. Habían transcurrido dieciocho minutos desde que salieron de la casa de pilotos, quizá veinte. Debería haber sucedido antes, pensó. Ahora entendía por qué tenía Ricardo tantas ganas de que se fuera. En Sarratt no lo habrían imaginado siquiera. Era algo típico de Oriente y el alma natural de Sarratt era europea y estaba unida a los buenos tiempos ya pasados de la guerra fría:
Checoslovaquia, Berlín y los viejos frentes. Jerry se preguntó de qué marca sería la granada. El Vietcong prefería el tipo norteamericano. Les encantaba lo de la doble acción. Bastaba que el depósito de gasolina del vehículo tuviese un tubo de entrada ancho. Se saca la clavija, se coloca una goma sobre el muelle, se desliza la granada en el depósito de gasolina y no hay más que esperar pacientemente que la gasolina se vaya abriendo paso a través de la goma. El resultado era una de las invenciones occidentales que le tocó descubrir al Vietcong. Ricardo debe haber utilizado cintas de goma gruesa, decidió.
Tardaron cuatro horas en llegar al primer puesto de control, siguiendo a pie por la carretera. Mickey estaba muy contento pensando en el seguro, suponiendo que, como Jerry había pagado la póliza, podría disponer automáticamente del dinero. Jerry no logró quitarle esta idea de la cabeza. Pero Mickey también estaba asustado, primero los CT, luego los fantasmas, luego el coronel. Así que Jerry le explicó que ni los fantasmas ni los CT se aventurarían cerca de la carretera después de aquel pequeño episodio. En cuanto al coronel, aunque Jerry no se lo mencionó a Mickey, en fin, era padre además de soldado y tenía que construir una presa: por algo estaba haciéndola con cemento de Drake Ko y utilizando los medios de transporte de China Airsea.
En el puesto de control, encontraron por fin un camión que llevara a Mickey a casa. Jerry fue un trecho con él, prometió que el tebeo le apoyaría en cualquier problema que tuviera con el seguro, pero éste, en su euforia, se mantenía sordo a cualquier duda. Entre muchas risas, intercambiaron direcciones y cordiales apretones de manos; luego, Jerry se quedó en un café de carretera donde hubo de esperar medio día el autobús que le llevaría hacia el este, hacia un nuevo campo de batalla.